La Danza Del Cementerio (9 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

—Vete a la puta mierda —fue la respuesta.

D'Agosta se levantó.

—Eso es una amenaza violenta, Kline. A un policía. —Se tocó las esposas—. Se cree muy listo, pero se ha pasado de la raya.

—Vete a la puta mierda, D'Agosta —repitió la voz.

D'Agosta se dio cuenta de que no lo había dicho Kline. Era una voz algo distinta. Tampoco procedía de detrás del escritorio, sino del otro lado de una puerta, en la pared del fondo. —

¿Quién ha sido? —dijo D'Agosta.

Se había enfadado tanto y tan deprisa, que notó que temblaba.

—¿Eso? —contestó Kline—. Ah, Chauncy.

—Dígale que salga ahora mismo.

—No puedo.

—¿Qué? —dijo D'Agosta, apretando los dientes.

—Está ocupado.

—Vete a la puta mierda —dijo la voz de Chauncy.

—¿Ocupado?

—Sí, comiendo.

D'Agosta fue a la puerta sin decir nada más y la abrió de golpe.

Al otro lado había una salita casi tan pequeña como un armario. No contenía nada más que una percha de madera en forma de T, alta hasta el pecho, en la que se apoyaba un enorme loro de color salmón. Tenía una nuez del Brasil en una garra. Miró al teniente con afabilidad, escondiendo coquetamente su enorme pico entre las plumas, y erizando un poco la cresta en un gesto de interrogación.

—Teniente D'Agosta, le presento a Chauncy —dijo Kline.

—Vete a la puta mierda, D'Agosta —dijo el loro.

D'Agosta dio un paso. El loro pegó un grito ensordecedor, soltó la nuez y batió sus anchas alas, echando plumas y pelusa a D'Agosta mientras se le levantaba del todo la cresta.

—Mire qué ha hecho —dijo Kline, con suave tono de reproche—. No le ha dejado comer.

D'Agosta volvió sobre sus pasos, respirando con agitación. De pronto comprendió que no podía hacer nada, absolutamente nada. Kline no había cometido ninguna infracción. ¿Qué podía hacer, esposar a una cacatúa de las Molucas y llevársela al centro? Sería el hazmerreír en jefatura. Había que reconocer que lo tenía todo pensado, el muy capullo. La mano de D'Agosta se crispó, arrugando la carta. Era una frustración angustiosa.

—¿Cómo sabe mi nombre? —murmuró, quitándose una pluma de la chaqueta.

—Ah, eso… —dijo Kline—. Es que hace un rato Chauncy y yo… hablábamos de usted.

Al subir al ascensor para ir al vestíbulo, D'Agosta miró a Pendergast. El agente especial temblaba, parecía que de risa conté da. D'Agosta apartó la vista, ceñudo. Finalmente Pendergast reportó y carraspeó.

Creo, querido Vincent dijo, que podría ir pensando obtener la orden de registro con la mayor celeridad posible.

14

C
aitlyn Kidd aparcó frente al Museo de Historia Natural de Nueva York, al otro lado de la calle, en una zona exclusiva para autobuses. Antes de bajar cubrió el salpicadero con el
West
Sider
del día anterior, dejando perfectamente a la vista el titular y la firma. Entre eso y la identificación de prensa, tal vez se evitara la segunda multa en dos días.

Cruzó Museum Drive a paso rápido, respirando el gélido aire otoñal. Eran las cinco menos cuarto. Tal como sospechaba, vio salir a varias personas del enorme edificio por una puerta sin rotular. Iban muy decididos, con bolsas y maletines. Empleados, no visitantes. Se acercó a la puerta, esquivándoles.

Al otro lado había un pasillo estrecho, que llevaba a un control de seguridad. Un par de vigilantes con cara de aburrimiento dejaban pasar a quienes enseñaban sus identificaciones del museo. Caitlyn hurgó en el bolso y sacó su acreditación de prensa.

Se acercó y se la enseñó al vigilante.

—Esto solo es para empleados —dijo él.

—Soy del
West Sider
—contestó ella—. Estoy escribiendo un artículo sobre el museo.

—¿Tiene cita?

—Me han concertado una entrevista con… —Miró de reojo la identificación de un conservador que acababa de cruzar el control. Tardaría como mínimo unos minutos en llegar a su despacho—. El doctor Prine.

—Un momento. —El vigilante consultó un listín telefónico, descolgó el teléfono, marcó un número y dejó que sonara. Después miro a Caitlyn con ojos de sueño—. No está. Tendrá que esperar aquí.

—¿Puedo sentarme?

Caitlyn señaló un banco, a unos diez metros. El vigilante titubeó.

—Es que estoy embarazada, y no me dejan estar mucho tiempo de pie. —Siéntese.

Caitlyn cruzó las piernas y abrió un libro, sin perder de vista el puesto de vigilancia. Llegó un grupo de empleados, que se amontonó en la entrada para el turno de noche. Parecían conserjes. Aprovechando que los vigilantes estaban muy ocupados mirando pases y marcando nombres, Caitlyn se levantó y se unió a los trabajadores que ya habían pasado por el control.

La sala que buscaba estaba en el sótano. Cinco minutos de búsqueda por Internet la habían provisto de un plano del museo para empleados. Era un verdadero laberinto de pasillos que se cruzaban entre sí, como una conejera, sin letreros ni nada; aun así, nadie le pidió explicaciones, ni dio muestras de fijarse en ella. Preguntando a quien tenía que preguntar, acabó llegando a un pasillo largo y poco iluminado en cuyas paredes se sucedían cada seis o siete metros puertas con ventanas de cristal esmerilado. Lo recorrió despacio, fijándose en los nombres de las puertas. Flotaba un olor no del todo agradable, que no supo reconocer.

Algunas puertas estaban abiertas, lo que dejaba al descubierto aparatos de laboratorio, despachos aprovechados al máximo y, curiosamente, tarros de animales en formol y fieras de aspecto peligroso disecadas y montadas.

Se paró frente a una puerta donde ponía
KELLY, N.
Estaba entreabierta. Oyó voces.

Después vio que era una sola: Nora Kelly, al teléfono.

Se acercó un poco más, escuchando.

—No puedo, Skip —decía la voz—. Ahora no puedo volver a casa.

Una pausa.

—No, no es por eso. Si me voy ahora a Santa Fe, igual nunca vuelvo a Nueva York. ¿No te das cuenta? Además, necesito averiguar como sea qué ha pasado, y buscar al asesino de Bill.

Ahora mismo es lo único que me permite ir tirando.

Demasiado personal. Caitlyn abrió un poco más la puerta, carraspeando. El laboratorio estaba muy lleno, pero no desordenado. Había una mesa con fragmentos de cerámica al lado de un ordenador portátil, y en una esquina de la mesa, una mujer con un teléfono en la mano, mirándola. Era delgada, atractiva, con el pelo (cobrizo) por debajo de los hombros, y una mirada de angustia en sus ojos de color marrón claro.

—Skip —dijo—, tengo que colgar. Ya te llamaré. Sí. Vale, esta noche. —Colgó y se levantó de detrás de la mesa—. ¿Quería algo?

Caitlyn respiró hondo.

—¿Nora Kelly?

—Sí, soy yo.

Sacó la acreditación del bolso y la enseñó.

—Soy Caitlyn Kidd, del
West Sider.

Nora Kelly se puso roja de golpe.

—¿La que ha escrito aquella porquería?

Su tono rebosaba rabia y pena.

—Señora Kelly…

—¡Menuda obra maestra! Con otra igual, hasta puede que le hagan una oferta los del
Weekly
World News.
Le aconsejo que se vaya, antes de que llame a seguridad.

—¿Ha llegado a leer el artículo? —se apresuró a decir Caitlyn.

La cara de Nora delató un titubeo. Caitlyn estaba en lo cierto.

No se lo había leído.

—Era un buen artículo, con datos, imparcial. Los titulares no los escribo yo. Lo único que hago es informar.

Nora dio un paso. Caitlyn retrocedió instintivamente. Nora la escrutó un momento, con los ojos encendidos. Después volvió a la mesa y cogió el teléfono.

—¿Qué hace? —preguntó Caitlyn.

—Llamar a seguridad.

—No llame, por favor, señora Kelly.

Nora acabó de marcar el número y esperó a que sonara. —Se está perjudicando a sí misma. Yo puedo ayudarla a buscar al asesino de su marido.

—¿Oiga? —dijo Nora al teléfono—. Soy Nora Kelly, del laboratorio de antropología.

—Las dos queremos lo mismo —susurró Caitlyn—. Por favor, déjeme que le explique cómo puedo ayudarla. ¡Por favor!

Silencio. Nora se la quedó mirando, hasta que dijo por teléfono:

—Perdone, me he equivocado de número. Apoyó despacio el auricular en la base. —Dos minutos —dijo.

—Vale. Nora… ¿Puedo llamarte Nora? Yo conocía a tu marido. ¿Te lo comentó alguna vez?

Coincidimos en varios actos periodísticos, ruedas de prensa y lugares del delito. A veces por la misma noticia, aunque… para mí, aprendiz de reportera de un periódico basura como el
West Sider
, era bastante difícil hacerle la competencia al
Times
. Nora no dijo nada.

—Bill era buena persona. Te repito que las dos tenemos el mismo objetivo: encontrar al que le asesinó. Las dos tenemos recursos especiales a nuestra disposición, y deberíamos aprovecharlos. Tú le conocías mejor que nadie, y yo tengo un periódico. Podríamos poner nuestros talentos en común y ayudarnos. —Aún estoy esperando a que me expliques cómo. —

¿Sabes el artículo que estaba preparando Bill, el de los derechos de los animales? Me lo comentó hace unas semanas. Nora asintió.

—Sí, ya se lo he dicho a la policía. —Vaciló—. ¿Crees que tiene algo que ver?

—Por intuición te diría que sí, pero aún no tengo bastante información. Explícame algo más.

—Iba de todo aquello de los sacrificios de animales de Inwood.

Dio mucho que hablar, pero después se fue apagando el interés; menos el de Bill, que lo tenía en la recámara y no dejó de buscar nuevos enfoques.

—¿Te contó muchas cosas?

—Solo me dio la impresión de que algunas personas no estaban muy contentas con que le interesara el tema; pero bueno, tampoco es nada nuevo. Lo que más feliz le hacía era incordiar, sobre todo a los antipáticos. Y a los que hacían daño a los animales les odiaba más que a nadie. —Nora echó un vistazo a su reloj—. Quedan treinta segundos, y aún no me has dicho cómo puedes ayudarme.

—Yo nunca me canso de investigar. Pregúntaselo a cualquiera de mis colegas. Sé manejármelas con la policía, los hospitales, las bibliotecas, el archivo del periódico… Con mi acreditación de periodista puedo entrar en más sitios que tú. Puedo dedicarme al tema día y noche, veinticuatro horas al día y siete días por semana. Es verdad que busco una noticia, pero también quiero vengar a Bill.

—Se te han acabado los dos minutos.

—Vale, pues ya me voy, pero te voy a pedir una cosa, tanto por mi bien como por el tuyo. —

Caitlyn se dio unos golpecitos en la cabeza—. Busca sus apuntes sobre el artículo, el de los derechos de los animales, y enséñamelos. Ten en cuenta que los reporteros nos cuidamos entre nosotros. Yo tengo tantas ganas como tú de llegar hasta el fondo. Ayúdame, Nora.

Sin decir más, sonrió un poco, entregó a Nora su tarjeta, se giró y salió del laboratorio.

15

E
l Rolls cruzó una verja entre muros de falso ladrillo, cuyas hojas estaban decoradas con hiedra de plástico, grapada al azar. Entre la hiedra había un letrero que informaba a los visitantes de que habían llegado al cementerio de Whispering Oaks. El muro delimitaba un césped verde bordeado de robles recién plantados, que se aguantaban con cables. Estaba todo nuevo, inacabado. El cementerio en sí estaba prácticamente vacío. D'Agosta vio las costuras de las placas de césped. En un rincón se agolpaba media docena de lápidas gigantes de granito pulido. En medio de la pradera se erguía un panteón de color hueso, severo y sin encanto.

Proctor condujo el Rolls por el camino asfaltado, hasta frenar a la altura del edificio. Pese a ser otoño, delante del panteón había un largo macizo de flores. Al salir del coche, D'Agosta tocó una de ellas con el pie.

Plástico.

Miraron el aparcamiento.

—¿Y los demás? —preguntó D'Agosta, mirando su reloj—. Habíamos quedado a las doce.

—¿Señores?

Era alguien salido de detrás del panteón, como un fantasma. D'Agosta quedó sorprendido por su aspecto: delgado, con un traje negro de buen corte y un color de piel más blanco de lo normal. Se acercó deprisa, cruzando obsequiosamente las manos por delante, y se detuvo frente a Pendergast.

—¿En qué puedo servirle?

—Venimos por los restos de Colin Fearing.

—Ah, sí, pobre, el que enterramos hace… ¿dos semanas? —Sonrió efusivamente, mirando a Pendergast de los pies a la cabeza—. Usted debe de ser del ramo. ¡Siempre reconozco a los de nuestro ramo!

Pendergast hundió lentamente una mano en el bolsillo.

—Sí, sí —dijo el hombre—, ya me acuerdo del entierro. Pobre, solo estaba su hermana, y el sacerdote. Me sorprendió, porque los jóvenes suelen tener mucho poder de convocatoria.

Bueno, ¿de qué funeraria son, y en qué puedo atenderles?

Finalmente, la mano de Pendergast sacó una cartera de piel de su bolsillo. La levantó, dejando que se abriera por su propio peso.

El hombre se la quedó mirando.

—¿Qué… qué es esto?

—Por desgracia no somos «del ramo», por usar su simpática expresión.

El hombre palideció todavía más, sin decir nada.

D'Agosta se acercó y le tendió un sobre.

—Venimos por la orden judicial de exhumación de Colin Fearing. Aquí están todos los papeles.

—¿Exhumación? Yo no sabía nada.

—Se lo comenté anoche a un tal señor Radcliffe.

—Pues a mí el señor Radcliffe no me ha dicho nada. Nunca me dice nada.

El hombre levantó la voz, quejoso.

—Lo siento mucho —dijo D'Agosta, recayendo en el mal humor que tenía desde el asesinato—.

Bueno, vamos allá.

Se notaba que el hombre estaba asustado. Parecía que se bamboleara sin mover los pies.

—Siempre hay una primera vez, señor…

—Lille, Maurice Lille.

En ese momento apareció por el camino de entrada el furgón destartalado del forense, levantando una nube de humo azul.

Giró demasiado deprisa —D'Agosta no entendía que siempre tuvieran que conducir como locos— y frenó con un leve chirrido, balanceándose con mala suspensión. Dos técnicos con mono blanco fueron a la parte trasera, abrieron las puertas y sacaron una camilla, sobre la que depositaron una bolsa vacía de cadáveres. Después se acercaron por el aparcamiento, empujando la camilla. —¿Dónde está el tieso? —berreó el más delgado, un chico pecoso y pelirrojo. Silencio.

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