La Danza Del Cementerio (11 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

Miró a su alrededor, con su arma improvisada a punto. A la izquierda se movían algunas láminas, como si las hubieran tocado hacía poco.

—¡Fearing!

Su voz reverberó por el enorme espacio, formando extraños ecos. Corrió hacia los plásticos que tenía más cerca y se metió entre ellos. Bajo la luz indefinida, los grandes esqueletos proyectaban sombras raras. Las láminas de plástico, sucias y rígidas, formaban un laberinto de cortinas que impedía ver a más de uno o dos metros. Nora casi no podía respirar, por culpa de la mezcla de tensión y rabia.

Levantó un brazo y apartó de golpe una cortina de plástico.

Nada.

Dio un paso hacia delante, apartando dos láminas seguidas. Ahora, a su alrededor, los plásticos se balanceaban sin parar, como si los esqueletos gigantes hubieran cobrado una vida inquieta.

—¡Sal, cerdo!

Un crujido. Vio moverse una sombra contra el plástico, deprisa. Se lanzó hacia delante, cilindro en mano.

Nada.

De repente ya no lo podía aguantar. Gritó y corrió, apartando cortinas y dibujando arcos con el tubo roto de cristal, hasta que se enredó en los pesados plásticos y tuvo que hacer un esfuerzo para liberarse. Cuando se le pasó el ataque, dio unos cuantos pasos, escuchando. Al principio solo oía sus propios jadeos. Luego distinguió con claridad un ruido a su derecha.

Corrió en aquella dirección, cortando el aire con el tubo, preparándose para volver a gritar.

Se paró en seco. En la niebla roja de su rabia se empezaba a infiltrar una voz más sensata.

Estaba cometiendo un disparate. Había dejado que la furia nublase su razón.

Se paró otra vez a escuchar. Un roce, una sombra fugaz, y más movimientos de láminas.

Giró en redondo y se quedó muy quieta, pasándose la lengua por los labios, que de repente estaban secos. En la penumbra, rodeada por un sinfín de grandes esqueletos tapados, se hizo una pregunta: ¿quién perseguía… y quién era perseguido?

Toda su rabia se diluyó de golpe y dejó paso al nerviosismo al entender su situación. Ante la imposibilidad de entrar en el laboratorio, Fearing la había hecho salir. Y ahora ella se dejaba meter en aquel laberinto.

De repente un cuchillo desgarró una dejas cortinas de plástico, haciendo un tajo por el que se introdujo una silueta. Nora se giró y atacó con la punta rota del tubo de cristal, que chocó de refilón. Un nuevo cuchillazo le arrancó el arma improvisada, que se rompió en el suelo.

Retrocedió sin poder apartar la vista.

Fearing tenía la ropa hecha jirones apestosos, rígidos de sangre seca. Un ojo lívido la miraba a ella. El otro, blanquecino, parecía muerto. Dientes negros y cariados erizaban la boca, muy abierta. El pelo estaba lleno de tierra y hojas; la piel, amarillenta, olía a tumba. Con una especie de bufido, o gárgara, dio un paso hacia Nora y dibujo un reluciente semicírculo con el cuchillo, aquel cuchillo que tan bien conocía ella.

Al esquivar el arma, Nora perdió el equilibrio y se cayó al suelo. Mientras se le acercaba la figura, cogió un trozo grande de cristal y se arrastró hacia atrás.

La boca se abrió al máximo, haciendo un ruido horrible, líquido.

—¡Vete de aquí! —chilló ella, poniéndose de pie con el cristal en la mano.

La figura dio tumbos, llenando el aire de torpes cuchilladas. Nora retrocedió, se giró y echó a correr por las láminas de plástico, en un intento de llegar al fondo de la sala. Seguro que había una puerta. A sus espaldas oyó un ruido de cortes en el plástico, el chirrido del cuchillo haciendo muescas en los huesos, como si gritase.

Graaarrrggg…
Era el ruido espantoso que hacía la figura al respirar entrecortadamente por la tráquea húmeda. Nora gritó de miedo y de consternación, creando extraños ecos en la vasta oscuridad.

Se había desorientado. Ya no estaba segura de seguir la dirección correcta. Jadeó, apartando plásticos. Al final volvió a enredarse, y se tiró ella misma al suelo. Desesperada, corrió a gatas bajo el susurrante balanceo de las láminas. Se había perdido del todo.

Graaarrrggg,
oyó resollar horrendamente por detrás.

Desesperada, se levantó debajo de la cubierta de plástico de un esqueleto colgado a poca distancia del suelo. Estirando los brazos, se aferró a una costilla de ballena y se introdujo a pulso en la caja torácica del animal, como por un monstruoso accesorio de parque infantil.

Trepó frenéticamente por los huesos resecos, que cedían y chocaban entre sí. Al llegar al final de la caja torácica, encontró una rendija entre dos costillas, bastante grande para dejarla pasar.

Hizo un agujero en el plástico con el trozo de cristal. Tras cruzar la rendija, y el agujero, subió a la espalda de la osamenta, y a pesar de su situación quedó hipnotizada por el singularísimo espectáculo: un mar de esqueletos de ballena de todos los tamaños, colgando a sus pies en todas las orientaciones posibles, montados tan cerca los unos de los otros que se tocaban.

El esqueleto en el que se apoyaba volvió a balancearse. Bajó la vista. Tenía a Fearing a sus pies, trepando por los huesos como en un parque infantil.

Gimiendo de miedo, echó a correr todo lo rápido que se atrevía por el esqueleto. Se agachó para saltar al siguiente, que empezó a balancearse de un lado a otro, con Nora aferrada a él.

Después corrió por toda la espina dorsal y saltó a otro esqueleto, el tercero, desde el que a duras penas distinguió una puerta al fondo de la sala.

«Por favor, que no esté cerrada con llave.» La horrenda figura apareció en un esqueleto, sacando la cabeza por un corte en el plástico. Corrió hacia el siguiente y saltó. Aunque sus movimientos fueran tan desgalichados, Nora se dio cuenta de que era más ágil de lo que pensaba. Subirse a los huesos solo había servido para darle ventaja.

Hizo otro agujero en el plástico y se dejó caer al suelo, por el que reptó con todas sus fuerzas hacia el fondo del almacén. Oía la persecución a trompicones de Fearing, cuyos horribles ruidos de succión se volvían cada vez más fuertes.

De repente salió del amasijo de huesos. Tenía la puerta delante, a treinta metros, como máximo; una puerta maciza y a la vieja usanza, sin teclado de seguridad. Corrió y agarró el pomo. Cerrada.

Se giró con un sollozo de contrariedad, pegando la espalda a la puerta, dispuesta a plantar cara hasta el último momento con su trozo de cristal.

Los esqueletos se mecían, crujiendo al final de las cadenas, mientras las cortinas de plástico, agitadas, rozaban el suelo sin parar. Nora esperó, preparándose como podía para la lucha final.

Pasó un minuto. Dos minutos. Fearing no aparecía. Poco a poco cesaron el roce y el vaivén de los esqueletos. El depósito. volvió a quedar en silencio.

Nora respiró dos veces, agitadamente. ¿Habría dejado de perseguirla? ¿Se habría ido?

Oyó chirriar una puerta al otro lado del depósito. Pasos arrastrados. Silencio.

No. No. No se había ido. —¿Quién hay? —dijo una voz, con el temblor de un nerviosismo mal disimulado—. ¡Salga!

Era un vigilante nocturno. Nora estuvo a punto de llorar de alivio. Fearing debía de haberse asustado al oír pasos. Aun así, contuvo la respiración. No podía dejar que la vieran, con el análisis del ADN en marcha.

—¿Hay alguien? —dijo el vigilante.

Era evidente que no quería internarse en aquel bosque de esqueletos de ballena. La débil luz de una linterna saltó por la penumbra.

—Ultimo aviso. Voy a cerrar con llave. A Nora le daba igual. Como conservadora, tenía el código de seguridad de la puerta principal. —Bueno, tú lo has querido. Pasos. Luces apagadas.

Un portazo.

Controló poco a poco su respiración. Arrodillada, escrutó la penumbra que se filtraba por la ventanilla de la puerta.

¿Seguiría Fearing en la sala, como ella? ¿Le estaría tendiendo una emboscada? ¿Qué quería, rematar lo que había dejado a medias en su piso?

Se puso a cuatro patas para meterse debajo de los plásticos, que ya no se movían. Iba despacio, haciendo el menor ruido posible, hacia la puerta principal. Cada pocos minutos se paraba a mirar y escuchar, pero no se oía nada, ni había ninguna sombra; solo los grandes huesos colgantes de ballena, en sus envoltorios. Al llegar al centro de los esqueletos, hizo una pausa en el trayecto. Había visto un brillo de cristales rotos. El resto de su arma improvisada, hecho pedazos. Divisó una franja oscura por el borde reluciente de un trozo grande. Conque sí le había dado a Fearing, y le había hecho un corte… Era sangre. Sangre de él.

Respiró un par de veces, intentando pensar con claridad. Luego, con dedos temblorosos, sacó una de las probetas que se había guardado en el bolsillo. Tras romper el precinto con cuidado, cogió el trozo de cristal, lo decantó en el líquido y tapó otra vez la probeta.

Pendergast le había dado muestras de ADN de la madre de Fearing, y el ADN mitocondrial de una madre siempre era idéntico al de su hijo. Ahora podría hacer pruebas con el ADN de Fearing, comparándolo directamente con el ADN desconocido del lugar del delito.

Con la probeta en el bolsillo, se deslizó sin hacer ruido hacia la puerta, que se abrió en respuesta al código. La cerró rápidamente y se fue por el pasillo hacia el laboratorio de PCR, con las piernas temblando. Ni rastro de Fearing. Tras introducir el código en el teclado, entró en el laboratorio, activó la cerradura y apagó la luz del techo. Ya acabaría el trabajo con la propia luz de los aparatos.

El termociclador estaba en pleno proceso. Nora, cuyo corazón seguía acelerado, puso el tubo de la sangre de su agresor al lado de los demás, para el siguiente ciclo.

Mañana por la noche sabría con certeza si era Fearing quien había matado a su marido, e intentado matarla dos veces a ella.

18

D'
Agosta entró en la sala de espera del anexo del depósito de cadáveres, con la precaución de respirar por la boca. Detrás iba Pendergast, que tras un vistazo general se acomodó felinamente en una de las feas sillas de plástico que se alineaban contra la pared, junto a una mesa llena de revistas manoseadas.

D'Agosta dio una vuelta a la sala, y luego otra. El depósito de cadáveres de Nueva York le traía recuerdos horribles. Sabedor de que se le iba a grabar en la memoria otra experiencia (tal vez la peor de todas), le irritaba la frialdad innatural de Pendergast. ¿Cómo podía mantener aquella despreocupación? Al mirarle, vio que leía
Mademoiselle
con patente interés.

—¿Para qué lee eso? —le preguntó, malhumorado.

—Hay un artículo muy instructivo sobre primeras citas que salen mal. Me recuerda uno de mis casos, una primera cita especialmente aciaga que acabó en asesinato y en suicidio.

El agente sacudió la cabeza y siguió leyendo.

D'Agosta dio otra vuelta por la habitación, cruzando con fuerza los brazos.

—Siéntese, Vincent. Use el tiempo constructivamente.

—Odio este sitio. Odio cómo huele. Odio todo lo que se ve.

—Le comprendo perfectamente. Aquí las señales de mortalidad son… digamos que difíciles de soslayar. «Pensamientos demasiado profundos para el llanto», como dijo Wordsworth.

Con un ruido de papel, el agente retomó su lectura. Pasaron algunos minutos atroces, hasta que finalmente se abrió la puerta del depósito. Detrás estaba Beckstein, uno de los patólogos.

«Menos mal», pensó D'Agosta. Habían conseguido a Beckstein para la autopsia. Era uno de los mejores, y (sorpresa) una persona casi normal.

Beckstein se quitó los guantes y la mascarilla, y los tiró a una papelera.

—Teniente, agente Pendergast… —Les saludó con la cabeza, sin tender la mano. En el depósito de cadáveres no se estilaba darla—. Me tienen a su disposición.

—Doctor Beckstein —dijo D'Agosta, tomando la iniciativa—, gracias por tomarse el tiempo de hablar con nosotros. —Es un placer.

—Háganos un resumen, pero con poca jerga, por favor. —Con mucho gusto. ¿Quieren observar el cadáver? Todavía lo está manipulando el prosector. A veces es útil para ver… —

No, gracias —dijo rotundamente D'Agosta. Al darse cuenta de que Pendergast le miraba, pensó resueltamente: «Que se joda».

—Como prefieran. El cadáver presentaba catorce heridas completas o parciales de cuchillo, pre mórtem, algunas en las manos y los brazos, varias en la base de la espalda, y la última a través del corazón, con entrada anterior y posterior. Si quieren les doy un esquema…

—No hace falta. ¿Alguna herida post mórtem?

—No. Después de la última, en el corazón, la muerte fue casi instantánea. El cuchillo penetró horizontalmente, entre la segunda y la tercera costillas, en un ángulo descendente de ochenta grados respecto a la vertical, invadiendo el atrio izquierdo y la arteria pulmonar, y seccionando el cono arterioso encima del ventrículo derecho, con el resultado de una exanguinación masiva.

—Ya me hago una idea.

—Sí.

—¿Usted diría que el asesino hizo lo justo para matar a la víctima, pero no más?

—Sí, es una afirmación que concuerda con los datos.

—¿Arma?

—Una hoja de veinticinco centímetros de longitud y cinco de anchura, muy rígida; probablemente un cuchillo de cocina de alta calidad, o de submarinismo.

D'Agosta asintió con la cabeza.

—¿Algo más?

—Según el análisis toxicológico, la tasa de alcohol en sangre estaba dentro de los límites permitidos. No había drogas, ni tampoco otras sustancias externas. En cuanto al contenido del estómago…

—Eso ahórremelo.

Beckstein vaciló. D'Agosta vio algo en sus ojos: incertidumbre, desazón.

—¿Qué? —dijo—. ¿Algo más?

—Sí. Todavía no lo he escrito en el informe, pero al equipo forense se le pasó por alto algo bastante raro.

—Siga.

El patólogo volvió a vacilar.

—Me gustaría enseñárselo. No lo hemos movido… todavía.

D'Agosta tragó saliva.

—¿Qué es?

—Déjeme que se lo enseñe, por favor. Es que no puedo… miren, la verdad es que no sabría describirlo.

—Por supuesto —dijo Pendergast, avanzando—. Vincent, si prefiere usted esperar aquí…

D'Agosta sintió que su mandíbula se tensaba.

—No, voy con ustedes.

Siguieron al técnico al otro lado de la doble puerta de acero, a una gran sala con baldosas y luz verde. Después de coger mascarillas, guantes y batas de los dispensadores que había cerca, se los pusieron y pasaron a una de las salas de autopsias.

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