Read La Danza Del Cementerio Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Policíaca,
—Parece que de momento se quedarán donde están. Han prometido no sacrificar más animales.
—Y esperemos que no creen más zombis. No me sorprendería que Bossong, en vez de ser la presencia maléfica que suponíamos, se convirtiera con el tiempo en una especie de influencia rehabilitadora en la Ville. Percibí una tensión entre él y el alto sacerdote.
—Al zombi le mató Bossong —dijo D'Agosta—. Al final, cuando estaba a punto de matarnos.
—¿De verdad? Me reconforta. Digamos que su heroicidad no corresponde exactamente al perfil de un verdadero creyente, el cual jamás mataría al vehículo de sus propios dioses. —
Pendergast miró a Hayward—. A propósito, capitana, quería decirle cuánto lamento que se la hayan saltado para el equipo especial del alcalde.
—Pues no lo lamente. —Hayward se apartó el pelo negro—. La verdad, creo que me beneficia haber perdido la oportunidad, porque ahora dicen que el equipo especial sí que será la pesadilla burocrática que juraban todos que nunca sería. Hablando del tema, ¿se acuerda de nuestro amigo Kline, el desarrollador de software? Pues parece que se arrepentirá de haber coaccionado al jefe de policía. Acabo de enterarme de que el FBI tenía pinchado el teléfono de Rocker, y que grabó la llamada de chantaje. Lo pagarán caro los dos. Kline está acabado.
—Lástima. Rocker no era mala persona.
Hayward asintió.
—Lo hizo por buenos motivos: el Fondo Dyson. Resulta un poco trágico, aunque un efecto secundario es que me voy del departamento de jefatura y recupero mi puesto de capitana de homicidios.
Se hizo el silencio dentro de la habitación.
D'Agosta habló atropelladamente.
—Oiga, Pendergast, quería disculparme por lo estúpido que he sido al arrastrarle a la Ville, hacer que le pegaran un tiro y estar a punto de que mataran a Nora. Algunas idioteces ya había hecho yo, pero esta se lleva la palma.
—Querido Vincent —murmuró Pendergast—, si no hubiéramos entrado en la Ville, yo no habría encontrado la tumba saqueada; tampoco habría visto el apellido Esteban, y… ¿qué habría pasado? Pues que Nora estaría muerta, y Esteban sería el nuevo Donald Trump. Conque ya ve que su «idiotez» ha sido decisiva para resolver el caso.
D'Agosta no sabía muy bien qué contestar.
—Ahora, si no le importa, Vincent, descansaré.
Al salir de la habitación del hospital, D'Agosta se giró hacia Hayward.
—¿Qué es eso de los historiales minuciosos de todas las personas vinculadas a la investigación?
Hayward no solía mostrarse tan avergonzada.
—Tampoco podía quedarme cruzada de brazos, mientras te dejabas enredar por Pendergast, así que… empecé a investigarlo por mi cuenta. Solo un poco.
D'Agosta sintió una extraña mezcla de emociones: cierta irritación al pensar que pudieran tener que sacarle las castañas del fuego, y la gran satisfacción de que ella le tuviese en bastante consideración como para dar ese paso.
—Siempre me estás cuidando —dijo.
La respuesta de Hayward fue pasarle un brazo por el suyo.
—¿Tenías planes para comer?
—Sí. Te invito.
—¿Dónde?
—¿Qué te parece Le Cirque?
Le miró con cara de sorpresa.
—¡Uau! Dos veces en un año. ¿Qué se celebra?
—Nada. Que estoy con una señora muy especial.
En ese momento les paró en el pasillo un hombre mayor. D'Agosta se quedó pasmado al verle.
Era bajo y rechoncho, vestido como si acabara de salir del Londres de principios de siglo: chaqué negro, clavel blanco en el ojal y bombín inmaculado.
—Disculpen —dijo—, ¿la habitación de la que acaban de salir ustedes es la que ocupa Aloysius Pendergast?
—Sí —dijo D'Agosta—. ¿Por qué?
—Tengo que entregarle una carta.
En efecto, la tenía en la mano: elegante papel crema, de aspecto artesanal. Llevaba escrito el apellido de Pendergast en la parte delantera, en caligrafía ancha.
—Tendrá que volver en otro momento para dársela —dijo D'Agosta—. Pendergast está descansando.
—Le aseguro que esta carta querrá verla de inmediato.
El hombre se dispuso a pasar de largo, siguiendo su camino hacia la habitación.
D'Agosta le retuvo por el hombro.
—¿Se puede saber quién es? —preguntó.
—Me llamo Ogilby. Soy el abogado de la familia Pendergast. ¿Me permite?
Levantando la mano de D'Agosta con la suya (enfundada en un guante de color leonado), hizo una reverencia, saludó a Hayward con el sombrero y entró en la habitación de Pendergast.
La pequeña lancha motora surcaba sin dificultad las aguas cristalinas del lago Powell. Era un día frío y despejado de principios de abril, en que el aire de Arizona tenía la limpidez de la colada recién hecha. El sol de mediodía bañaba con su luz anaranjada las grandes paredes de arenisca del Grand Bench. Al final de una curva apareció detrás de la lancha la proa de la meseta de Kaiparowits, morada bajo el sol, salvaje, lejana, inaccesible.
Nora Kelly estaba al timón, con el pelo corto alborotado por el viento. Los acantilados devolvían suavemente el eco del motor, mientras hervía el agua a ambos lados del casco, navegando por un mundo mágico de piedra. Flotaba en el aire un perfume de cedros y arenisca caliente. Mientras la lancha se movía en el silencio, digno de una catedral, un águila real planeó al borde de los cañones, con un grito lejano.
Nora bajó el acelerador, reduciendo casi al mínimo la velocidad de la lancha. Tras la siguiente curva apareció la boca de un cañón estrecho' e inundado: el cañón del Serpentine, dos paredes lisas de arenisca roja con un sendero de agua verde en medio.
Puso rumbo a él. El ruido del motor se hizo más fuerte y enclaustrado. Fiel a su nombre, el cañón daba vueltas y más vueltas, como una carretera rural. Dentro el aire era más fresco, por no decir frío. Nora veía su aliento en el aire gélido. A menos de dos kilómetros de la boca del cañón, la lancha llegó a un lugar especialmente hermoso, con una pequeña catarata que rebotaba sinuosamente por un canal de piedra, creando un microcosmos de helechos y musgos, y pasando junto a un grupo retorcido de pinos en miniatura que crecían lateralmente en una hendidura de la roca. Nora apagó el motor y dejó la embarcación a la deriva, escuchando el ruido de la cascada y aspirando el perfume de los helechos y del agua.
Se acordaba como si fuera ayer de aquel lugar tan mágico. Casi cinco años antes, durante la expedición a Quivira, su barco había pasado junto a la misma catarata. Bill Smithback, a quien había conocido el día antes, le había hecho señas desde la borda.
—¿Ves aquello, Nora? —había dicho, sonriendo, mientras le daba un codazo—. Es donde se lavan las hadas sus alas de tul. Es la ducha de las hadas.
Era la primera vez que la sorprendía con su lirismo, perspicacia, sentido del humor y amor a la belleza, haciendo que Nora se fijase más en él, desconfiando de su primera impresión.
También era posible que marcase el inicio de su enamoramiento.
Nora había vuelto a Nuevo México hacía dos semanas, de resultas del ofrecimiento de un puesto de conservadora en el Instituto Arqueológico de Santa Fe. Se había pasado la última semana en casa de su hermano Skip, recabando información sobre el puesto y hablando con el presidente y la dirección del museo. Aceptarlo dependería de obtener financiación para la expedición a Utah que ya tenía planeada para el siguiente verano. Skip la había apoyado muchísimo, encantado como estaba de poder devolverle el favor de hacía unos años, cuando Nora le había ayudado a rehacer su vida.
Pero había otra razón para el viaje, una razón más íntima. A grandes rasgos, Nora estaba digiriendo bien el horror de la muerte de Bill. Nueva York (los restaurantes y parques favoritos de ambos, y hasta el propio piso) había dejado de asustarla. El pasado ya era otro cantar. No sabía cómo la afectarían los cañones del suroeste, sitios como Page, donde se habían conocido, el propio lago Powell, o el inexplorado interior, donde habían buscado la ciudad mítica de Quivira. Sentía la necesidad de volver a explorar aquella zona, quizá como parte de la reconciliación con sus fantasmas. Mientras la lancha navegaba sin motor cañón arriba, empezaron a salir recuerdos a la superficie, envueltos en un velo melancólico de tiempo que los hacía más agridulces que dolorosos. Bill quejándose a gritos de que le hubiera mordido su caballo, Huracán. Bill protegiéndola con su propio cuerpo de una inundación sorpresa. Bill, recortado en la intensa luz de las estrellas, cogiéndole la mano. Tales eran los recuerdos que le devolvía aquella tierra mágica, y Nora se lo agradecía.
La lancha se paró casi del todo, flotando en el espejo de agua. Nora se agachó para coger una pequeña urna de bronce. Despegó del borde el sello de papel y quitó la tapa. Después volcó la urna por la borda, sacudiéndola para hacer caer al agua unos cuantos puñados de ceniza. Tras entrar en contacto con el agua, se sumergieron despacio en las profundidades de color de jade.
Nora los vio disolverse en una columna turbulenta, que se hizo más borrosa al hundirse.
Finalmente desaparecieron.
—Adiós, querido amigo —dijo en voz baja.
Nombre: | Aloysius X. L. Pendergast. |
Profesión: | Agente especial del FBI. |
Vehículo: | Rolls Royce Silver Wraith de 1959. |
Aficiones: | Los trajes italianos hechos a medida, los zapatos confeccionados a mano en los talleres londinenses de John Lobo, y la alta cocina elaborada con los ingredientes más selectos. |
Residencias: | Un apartamento en el mítico edificio Dakota, en Manhattan, y una mansión de estilo BeauxArts en Harlem. |
Genealogía: | Hijo de Linnaeus e Isabella, ambos fallecidos en un incendio, Aloysius tiene un hermano menor llamado Diógenes Dagrepont Bernoulli Pendergast, tan brillante como depravado. |
Queremos dar las gracias a las siguientes personas, por sus muchas y diversas atenciones: Jaime Levine, Jamie Raab, Kim Hoffman, Kallie Shimek, Mariko Kaga, Jon Couch, Claudia Rülke, Eric Simonoff, Matthew Snyder y todos los que nos ayudan a llevar nuestros libros hasta el lector, pertenezcan o no a Grand Central Publishing.
Estamos profundamente agradecidos a todas las personas que han participado en la construcción de la web sobre Pendergast de Corrie Swanson, incluidos Carmen Elliott, Nadine Waddell, Cheryl Deering, Ophelia Julien, Sarah Hanley, Kathleen Munsch, Kerry Opel, Maureen Shockey y Lew Lashmitt. Brindamos con un vaso de Lagavulin de veintiún años por su talento excepcional y su buen gusto literario.
Y como siempre, nuestra gratitud infinita y perdurable a nuestras familias, por su amor y su apoyo.
Los lectores que conozcan la parte alta de Manhattan tal vez observen que nos hemos tomado algunas libertades con Inwood Hill Park.
Huelga decir que todas las personas, lugares, organismos públicos y privados, empresas y entidades oficiales e instituciones religiosas descritos en
La danza del cementerio
son ficticios o se usan de modo ficticio. Las ceremonias y creencias plasmadas en la novela, en concreto, son totalmente ficticias, y no tienen ninguna pretensión de parecerse, recordar o describir religiones o credos existentes.