Read La Danza Del Cementerio Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Policíaca,
—¿Señor Lille? —preguntó D'Agosta al cabo de un momento. —¿El… «tieso»?
—Sí, ya me entiende —dijo el técnico—. El fiambre. No tenemos todo el día.
Lille salió de su azoramiento. —Ah… Sí, claro. Síganme al panteón, por favor. Les llevó a la entrada principal, dotada de un teclado en el que marcó un código. La puerta de falso bronce les franqueó el acceso a una sala blanca de techo alto, con las cuatro paredes íntegramente cubiertas de nichos. Había dos urnas de yeso gigantes, a la italiana, de las que salían, enormes, sendos ramos de flores de plástico. Solo unos pocos nichos tenían grabadas letras negras con nombres y fechas. Inevitablemente, D'Agosta buscó el olor que tanto conocía, pero el aire era puro, fresco y perfumado. Claramente perfumado. «Este tipo de sitios —pensó— deben de tener un aire acondicionado tremendo.»
—Perdonen, ¿han dicho Colin Fearing, verdad? La climatización excesiva no impedía sudar a Lille. —Exacto.
D'Agosta miró irritado a Pendergast, que estaba de inspección, paseando con las manos en la espalda y los labios apretados. Tenía la manía de desaparecer en el momento más inoportuno. —Un momentito, por favor.
Lille cruzó una puerta de cristal que daba a su despacho y volvió con un portapapeles. Miró la gran pared de nichos, moviendo los labios como si contara. Paró al cabo de un momento. —
Ya lo tengo. Colin Fearing.
Señaló uno de los nichos marcados y retrocedió, con una mueca que pretendía ser una sonrisa.
—¿Señor Lille? —dijo D'Agosta—. La llave.
—¿Llave? —El pánico se apoderó de su expresión—. ¿Quieren que lo… abra?
—En eso consisten las exhumaciones, ¿no? —dijo D'Agosta.
—Es que no tengo permiso… Yo solo soy un comercial…
D'Agosta suspiró.
—Todos los papeles están dentro del sobre. Solo tiene que firmar la primera hoja y darnos la llave.
Al bajar la vista, Lille descubrió por primera vez el sobre de papel manila que apretaba con la mano.
—Es que no tengo permiso. Tendré que llamar al señor Radcliffe.
D'Agosta puso los ojos en blanco.
Lille volvió a su despacho y dejó la puerta abierta. D'Agosta escuchó. La conversación empezó en voz baja, pero en poco tiempo la voz estridente de Lille resonó por todo el panteón como los aullidos de un perro recibiendo puntapiés. Al parecer, el señor Radcliffe no tenía interés en colaborar.
Lille volvió a salir.
—Ahora viene el señor Radcliffe.
—¿Cuánto tardará?
—Una hora.
—Ni hablar. Al señor Radcliffe ya se lo expliqué. Abra el nicho ahora mismo.
Lille se retorció las manos, crispando sus facciones.
—Madre mía… Es que… no puedo…
—Oiga, que lo que tiene en la mano es una orden judicial, no una solicitud de autorización.
Como no abra el nicho, le denuncio por entorpecimiento de la labor policial.
—¡Pero es que el señor Radcliffe me despedirá!
Pendergast regresó de su visita no guiada y se acercó al grupo sin prisas. Yendo al nicho de Fearing, leyó en voz alta:
—«Colin Fearing, treinta y ocho años.» ¿A que da pena que se mueran tan jóvenes, señor Lille?
Lille no parecía haberle oído. Pendergast tocó el mármol, como si lo acariciara.
—¿Y dice que no vino nadie al funeral?
—Solo la hermana.
—Qué triste… ¿Quién lo pagó?
—Pues… no estoy seguro. La factura la pagó la hermana, creo que con dinero de la madre.
—Pero la madre está enajenada… —El inspector se giró hacia D'Agosta—. Me gustaría saber si la hermana tenía poderes. Valdría la pena investigarlo.
—Buena idea.
Los dedos blancos de Pendergast siguieron acariciando el mármol, hasta apartar una plaquita secreta y descubrir una cerradura. Su otra mano se introdujo en el bolsillo del pecho y reapareció con un pequeño objeto, que parecía un peine, pero con pocas púas, solo en la punta. Lo insertó en la cerradura y lo movió un poco.
—Perdone, ¿se puede saber qué…? —empezó a decir Lille, pero dejó la frase a medias cuando la puerta del nicho giró sin hacer ruido en sus bisagras engrasadas—. Espere, espere, que esto no…
Los técnicos empujaron la camilla y la sacudieron un poco para levantarla hasta el nivel del nicho. Una pequeña linterna apareció en la mano de Pendergast, que la enfocó en la oscuridad, escudriñando el interior.
Tras un breve silencio, dijo:
—Creo que no necesitaremos la camilla.
Los dos técnicos se quedaron parados, sin saber qué hacer.
Pendergast se irguió y se giró hacia Lille.
—Dígame, si es tan amable, ¿quién tiene las llaves de estos nichos?
—¿Las llaves? —Lille temblaba—. Yo.
—¿Dónde?
—Las guardo bajo llave en mi despacho.
—¿Y el otro juego?
—Lo tiene el señor Radcliffe, pero no aquí. No sé dónde.
—¿Vincent?
Pendergast se apartó, señalando el nicho abierto.
D'Agosta se acercó y miró la cavidad oscura, siguiendo el fino haz de la linterna con la vista.
—¡Pero si está vacío! —dijo.
—Imposible —tembló la voz de Lille—. Vi meter el cadáver con mis propios ojos…
Se quedó sin voz, con una mano aferrada a la corbata.
El técnico pelirrojo quiso comprobarlo por sí mismo.
—Me cago en la leche… —dijo, mirando fijamente.
—No del todo vacío, Vincent.
Pendergast se puso un guante de látex, metió la mano y sacó con cuidado un objeto, que enseñó a los demás sobre su palma. Era un tosco ataúd en miniatura hecho de cartón piedra y retales, con la tapa de papel un poco levantada. Dentro mostraba los dientes un esqueleto, compuesto de palillos pintados de blanco.
—Sí que hay alguien enterrado, en cierto modo —dijo Pendergast con su voz meliflua.
Se oyó un grito ahogado, seguido por un golpe sordo. D'Agosta se giró. Maurice Lille se había desmayado.
M
edianoche. Nora Kelly iba deprisa por el oscuro corazón del sótano del museo, taconeando suavemente en el suelo de piedra pulida. La iluminación de los pasillos estaba en modo fuera de horario, y en las puertas abiertas se cernían grandes sombras. No había nadie.
Hasta los conservadores más duros de pelar se habían ido a casa hacía varias horas, y las rondas de los vigilantes se centraban casi todas en los espacios públicos del museo.
Se paró frente a una puerta de acero inoxidable, donde ponía LABORATORIO DE PCR.
Tal como esperaba, la ventanilla, cubierta de tela metálica, estaba oscura. Introdujo una secuencia numérica en el teclado de la cerradura. El LED incorporado pasó de rojo a verde.
Empujó la puerta, encendió la luz y se paró a mirar. Era un laboratorio en el que había estado pocas veces, de visita informal, al dejar muestras para que las analizasen. El termociclador de PCR estaba sobre una mesa impoluta de acero inoxidable, dentro de una funda de plástico. Se acercó y retiró la funda, que dobló y dejó en un lado. El aparato —un Eppendorf Mastercycler 5330— era de plástico blanco, con un aspecto feo y barato que no permitía adivinar la sofisticación de su interior. Nora hurgó en su bolso y sacó un documento impreso, descargado de Internet, con las instrucciones.
La puerta se había cerrado automáticamente. Respiró hondo y palpó la parte trasera de la máquina con una mano, hasta encontrar el interruptor y encenderlo. Según el manual, no tardaba menos de un cuarto de hora en calentarse.
Dejó la bolsa en la mesa para sacar un recipiente de poliestireno, del que, una vez destapado, empezó a extraer cuidadosamente tubos de ensayo finos como lápices, que colocó en un portaprobetas. En uno de ellos había algunos cabellos, en otro restos de fibra, en otro un pedazo de un pañuelo de papel y en otro una muestra de sangre coagulada. Todo aquel material se lo había entregado Pendergast.
Se pasó una mano por la frente y, al hacerlo, notó que le temblaban un poco los dedos.
Intentó concentrarse en el trabajo del laboratorio. Tenía que acabar e irse bastante antes de que amaneciera. Le dolía la cabeza, y estaba muerta de cansancio; llevaba dos días sin dormir, desde su regreso a casa, pero su rabia y su dolor le daban energía para seguir adelante.
Pendergast necesitaba los resultados del ADN lo antes posible y Nora se alegraba de poder ser de ayuda. Cualquier cosa era buena si servía para coger al asesino de Bill.
Sacó una tira de ocho pipetas de PCR de una nevera del laboratorio: recipientes de plástico en forma de bala, muy pequeños, que ya venían rellenos de buffer, polimerasa Taq, dNTPs y otros reactivos. Manipuló unas pinzas esterilizadas con muchísimo cuidado para pasar muestras minúsculas del material biológico de sus probetas a los tubos de PCR, que se apresuró a tapar de nuevo. Cuando el aparato pitó (señal de que estaba listo), ya había treinta y dos tubos llenos, el máximo que podía ponerse a la vez en el termociclador.
Se metió unos cuantos tubos más en el bolsillo, por si los necesitaba, y repasó las instrucciones por tercera vez. Después abrió el termociclador, introdujo las pipetas en los orificios y cerró el aparato. Tras hacer los ajustes pertinentes, apretó con precaución el botón de puesta en marcha.
La reacción de PCR tardaba cuarenta ciclos térmicos, de tres minutos cada uno. Dos horas.
A continuación, como ya sabía, tendría que someter el resultado a una electroforesis en gel para identificar el ADN.
El aparato pitó otra vez, suavemente. Una pantalla indicó la puesta en marcha del primer ciclo térmico. Nora esperó, apoyada en el respaldo. Hasta entonces no se había dado cuenta del silencio sepulcral del laboratorio. Ni siquiera se oía el susurro habitual del aire por el sistema de ventilación. Olía a polvo, moho y el toque dulce del paradiclorobenceno de los depósitos de las inmediaciones.
Miró el reloj: las doce y veinticinco. Debería haberse traído un libro. En el silencio del laboratorio, se halló a solas con sus pensamientos, que eran terribles.
Se levantó para dar un paseo por el laboratorio. Luego volvió a la mesa, se sentó y volvió a levantarse. Buscó algo que leer por los armarios, pero solo encontró manuales. Se le ocurrió ir a su despacho, pero siempre existía el riesgo de encontrarse con alguien y tener que justificar su presencia en el museo a aquellas horas. No tenía permiso para estar en el laboratorio de PCR. No se había apuntado en la lista, ni había hecho constar su presencia en el registro; y aunque lo hubiera hecho, no estaba autorizada a usar el aparato…
De repente se paró a escuchar. Había oído algo. Al menos se lo parecía. Al otro lado de la puerta.
Miró a través de la ventanilla, pero solo se veía el pasillo, mal iluminado por una bombilla en una jaula de metal. El LED del teclado de la puerta estaba rojo. Seguía cerrada.
Gimió, apretando los puños. Era inútil. Seguía viendo imágenes horribles, que se inmiscuían en su conciencia sin avisar. Cerró mucho los ojos y apretó más los puños, intentando pensar en cualquier cosa menos en aquel primer atisbo… cualquier cosa…
Abrió los ojos. Otra vez el ruido. Esta vez lo identificó: un suave chirrido en la puerta del laboratorio. Levantó la vista justo a tiempo de ver que al otro lado de la ventanilla se movía algo. Tenía la clara sensación de que acababan de observarla.
¿Uno de los vigilantes nocturnos? Podía ser. En un momento de ansiedad, se preguntó si informarían de su presencia no autorizada. Después sacudió la cabeza. Si sospechasen algo, habrían entrado a preguntar. ¿Cómo iban a saber que no tenía derecho a estar en el laboratorio? A fin de cuentas, llevaba la identificación y se veía que era conservadora. Era su cabeza, que volvía a hacerle jugarretas. Llevaba haciéndoselas desde… Apartó la vista de la ventanilla. Tal vez se estuviera volviendo loca de verdad…
Se oyó otra vez el ruido. Esta vez, al mirar hacia la ventanilla, Nora vio la silueta oscura de una cabeza que se balanceaba un poco al otro lado, en el pasillo, iluminada por detrás, borrosa. La cabeza invadió la ventanilla. Luego, al pegarse al cristal, la luz del laboratorio reveló sus facciones.
Nora contuvo el aliento, parpadeando, y volvió a mirar.
Era Colin Fearing.
N
ora se echó hacia atrás, gritando. La cara desapareció.
Sintió que se le aceleraba el pulso, como un martillo en el pecho. Esta vez no había duda.
No era un sueño.
Caminó de espaldas, desencajada, buscando algún lugar donde esconderse. Se agachó tras una mesa de laboratorio, intentando respirar.
No se oía nada. Todo estaba en el más absoluto silencio, tanto el laboratorio como el pasillo. «Esto es una tontería —pensó—. La puerta está cerrada. No puede entrar.» Pasó un minuto. Mientras Nora seguía agazapada, respirando deprisa, sucedió algo extraño. El miedo que se había apoderado instintivamente de ella desapareció, dejando su sitio a la Fabia.
Se levantó despacio. La ventanilla seguía vacía.
Su mano se movió por el tablero de la mesa hasta coger un cilindro graduado de pyrex y levantarlo de su soporte. Le dio un golpe brusco contra el borde del soporte, para romper la punta. Luego sus movimientos se hicieron más rápidos: se acercó a la puerta e intentó marcar el código, aunque le temblaran los dedos. Lo consiguió al tercer intento. Abrió la puerta de golpe y salió al pasillo.
Al fondo, a la vuelta de la esquina, se oyó una puerta cerrándose.
—¡Fearing!
Echó a correr con todas sus fuerzas hacia allá. En el pasillo había muchas puertas, pero solo una cerca de la confluencia. Cogió el tirador, y al comprobar que no estaba cerrado, abrió de par en par la puerta.
Palpó la pared buscando los interruptores, que encendió con dos pasadas de la mano.
Tenía delante una sala de la que había oído hablar, pero que nunca había visto; uno de los depósitos más legendarios del museo. Donde en otros tiempos había estado el generador, ahora se guardaba la colección de esqueletos de ballena. Los enormes huesos y cráneos, algunos tan grandes como autobuses, estaban colgados del techo con cadenas. Si los hubieran colocado en el suelo, se habrían deformado y roto por su propio peso. Todos los esqueletos estaban tapados con láminas de plástico, que colgaban prácticamente hasta el suelo, como sudarios, formando una especie de lecho marino de huesos tapados. A pesar de las hileras de fluorescentes del techo, seguían siendo pocos para una sala tan grande, y la iluminación creaba un ambiente velado, casi submarino.