La Danza Del Cementerio (45 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

Dio un paso hacia delante, y luego otro, moviendo los muslos lentamente, con una especie de premiosidad. Plock, clavado al suelo, no podía moverse ni apartar la mirada; ni siquiera podía hablar.

De pronto, en el silencio repentino, se oyó el roce de una tela. Bossong se arrodilló, inclinando la cabeza, y tendió las manos en un gesto suplicante.


Envoie
—dijo en voz baja, casi triste.

El hombre cosa corrió inmediatamente hacia la plataforma con un movimiento como de cangrejo, saltó sobre ella, abrió su boca pútrida y cayó sobre Plock.

Finalmente Plock recuperó la voz, e intentó gritar mientras el ser se cebaba en él, pero ya era demasiado tarde para que saliera algún sonido por su tráquea seccionada; expiró en un agónico silencio.

El final fue rápido, rapidísimo.

76

P
endergast movió la linterna de bolsillo por el sótano. El fino haz reveló un caos de objetos extraños, pero los soslayó, centrando su atención en la pared, consistente en bloques planos y bastos de granito, dispuestos en hileras, y bien unidos con mortero.

Se le tensaron las facciones al reconocerla.

Su atención se desplazó a los cachivaches de los que estaba atiborrado el sótano. Ante él se erguía un obelisco egipcio de yeso agrietado, que supuraba humedad, y estaba recubierto de una telaraña de moho. Al lado había una torreta truncada de castillo medieval, hecha de contrachapado podrido, con sus almenas y matacanes, a una escala aproximada de uno a diez, y junto a ella un montón de estatuas de yeso rotas, apiladas como leña, entre las que vio la Victoria
alada
y el
Laoconte,
en un amasijo de brazos, piernas y cabezas, y dedos rotos tirados por el suelo de cemento. Lo siguiente que reveló la luz fue un tiburón de fibra de vidrio, varios esqueletos de plástico, una reliquia tribal primitiva hecha de poliestireno y un cerebro humano de goma, al que le faltaba un trozo.

Había tantos trastos que resultaba difícil circular, y evaluar correctamente las dimensiones de los espacios subterráneos. Al moverse entre los fantasmagóricos montones de decorados de cine en desuso (que no de otra cosa se trataba, evidentemente), Pendergast mantuvo la linterna enfocada en el suelo, y se movió con la mayor rapidez y el máximo sigilo posibles. Aunque todo estuviera desperdigado sin ningún indicio de orden, tanto el atrezo como el suelo de cemento en el que se apoyaba estaban más limpios y con menos polvo de lo normal, señal de un interés excesivo por parte de Esteban.

La luz de la linterna saltó de un punto a otro, mientras Pendergast seguía internándose por el desbarajuste, puro Hollywood. Los espacios claustrofóbicos se extendían sin tregua bajo el suelo, una sala tras otra, rebasando la planta de la casa con toda suerte de extraños recovecos, llenos de decorados viejos en diversas fases de decrepitud y deterioro, y procedentes, por lo general, de las superproducciones históricas por las que se conocía a Esteban. Empezaba a tener la sensación de que era un sótano infinito; debía de corresponder a un edificio anterior, aún más grande que la mansión de Esteban, la cual ocupaba su sitio.

Esteban. Pronto llegaría a casa, si no lo había hecho ya. Pasaba el tiempo, un tiempo valiosísimo que Pendergast no podía permitirse derrochar.

Entró en el siguiente sótano, que parecía un antiguo ahumadero; ahora contenía una silla para la inmersión de brujas, una horca, una canga… y una guillotina de la Revolución francesa de un realismo espectacular, con la cuchilla a punto de caer, y varias cabezas de cera en la carreta: cabezas cortadas, con los ojos abiertos y las bocas fijadas en un grito.

Siguió adelante.

Al llegar al fondo del último sótano se acercó a una puerta de hierro oxidada. Estaba entreabierta. Al estirarla se llevó la sorpresa de que girase en silencio sobre goznes engrasados, a pesar de su peso. Delante había un túnel largo y estrecho, que se perdía en la oscuridad, y que a primera vista parecía excavado directamente en la tierra. Se acercó, tocó una pared… y descubrió que no era tierra, en absoluto, sino yeso pintado para que lo pareciese. Otro decorado de película, encajado en un túnel más antiguo, evidentemente.

Dedujo de su orientación que llevaba al granero; los túneles entre la casa y el granero eran algo habitual en las granjas del siglo XIX.

Enfocó la linterna en el oscuro pasadizo. En algunas partes, la falsa pared de yeso se había desconchado, revelando el mismo aparejo de bloques de granito con que se había construido el sótano de la casa, y que aparecía en el vídeo de Nora.

Se internó cautelosamente por el túnel, haciendo pantalla con la mano para atenuar la luz de la linterna. Si Nora estaba prisionera en algún punto de la finca (cosa de la que estaba seguro), tenía que ser en el sótano del granero.

Esteban entró en el granero por la puerta lateral, y caminó sin hacer ruido por el vasto espacio, que olía a heno y yeso viejo. Le rodeaban los decorados que tan asiduamente, y a tan alto precio, había coleccionado y guardado de sus muchas películas. Los conservaba por razones sentimentales que nunca había podido explicar. Estaban hechos deprisa y de cualquier manera, como todos los decorados de película, sin ninguna pretensión de que sobreviviesen al rodaje. Su deterioro estaba siendo rápido. Aun asiles tenía un gran cariño, hasta el punto de que no soportaba la idea de prescindir de ellos, y ver cómo los troceaban y se los llevaban. Se había pasado más de una tarde deliciosa paseando entre ellos con un brandy en la mano, tocándolos, admirándolos y recordando con cariño los días de gloria de su carrera.

Ahora estaban desempeñando una función inesperada: entorpecer al agente del FBI, manteniéndole ocupado y distraído a la vez que contribuían a esconder a Esteban y sus movimientos.

Sorteándolos, llegó hasta al fondo del granero, donde abrió la cerradura y los pestillos de una puerta de hierro. En la fresca oscuridad del otro lado, una escalera conducía a las amplias estancias subterráneas del granero, los antiguos almacenes de frutas y tubérculos, curaderas de queso, secaderos de carne y bodegas del hotel de lujo que había existido en aquellos terrenos.

Incluso aquellos espacios, los más profundos de toda la finca, rebosaban de decorados viejos; todos excepto el viejo almacén de carne que Esteban había vaciado para encarcelar a la chica.

Como un ciego por su casa, se abrió camino por el amontonamiento de viejos decorados sin molestarse en llevar una linterna, con movimientos seguros y confiados en la oscuridad. No tardó mucho tiempo en llegar a la boca del túnel que comunicaba el granero con la casa.

Entonces sí encendió una pequeña linterna LED de bolsillo, cuyo resplandor azulado le permitió distinguir los falsos muros de yeso y el encofrado sobrantes del rodaje de
Evasión de
Sing Sing,
película para la que había usado como escenario justamente aquel túnel, con el correspondiente y sustancioso ahorro. A unos seis metros de la boca del túnel, empotrado en la pared, había un panel de contrachapado en una de cuyas esquinas sobresalía una pequeña palanca de hierro en escuadra. Un rápido examen corroboró su buen estado. Era un mecanismo sencillo, que funcionaba sin electricidad, solo por la fuerza de la gravedad; en el mundo del cine los aparatos tenían que ser fiables y fáciles de manipular, pues de sobra era sabido que lo que podía romperse se rompía inevitablemente cuando estaban en marcha las cámaras, y por fin estaba sobria la estrella. No hacía ni un año que había probado por curiosidad el mecanismo (diseñado por él), descubriendo que funcionaba tan bien como el día del rodaje de la inmortal escena de evasión de la película con la que había estado a punto de ganar un Osear. A punto.

Apagó la linterna, acalorado al pensar en el Osear perdido, y escuchó. Sí. Oía débilmente los pasos del agente, cada vez más cerca. Estaba a punto de descubrir algo truculento. Y a partir de entonces… Naturalmente, ni toda la inteligencia del mundo podía preparar al pobre agente del FBI para lo que se le venía encima.

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L
arry R. Chislett, subcomisario del distrito norte de Washington Heights, estaba en el puesto central de control de Indian Road, con una radio en cada mano. Había sabido adaptarse a una situación sin precedentes, totalmente inesperada, dando muestras (consideraba él) de una rapidez y economía muy notables. ¿Quién podría haber previsto tal número de manifestantes, moviéndose con tanta rapidez, y con la precisión de un solo hombre? Aun así, Chislett había estado a la altura. De ahí lo trágico, para alguien tan probo como él, de hallarse rodeado de incompetentes e ineptos. Sus órdenes habían sido malinterpretadas, erróneamente ejecutadas, y hasta pasadas por alto. Realmente, el único adjetivo posible era trágico.

Cogió los prismáticos y los enfocó en la entrada de la Ville. Los manifestantes habían conseguido entrar, seguidos por los hombres de Chislett. Los partes eran caóticos, contradictorios; a saber qué estaría pasando de verdad. Él no habría tenido inconveniente en entrar, pero los jefes no debían exponerse al peligro. Podía haber escenas de violencia, y hasta algún asesinato. Todo era culpa de sus hombres, los que estaban en el lugar de los hechos. Así lo recalcaría en su informe.

Levantó la radio de su mano derecha.

—Posición de avanzada alfa —espetó al micrófono—. Posición de avanzada alfa. Suban a posición de defensa.

La radio crepitó y chisporroteó.

—¿Me oyen, posición de avanzada alfa?

—Aquí posición alfa —dijo una voz—. Confirmar la última orden, por favor.

—He dicho que suban a posición de defensa. —Era indignante—. Y en adelante les agradeceré que obedezcan mis órdenes sin pedirme que las repita.

—Solo quería asegurarme bien, señor —respondió la misma voz—, porque hace dos minutos nos ha conminado a que retrocediéramos, y…

—¡Usted haga lo que le digo!

Una figura con traje negro se desgajó del grupo de agentes que se arremolinaban sin orden ni concierto por el campo de béisbol, y corrió hacia Chislett. El inspector Minerva.

—Dígame, inspector —dijo él, esmerándose en que su voz irradiase un tono de mando y dignidad.

—Señor, estamos recibiendo partes de dentro de la Ville.

—Siga.

—Se ha producido un enfrentamiento considerable entre habitantes y manifestantes. Hemos recibido noticias sobre heridos, en algunos casos graves. Están poniendo patas arriba el interior de la iglesia. Las calles de la Ville se están llenando de residentes desplazados.

—No me sorprende.

Minerva titubeó.

—¿Qué ocurre, inspector?

—Señor, yo volvería a aconsejarle que tomase… medidas más firmes.

Chislett le miró.

—¿Medidas más firmes? ¿Pero qué dice, hombre?

—Con todo mi respeto, señor, cuando los manifestantes han empezado a marchar hacia la Ville le he aconsejado que pidiera unidades de refuerzo de manera inmediata. Necesitamos más hombres.

—Los efectivos son suficientes —dijo, irritado.

—También le he aconsejado que se movieran deprisa nuestros hombres, para tomar posiciones a lo largo del camino de la Ville y cerrar el paso a la manifestación.

—Pues es justo lo que he ordenado.

Minerva carraspeó.

—Señor… ha ordenado que todas las unidades mantuvieran sus posiciones.

—¡Yo eso no lo he ordenado!

—Aún no es demasiado tarde para que nos…

—Ya tiene sus órdenes —dijo Chislett—. Ejecútelas, por favor.

Miró con mala cara a su subordinado, que bajó la vista al suelo mascullando un sí, antes de regresar a paso lento con los demás policías. Incompetencia pura y dura. No se podía llamar de otra manera, francamente. Incompetencia, hasta en los que le habían parecido más dignos de su confianza.

Volvió a levantar los prismáticos. Vaya, qué interesante… Manifestantes saliendo de la Ville; primero pocos, pero cada vez más, corriendo por el camino con caras de miedo. Por fin les sacaban sus hombres. También había algunos con hábito y capucha, residentes de la Ville.

Todos se alejaban corriendo de las antiguas construcciones de madera, tropezando de pánico los unos con los otros, ansiosos por alejarse.

Muy bien, muy bien.

Bajó los prismáticos y levantó la radio.

—Llamando a posición de avanzada delta.

La radio tardó un poco en crujir.

—Aquí posición de avanzada delta, al habla Wegman. —Agente Wegman, los manifestantes empiezan a dispersarse —dijo Chislett con afectación—. Está claro que mi táctica va dando el resultado deseado. Quiero que usted y sus hombres empujen a los manifestantes hacia el campo de béisbol y la calle, a fin de que puedan ser dispersados en orden.

—Pero señor, si estamos en pleno parque, donde nos ha dicho que…

—Obedezca, agente.

Chislett cortó las protestas accionando el botón de transmisión. Sangre de horchata era lo que tenían todos. ¿Habría algún otro jefe en toda la historia de la agresión organizada que se hubiera visto afligido por una ineptitud tan monumental?

Bajó la radio con un suspiro descorazonado, y miró a los que salían de la Ville: primero un río, y después una marea.

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P
endergast iba por el túnel, sin alejarse del muro de su izquierda ni apartar la mano del fino haz de su linterna de bolsillo. A la vuelta de un recodo entrevió algo en la penumbra: un objeto largo y claro, tirado por el suelo.

Se acercó. Era una bolsa de plástico fuerte, con una cremallera en un lado, y rastros de barro, tierra y hierba, como si la hubieran arrastrado. Tenía impresas en un lado las palabras

«depósito de cadáveres de Nueva York», y un número.

Se arrodilló y cogió la cremallera. La deslizó despacio, intentando no hacer ruido. Su olfato fue agredido por un hedor insoportable a formol, alcohol y descomposición. El cadáver fue apareciendo hasta quedar a la vista. Pendergast corrió la cremallera hasta abrir la bolsa a medias. Después cogió los bordes de plástico y los separó, descubriendo la cara.

William Smithback Jr.

Se la quedó mirando mucho tiempo. Después abrió la cremallera hasta el final, casi con reverencia, y dejó a la vista el cadáver completo. Se encontraba en la peor fase de la descomposición. El cuerpo de Smithback había sido sometido a una autopsia, y recompuesto un día antes de su desaparición para ser entregado a la familia: reintroducción de los órganos en su lugar, cosido de la incisión en Y, cierre del cráneo, recolocación y sutura del cuero cabelludo, reparación de la cara… Todo bien metido y bien empaquetado. Era un trabajo tosco (los patólogos no se distinguían por su delicadeza), pero a partir de ahí algo podían hacer los de la funeraria.

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