La Danza Del Cementerio (7 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

—Un amigo —dijo él—. Solo he venido a hablar.

Se levantó de la silla.

—¿Tiene que irse?

—Me temo que sí.

—Vuelva. Me cae bien. Es un joven muy educado.

—Gracias. Lo intentaré.

Al salir, Pendergast le dio su tarjeta a Joann.

—¿Tendría la amabilidad de informarme sobre cualquier visita a la señora Fearing? —¡Por supuesto!

Joann cogió la tarjeta con una especie de veneración. Poco después estaban fuera del edificio, en el aparcamiento vacío y descuidado, por el que se acercó a buscarles el Rolls.

Pendergast aguantó la puerta a D'Agosta. Un cuarto de hora más tarde corrían por la Interestatal 87, de vuelta a Nueva York.

—¿Se ha fijado en el cuadro antiguo que había en el pasillo, fuera de la habitación de la señora Fearing? —murmuró Pendergast—. Estoy convencido de que se trata de un Bierstadt original, aunque le convendría una buena limpieza.

D'Agosta sacudió la cabeza.

—¿Piensa explicarme algo, o le divierte marearme?

Con un brillo de diversión en la mirada, Pendergast sacó una probeta del bolsillo de su americana. Contenía un pañuelo de papel húmedo.

D'Agosta se lo quedó mirando. Ni siquiera se había fijado en que Pendergast recogiera el kleenex usado.

—¿Para el ADN?

—Naturalmente.

—¿Y lo del osito de peluche?

—Todos hemos tenido alguno. El objetivo era que se sonase la nariz.

D'Agosta se escandalizó.

—¡Qué ruin!

—Al contrario. —Pendergast se guardó la probeta en el bolsillo—. Lo que ha derramado eran lágrimas de felicidad. Le hemos alegrado el día a la señora Fearing, y ella nos lo ha pagado con un favor.

—Espero que nos lo analicen antes de que Steinbrenner se venda los Yankees.

—Una vez más, tendremos que actuar no solo fuera de la caja, sino fuera de la habitación que la contiene.

—¿O sea?

Pero Pendergast se limitó a sonreír enigmáticamente.

11

C
uánto lo siento, Nora! —El portero abrió la puerta con un gesto teatral, y al cogerle la mano la inundó de olor a tónico capilar y aftershave—. Lo tiene todo a punto. Hemos cambiado la cerradura. Ya está todo arreglado. Tengo la nueva llave. Le doy mi más sincero pésame. El más sincero.

Nora notó que le ponían en la mano una llave fría y plana.

—Si necesita algo, dígamelo.

El portero la miró sentidamente con sus ojos acuosos de color marrón.

Nora tragó saliva.

—Gracias por pensar en mí, Enrique..

Ya era una frase casi automática.

—Lo que quiera, y cuando quiera. Usted llame a Enrique y ahí me tendrá.

—Gracias.

De camino al ascensor, tuvo un momento de vacilación. Había que hacerlo sin pensar mucho.

El ascensor se cerró con un ruido metálico e inició el suave ascenso al quinto piso. Cuando se abrieron las puertas, Nora no se movió. Saltó al rellano en el último momento, cuando ya empezaban a cerrarse.

Estaba todo muy tranquilo. Un cuarteto de cuerda de Beethoven filtrándose por una puerta, y una conversación por otra. Al iguiente paso, vaciló otra vez. Al fondo, donde el rellano cambiaba de sentido, vio la puerta de su piso. De ella, no de los dos. En los números de latón clavados con tornillos ponía «612».

Se acercó despacio hasta la puerta. La mirilla estaba negra. Las luces de dentro, apagadas.

Cilindro y placa nuevos en la cerradura. Abrió la mano y contempló la llave: brillante, recién cortada. Parecía irreal. Como todo.
Jamáis vu,
el contrario de
deja vu.
Era como si lo viese todo por primera vez.

Introdujo lentamente la llave, y la giró. La cerradura hizo un clic. Sintió ceder la puerta, que al ser empujada basculó sobre bisagras recién engrasadas. Al otro lado, el piso estaba oscuro. Buscó a tientas el interruptor, sin encontrarlo. ¿Dónde estaba? Penetró en la oscuridad, y al palpar la pared lisa se le disparó el corazón. La envolvía un olor. Productos de limpieza, abrillantador de madera… y algo más.

La puerta empezó a cerrarse a sus espaldas, obstruyendo la luz del rellano. Nora echó los brazos hacia atrás, reprimiendo un grito. Al encontrar el pomo, abrió la puerta, y al salir al rellano la cerró. Después apoyó en ella la cabeza, con un fuerte temblor en los hombros, e intentó resistirse a los sollozos que la dominaban.

Tardó unos minutos en recuperar un poco de control. Al mirar el rellano en ambas direcciones, dio gracias por que no hubiera pasado nadie. La avalancha de emociones contenidas le provocaba una mezcla de vergüenza y miedo. La idea de poder entrar en el piso donde habían asesinado a su marido hacía cuarenta y ocho horas era una estupidez. Se quedaría unos días en casa de Margo Green. Luego se acordó de que Margo estaba de permiso sabático hasta enero.

Tenía que salir. Bajó otra vez en ascensor. Al cruzar el vestíbulo, casi no la sostenían las piernas. Le abrió el portero.

—Llame a Enrique para todo lo que quiera —dijo al verla pasar de largo, prácticamente corriendo.

Fue hacia el este por la Noventa y dos hasta llegar a Broadway. Era una noche de octubre, fresca, pero todavía agradable. Las aceras estaban llenas: gente que iba a restaurantes, paseaba al perro, o sencillamente volvía a su casa. Nora empezó a caminar deprisa. El aire le despejaría la cabeza. Iba hacia el centro, a paso rápido, esquivando a los transeúntes. Allá, en la calle, entre la multitud, tuvo la sensación de controlar sus pensamientos, adquiriendo cierta perspectiva sobre lo que acababa de ocurrir. Era una tontería reaccionar así. En algún momento tenía que volver al piso, y más valía temprano que tarde. Lo tenía todo allá: sus libros, sus trabajos, su ordenador, las cosas de él…

Por un momento deseó que sus padres aún estuvieran vivos, para poder refugiarse en su cálido abrazo; pero era un razonamiento todavía más absurdo e inútil.

Caminó más despacio. Quizá fuera mejor volver, a fin de cuentas. Estaba reaccionando con la emotividad que tanto esperaba evitar.

Se paró y miró a su alrededor. A su lado había una cola para entrar en el Waterworks Bar.

Una pareja acariciándose en un portal. Un grupo de hombres, ejecutivos de Wall Street, volviendo del trabajo: trajes oscuros, maletines… Le llamó la atención un vagabundo que llevaba un buen rato caminando al mismo ritmo que ella, pegado a las fachadas de los edificios. Él también se paró, y de repente se volvió para irse en sentido contrario.

Lo furtivo de sus movimientos, el no enseñar la cara, hicieron dispararse las alarmas de urbanita de Nora.

Le vio dar tumbos, andrajoso, con todo el aspecto de quien huye. ¿Acabaría de robar a alguien? Mientras Nora le observaba, el vagabundo llegó a la esquina de la calle Ochenta y ocho, se paró un momento y desapareció por la esquina, no sin antes lanzar una última mirada.

El corazón de Nora dio un salto. Era Fearing. Estaba casi segura: la misma cara alargada, el mismo cuerpo larguirucho, los mismos labios finos, el mismo pelo rebelde, la misma sonrisita insinuante…

Se apoderó de ella un miedo paralizador, que con la misma rapidez dio paso a una rabia brutal.

—¡Eh! —gritó, echando a correr—. ¡Eh, tú! Se abrió camino por la acera. Al llegar a la cola del Waterworks, apartó a la gente sin contemplaciones.

—¡Cuidado, señora!

¡Oiga!

Se soltó y siguió corriendo. Dio un tropiezo, pero se levantó y reanudó la persecución, girando por la esquina. La calle Ochenta y ocho iba hacia el este, larga, poco iluminada, entre gingkos y casas antiguas sin luz. Desembocaba en la explosión de luz de la avenida Amsterdam, con sus bares y restaurantes con pretensiones.

Justo en aquel momento, una silueta oscura llegaba a la avenida y ponía de nuevo rumbo al centro.

Nora corrió con todas sus fuerzas, despotricando contra la debilidad y la torpeza debidas a la conmoción y la convalecencia. Al llegar a la esquina, contempló la avenida Amsterdam, llena también de noctámbulos.

Estaba allá, a media manzana, caminando deprisa, como si de repente supiera adonde ir.

Nora apartó a un hombre joven y siguió corriendo hasta alcanzar a la silueta.

—¡Eh, tú!

La silueta no se paró.

Nora esquivaba a los peatones, levantando el brazo.

—¡Para!

Le dio alcance justo antes de la calle Ochenta y siete. Cogió la tela sucia de su hombro, y al girarle le hizo perder el equilibrio. El se la quedó mirando con los ojos muy abiertos, atemorizados. Nora soltó la camisa y dio un paso hacia atrás.

—¿Qué pasa?

No, decididamente no era Fearing. Un simple yonqui.

—Perdone —masculló Nora—. Le he confundido con alguien.

—Déjame en paz.

El hombre se giró, murmurando «puta», y siguió dando tumbos por la avenida Amsterdam.

Nora miró a su alrededor como loca, pero el auténtico Fearing ya no estaba (suponiendo que hubiera estado alguna vez). Se quedó quieta en medio de la multitud, con los labios temblando, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar la respiración.

Su mirada se detuvo en el bar más cercano, el Neptune Room, un local de marisco ruidoso y ostentoso, en el que nunca había entrado. Ni querido entrar. Ni previsto hacerlo.

Entró y se sentó en un taburete. Enseguida llegó el camarero.

—¿Qué le pongo?

—Un martini de Beefeater muy seco, sin hielo, con limón.

—Marchando.

Entre sorbo y sorbo a la enorme copa de líquido helado, se riñó por su conducta de psicópata. El sueño solo había sido eso, un sueño, y el vagabundo no era Fearing. Estaba muy afectada. Necesitaba serenarse y recomponer su vida lo mejor que pudiese.

Se acabó la copa.

—¿Cuánto es?

—Invita la casa. Y espero —dijo el barman, guiñándole un ojo— que ya no esté el demonio que ha visto antes de entrar.

Nora le dio las gracias. Al levantarse, sintió los efectos calmantes del alcohol. Demonio, había dicho el barman. Tenía que enfrentarse a sus demonios sin más dilación. Se estaba trastornando; veía cosas, y eso no podía tolerarlo. Ella no era así.

Solo tardó unos minutos en volver a su edificio. Cruzó la puerta muy deprisa, capeando otro alud de comentarios bienintencionados por parte del portero, y subió al ascensor. Poco después estaba delante de su puerta. Metió la llave, abrió y palpó la pared, buscando el interruptor, que encontró inmediatamente.

Tras girar dos veces la llave, y correr el pestillo recién instalado, miró a su alrededor. Todo estaba en perfecto orden, limpio, brillante y repintado. Deprisa, pero metódicamente, registró el piso entero, incluidos los armarios y el hueco de debajo de la cama. Luego abrió las cortinas de la sala de estar y el dormitorio, y volvió a apagar la luz. El resplandor de la ciudad oscureció el apartamento, prestando una textura suave y traslúcida a las superficies.

Ahora ya estaba segura de poder pasar la noche, y de luchar con sus demonios.

Siempre que no tuviera que mirar nada.

12

L
a camarera trajo lo que habían pedido: para D'Agosta, pastrami con pan de centeno y salsa rusa, y para Laura Hayward, uno de beicon, lechuga y tomate.

—¿Más café? —preguntó.

—Sí, por favor. —D'Agosta la vio llenar la taza. Parecía agobiada. Luego se giró hacia Hayward—. Y así estamos.

Había invitado a comer a la capitana Hayward para ponerla al día sobre la investigación.

Hayward ya no era capitana en homicidios. La habían trasladado a la oficina del jefe de policía, donde esperaba un ascenso sustancioso. D'Agosta pensó entristecido que si alguien se lo merecía era ella.

—¿Qué, lo has leído? —le preguntó.

Hayward echó un vistazo al periódico que le había traído él.

—Sí.

D'Agosta sacudió la cabeza.

—¿No te parece increíble que impriman esto? Ahora nos llaman todo tipo de memos diciendo que han visto algo, nos llueven anónimos que hay que investigar, recibimos llamadas telefónicas de videntes y lectores de tarot… Ya sabes cómo se pone esta ciudad siempre que sale una noticia rara. Y ahora mismo es lo que menos nos conviene.

En los labios de Hayward apareció una vaga sonrisa.

—Lo entiendo.

—Y encima la gente se cree esta basura. —D'Agosta apartó el periódico y bebió un poco más de café—. Bueno… ¿qué opinas?

—¿Tenéis cuatro testigos presenciales que afirman que el asesino es Fearing?

—Contando a la mujer de la víctima, cinco. Nora Kelly. —La conoces, ¿no?

—Sí. También conocía a Bill Smithback. No muy ortodoxo en sus métodos, pero buen reportero. Qué tragedia.

D'Agosta dio un mordisco al sándwich. El pastrami era fino, la salsa caliente… Justo como le gustaba. Siempre que se agobiaba por un caso, parecía que empezase a comer demasiado.

—Pues entonces —dijo ella—, o es Fearing, o alguien disfrazado de él. O está muerto, o no está muerto. Así de fácil. ¿Tenéis algún resultado de ADN?

—En el lugar del delito apareció sangre de dos personas, Smithback y alguien todavía sin identificar. Hemos conseguido muestras de ADN de la madre de Fearing, y ahora mismo las estamos comparando con la sangre no identificada. —Hizo una pausa, sin saber si explicarle la manera inusual con la que habían puesto en marcha los análisis. Prefirió no hacerlo. Podía ser ilegal, y ya sabía lo quisquillosa que era Hayward en ese sentido—. Si no era Fearing, la cuestión es la siguiente: ¿qué sentido tiene esforzarse tanto para parecerse a él? Hayward bebió un poco de agua. —Buena pregunta. ¿Qué piensa Pendergast? —¿Desde cuándo se sabe lo que piensa? De todos modos, te digo una cosa: aunque no lo reconozca, le interesan mucho todas las chorraditas vudú que aparecieron en el lugar del crimen. Les está dedicando mucho tiempo. —¿Lo que decían en el artículo?

—Sí, las lentejuelas, las plumas atadas y una bolsita de pergamino llena de polvo.


Grisgris
—murmuró Hayward. —¿Cómo?

—Amuletos vudú para ahuyentar el mal. Y a veces para infligirlo.

—Por favor, que estamos hablando de un psicópata. El crimen no podría haber sido más desorganizado, ni peor planeado. En la grabación de la cámara de seguridad parece drogado.

—¿Quieres saber mi opinión, Vinnie?

—Ya sabes que sí.

—Exhumad el cadáver de Fearing.

—En eso estamos.

—Yo también me informaría de si últimamente se molestó alguien por algún artículo de Smithback.

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