La Danza Del Cementerio (48 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

—Cuidado —susurró—. En el centro de la sala hay un pozo muy hondo. Péguense a las paredes.

Justo cuando empezaban a internarse entre las pilas mohosas de libros con encuadernación de piel, y de muebles antiguos y deshechos, se oyó un fuerte siseo al otro lado. En el mismo momento en que D'Agosta se giraba y levantaba la linterna, la cosa salió disparada de la oscuridad y se les echó encima abriendo mucho su roñosa boca y levantando sus negras uñas rotas para cortar y desgarrar. Hayward levantó la pistola, pero la cosa se abalanzó sobre ella en un abrir y cerrar de ojos, tirándola al suelo, mientras el arma salía disparada. Sin hacer caso del dolor de su antebrazo roto, D'Agosta saltó sobre la criatura y le dio varios puñetazos, que pasaron inadvertidos. La cosa, mientras tanto, aumentaba la presión en el cuello de Hayward entre incesantes gritos de placer sanguinario: —¡Aihu! ¡Aihu! ¡Aihu!

De pronto el almacén se llenó de una fuerte luz naranja. D'Agosta se giró. En la otra puerta estaba Bossong, levantando con una de sus manos una enorme antorcha. Tenía la cara ensangrentada, pero no había perdido nada de su porte imponente, casi regio.


Arret!
—exclamó su voz profunda, reverberando por la estancia subterránea.

El ser se paró a mirar hacia arriba, y se encogió, girando su ojo amarillento.

D'Agosta reparó en que la pistola de Hayward solo estaba a unos centímetros de los pies del líder de la comunidad. Quiso lanzarse a por ella, pero Bossong la recogió enseguida, y les apuntó.

—¡Bossong! —exclamó D'Agosta—. ¡Ya basta!

El líder de la Ville siguió apuntándoles con la pistola, sin decir nada.

—¿En esto consiste su religión? ¿En este monstruo?

—Este «monstruo» —dijo Bossong, escupiendo la palabra— es nuestro protector.

—¿Y les «protege» así? ¿Intentando matar a un policía de servicio?

La mirada de Bossong saltó de D'Agosta al zombi, y de Hayward a D'Agosta.

—¡Ella no ha hecho nada! ¡Ya basta!

—Ha invadido nuestra comunidad y ha profanado nuestra iglesia.

—Ha venido a rescatarme, y a rescatar a estas otras personas.

—D'Agosta miró con insistencia al líder—. Siempre le he considerado como un fanático sanguinario que disfruta matando animales por alguna perversión retorcida. Vamos, Bossong, demuéstreme que me equivoco. Es su oportunidad. Demuéstreme que es algo más. Que su religión es algo más.

Al principio Bossong no se movió. Después se irguió en toda su estatura y se giro hacia el zombi.

—C'est suffice! —exclamó—. N'estce envoipas!

La cosa profirió un gemido inarticulado y baboso. Al mirar hacia arriba, en dirección al sacerdote, borboteó saliva en su garganta. Aflojó un poco la presión en el cuello de Hayward, que se soltó, tosiendo y recuperando la respiración. D'Agosta la ayudó a levantarse. Se apartaron juntos.

—¡Esto se tiene que acabar! —dijo Bossong—. Tiene que acabarse la violencia.

El hombre cosa sufría convulsiones, angustiado por la indecisión. Miró a Hayward, luego a Bossong, y otra vez a ella. D'Agosta vio que sucumbía de nuevo a una loca avidez. Se agazapó y saltó hacia Hayward.

Entre las cuatro paredes, la detonación fue ensordecedora. Alcanzado en pleno salto, el ser giró sobre sí mismo y cayó al suelo. Después, con un aullido de dolor y de rabia animal, se puso a cuatro patas, derramando sangre por otra herida en el costado, y empezó a arrastrarse (cada vez más deprisa, con una determinación nueva y horrible) hacia Bossong. La siguiente bala dio en la barriga. Se encogió, emitiendo horribles gárgaras. Lo increíble fue que intentó volver a levantarse, manando sangre por las heridas y la boca muy abierta, pero la tercera bala dio en el pecho. Se cayó otra vez al suelo, rodando, temblando y agitándose de forma incontrolable. D'Agosta intentó cogerlo, pero era demasiado tarde: entre contorsiones y gruñidos espantosos, la cosa se cayó por el borde del pozo, derrumbándose sobre él en un espasmo. Emitió un sonido gutural, entre gárgara y grito, que (tras un segundo angustiosamente largo) acabó en una tenue zambullida.

Bossong bajó lentamente la pistola, que humeaba.

—Y así se acaba, tal como empezó —dijo—. En la oscuridad.

84

E
steban entró en la celda y se paró. ¿Por cuál empezaba? Pero, como no era de los que tardaban mucho en decidirse, pasó por encima del cadáver de la joven y se acercó resueltamente a la forma ensangrentada del agente del FBI. Se merecía especialmente morir.

«¡Pero si ya está muerto! —se dijo, con una sonrisa irónica—. O casi.» Lo iba a dejar todo hecho una porquería, y el ruido de la pistola en el espacio cerrado le haría zumbar los tímpanos.

Repasó mentalmente los pasos a seguir, mientras volvía a llenar el cargador. Tendría que enterrar su propia ropa junto con los cadáveres y las pistolas. Hasta ahí todo bien. Con medios químicos tan potentes como los que manejaban los expertos en pruebas, la sangre ya no se podía erradicar, pero se podía tapiar toda la estancia, sin que quedase un solo indicio de su existencia. Podía meter ahí todos los cadáveres. En los próximos días tal vez viniera alguien a meter las narices buscando al agente del FBI. Hasta era posible que hubiera dejado dicho adonde iba. Sin embargo, no había ninguna prueba de su llegada: ni coche, ni barca, ni nada.

Cerró el cargador, metió una bala en la recámara y levantó la pistola con una mano, mientras usaba la otra para enfocar cuidadosamente la linterna en el bulto inmóvil.

Recibió el golpe por detrás: un mazazo tremendo en el cogote. Al momento siguiente tenía encima a alguien, como un mono; dos manos como garras, clavadas en la cara, y un dedo hurgando al borde de una órbita hasta hincarse en ella, y en el propio globo ocular. La explosión de dolor le hizo gritar, mientras daba vueltas para quitarse de encima a su atacante; mientras lo estiraba con una mano, usó la otra para disparar a tontas y a locas, provocando una serie tremenda de detonaciones. La linterna se cayó ruidosamente al suelo. Les engulleron las tinieblas.

Su cerebro, anonadado de sorpresa y de dolor, fue un rato a tientas, sin comprender nada.

Finalmente lo entendió: era la chica. Chilló, sacudiéndose y dando manotazos sin ver nada, pero la intensa presión con que se hundían los dedos no cejó, hasta que sintió que se salía de la órbita el globo ocular, con un ruido viscoso de succión; fue algo tan atroz y doloroso, que por un momento perdió toda su capacidad de pensamiento racional.

Se cayó gritando al suelo, con un fuerte impacto que (esta vez sí) hizo caerse a la chica, aunque al rodar, e intentar apuntar hacia atrás con la pistola, Esteban se dio cuenta de que había otra persona peleándose con él. El agente del FBI, seguro. Le quitaron el arma mediante una fuerte patada. Dio puñetazos sin mirar adonde. Al soltarse, se levantó y corrió. Primero chocó contra la pared; después la siguió a tientas, desesperadamente, mientras tenía la impresión de oír en todas partes los jadeos de sus atacantes.

¡La puerta! La cruzó dando tumbos y corrió en la oscuridad, aturdido y desorientado, rebotando como una bola de flíper por los decorados, las paredes y las puertas; perdida cualquier orientación por el dolor y el pánico, tropezó por el bosque de cacharros en un esfuerzo por huir. La chica y el agente del FBI. ¿Cómo habían sobrevivido? Supo la respuesta nada más preguntárselo… y echó pestes contra su estupidez, monumental, colosal. Mientras corría, sentía que cada movimiento hacía trazar un doloroso arco a su globo ocular, que estaba suelto, colgando del nervio óptico.

¡La Browning! Se había olvidado de la segunda pistola. Metió una mano en el cinturón, y se giró con el arma en la mano para disparar hacia sus perseguidores. La respuesta tardó poco en llegar: una detonación de un Cok, y el impacto de una bala de gran calibre que le salpicó de astillas al agujerear un decorado cerca de su oreja.

¡De qué poco! Se giró y siguió corriendo como loco por los decorados viejos, intentando recuperar la orientación. Les oía perseguirle, dando traspiés. Disparar otra vez a oscuras solo serviría para ofrecer mejor blanco.

Al chocar con algo, se dio cuenta de que su desesperación por escapar le había hecho dar la vuelta. ¿Dónde demonios estaba? ¿Qué decorado era? Una pared de yeso… El relieve de los sillares… ¿La torre del castillo? ¡Sí, tenía que serlo! Volvió a meterse la pistola en el cinturón y escaló a tientas hacia las almenas. Un poco más, solo un poquito más… Llegó al final de las almenas, saltó al otro lado y aterrizó en lo que parecía una rampa. ¿Qué era? Había previsto encontrarse junto al sarcófago de piedra falsa del faraón egipcio Raneb, pero aquello no tenía nada que ver. ¿Habría ido en dirección contraria? Le daba vueltas la cabeza, por el dolor y el esfuerzo de intentar orientarse entre el sinfín de decorados. Subió a gatas por la rampa, tropezó, se cayó y se quedó jadeando en una plataforma de madera. Si esperaba muy quieto, sin hacer nada de ruido, tal vez no le encontrasen. No, qué tontería; seguro que le encontrarían, y al encontrarle… Tenía que salir. Tenía que llegar a algún sitio donde pudiera enfrentarse con ellos. O correr.

Les oía moverse por la oscuridad, buscándole cerca de las almenas.

El brusco revés de todas sus esperanzas le llenaba de una pena y un dolor apabullantes. Había que resignarse: tal como estaban las cosas, la única opción que le quedaba era huir. Tal vez a México, o a Indonesia, o a Somalia… Pero lo primero era salir de aquella negra cárcel, y que le curasen el ojo. Se incorporó, y al notar el roce de una cuerda en la cara, la cogió y empezó a subir a pulso; pero de pronto la cuerda cedió, y Esteban oyó un extraño silbido sobre su cabeza. Décimas de segundo después, comprendió lo que había hecho, qué cuerda había estirado, pero ya era demasiado tarde, y su mundo acabó de repente con un clac corto y brusco.

Nora oyó un ruido de fricción, seguido por otro sibilante, y por la aparición de una luz amarilla y temblorosa. Pendergast tenía un trozo retorcido de periódico en una mano, con llamas en la punta. En el suelo de cemento había un cartucho abierto, de donde había sacado la cordita para encender fuego.

—Venga a ver esto —dijo el inspector, sin fuerzas.

Tendió la mano. Nora se la cogió. Le dolía todo el cuerpo. Parecía que se le hubieran roto todas las costillas de la espalda por la fuerza de los disparos, y tenía la cabeza como un bombo a causa de la conmoción. No estaba acostumbrada al peso del chaleco antibalas de Pendergast, que le había pasado el agente en la oscuridad de la celda, para que se lo pusiera debajo de la bata de hospital. Al rodear un lienzo viejo de castillo medieval, se encontró una guillotina, con la cuchilla caída, y un cuerpo de bruces en la plataforma; y abajo, en la carreta, una cabeza recién cortada. La cabeza de su carcelero, con un ojo muy abierto de sorpresa, y el otro horriblemente destrozado, colgando de un grueso nervio.

—Dios mío…

Se tapó la boca con una mano.

—Mírelo bien —dijo Pendergast—. Es el culpable del asesinato de su marido y de Caitlyn Kidd; el hombre que mató a Colin Fearing y Martin Wartek, y que ha intentado matarnos a usted y a mí.

Nora se quedó boquiabierta.

—¿Por qué?

—Un drama coreografiado casi a la perfección, aunque quizá fuera más indicado hablar de guión. El motivo final lo sabremos cuando encontremos cierto documento. —Pendergast hablaba tan bajo, susurraba tanto, que casi no se le entendía—. De momento hay que llamar una ambulancia. Cuando… cuando usted haya acabado.

Mirando fijamente aquella horrible escena, Nora se dio cuenta de que sí, de que sentía cierta lúgubre catarsis a través de la cortina de dolor. Dio media vuelta.

—¿Ya ha visto bastante?

Asintió con la cabeza.

—Tenemos que salir —dijo—. Usted está sangrando, y mucho.

—La tercera bala de Esteban no la ha parado el chaleco. Creo que me ha perforado el pulmón izquierdo.

Pendergast tosió, y le salió sangre por la boca.

Lentos y doloridos, iluminándose con la antorcha, cruzaron el sótano, subieron por la escalera y recorrieron el césped en penumbra hasta llegar a la mansión, en cuyo oscuro salón Pendergast ayudó a Nora a sentarse en un sofá, cogió el teléfono y marcó el 911.

Después se derrumbó inconsciente al suelo y ya no se movió, mientras su sangre formaba un charco cada vez mayor.

85

A
l llegar la noche, se hizo el silencio en el séptimo piso del hospital universitario de North Shore. Casi ya no se oían chirriar sillas de ruedas y camillas, ni los timbres y anuncios de los altavoces del box de enfermeras. Quedaba lo de siempre, lo que nunca paraba: silbido de pulmones artificiales, vagos ronquidos y murmullos, y pitidos de monitores de constantes vitales.

D'Agosta no oía nada. Llevaba dieciocho horas sentado en el mismo sitio, junto a la única cama de la habitación individual. Miraba el suelo fijamente, abriendo y cerrando su mano ilesa.

Vio moverse algo con el rabillo del ojo. Nora Kelly estaba en la puerta, con la cabeza vendada, y cinta y relleno en las costillas, debajo de la bata de hospital. Se acercó al pie de la cama.

—¿Cómo está? —preguntó.

—Igual. —D'Agosta suspiró—. ¿Y usted?

—Mucho mejor. —Nora titubeó—. ¿Y usted cómo se encuentra?

D'Agosta movió de un lado a otro su cabeza inclinada.

—Teniente, quería darle las gracias. Por haberme apoyado en todo momento. Por haberme creído. Por todo.

D'Agosta sintió que se ponía rojo.

—Yo no he hecho nada.

—Lo ha hecho todo. De verdad.

Sintió en el hombro el peso de la mano de Nora, que después se fue.

Cuando volvió a levantar la cabeza, habían pasado otras dos horas. Esta vez, quien estaba en la puerta era Laura Hayward, que al verle se acercó deprisa, le dio un tímido beso y se sentó en la silla de al lado.

—Tienes que comer algo —dijo—. No te puedes quedar sentado eternamente.

—No tengo hambre —contestó él.

Hayward se inclinó un poco más.

—Vinnie, no me gusta verte así. Cuando me llamó Pendergast y me dijo que estabas en el sótano de la Ville… —Hizo una pausa y le cogió la mano—. Me di cuenta de repente de que no soportaría quedarme sin ti. Escúchame. No puede ser que sigas echándote la culpa.

—Estaba demasiado cabreado. Si hubiera controlado mi rabia, a él no le habrían pegado un tiro. Es la verdad. Ya lo sabes.

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