Read La Danza Del Cementerio Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Policíaca,
Al descorrerse la cortina, quedó a la vista una figura oscura envuelta en harapos y cubierta de manchas oscuras. Tenía el pelo pegajoso y despeinado. Nora aguantó la respiración. Ante sus ojos, la figura giró lentamente la cabeza para mirarla. De su boca abierta brotó un ruido gutural, como el de un desagüe.
Nora encontró el botón y empezó a pulsarlo frenéticamente. La figura puso los pies en el suelo y esperó un momento, como si tuviera que recuperarse, y se levantó con gran dificultad.
Durante un minuto se bamboleó en la penumbra. Después dio un paso corto, casi experimental, hacia ella. En ese momento, su cara quedó expuesta a la luz del dintel de la puerta y Nora tuvo la visión brevísima de unas facciones borrosas y abotargadas, hinchadas, húmedas. Tanto aquellas facciones como la torpeza de los movimientos despertaron en Nora la angustiosa sensación de que le resultaban familiares. Al siguiente paso, un brazo tembloroso se tendió hacia ella…
Nora gritó y se protegió con las manos, echándose hacia atrás para que no la alcanzara y enredándose los pies en la sábana. Gritó y pulsó el botón mientras intentaba desenredarse.
¿Por qué tardaban tanto las enfermeras? Finalmente se soltó, con un estirón brutal. Entonces bajó de la cama y, al tropezar con la percha del gotero, se cayó al suelo en una nube de horror y pánico…
Tras un largo momento de niebla y confusión, oyó pasos y voces. Se encendieron las luces y una enfermera se inclinó hacia ella y la levantó con suavidad, susurrándole palabras tranquilizadoras al oído.
—No pasa nada —dijo la voz—. Tenías pesadillas.
—¡Estaba aquí! —exclamó Nora, intentando soltarse—. ¡Aquí mismo!
Quiso levantar un brazo para señalar, pero la enfermera la sujetaba con suavidad y firmeza.
—Voy a meterte otra vez en la cama —dijo—. Después de una conmoción es muy normal tener pesadillas.
—¡No! ¡Le juro que era real!
—Lo parecía, claro, pero tranquila, que ya no pasa nada.
La enfermera la acostó y la tapó.
—¡Mire! ¡Detrás de la cortina!
Le dolía mucho la cabeza, tanto que casi no podía pensar.
Otra enfermera llegó corriendo con una jeringuilla lista.
—Ya, ya lo sé, pero estáte tranquila, que ahora está todo bien…
La enfermera le pasó un paño fresco por la frente, suavemente. Nora sintió un pinchazo en la parte superior del brazo. Llegó otra enfermera, que levantó el gotero.
—Detrás de la cortina…, en la cama…
Notó que se le relajaba todo el cuerpo, sin poder evitarlo.
—¿Aquí? —preguntó la enfermera, levantándose. Apartó la cortina con la mano, mostrando una cama muy bien hecha, tersa como la piel de un tambor—. ¿Lo ves? Solo era un sueño.
Nora se acostó, sintiendo un gran peso en sus brazos y sus piernas. Al final no era real.
La enfermera se inclinó para alisar la sábana, remetiéndola en los bordes de la cama. Nora vislumbró cómo la segunda enfermera colgaba una nueva botella de solución salina y colocaba la vía en su sitio. Parecía todo muy lejano. Estaba cansada. Tan cansada… Pues claro que había sido un sueño. De repente ya no le importaba, y pensó que era maravilloso que no le importase nada…
V
incent D'Agosta se detuvo en la puerta abierta de la habitación del hospital para llamar con timidez. El sol de la mañana entraba a raudales en el pasillo, haciendo brillar los relucientes aparatos que se sucedían al pie de las paredes de baldosas.
No se esperaba una voz tan enérgica.
—Adelante.
Entró, algo incómodo, y tras dejar su gorra en la única silla, tuvo que recogerla para sentarse. No se le daban bien esas cosas. Se atrevió a mirarla, y se llevó una sorpresa. En vez de una viuda malherida, angustiada y en pleno duelo, que era lo que esperaba, se encontró a una mujer de una serenidad más que notable. Tenía los ojos rojos, pero brillantes, y resueltos.
Las únicas señales del ataque de dos noches antes eran la venda que cubría parcialmente su cabeza y un resto de morado en el ojo derecho.
—Lo siento tanto, Nora… pero tanto, joder… —dijo D'Agosta, pero le falló la voz.
—Bill le consideraba un buen amigo —contestó ella despacio, midiendo cada palabra, como si supiera qué decir, pero en el fondo no lo comprendiese.
Una pausa.
—¿Usted cómo se encuentra? —preguntó D'Agosta, dándose cuenta de lo insulsas que sonaban sus palabras.
La respuesta de Nora fue sacudir la cabeza y preguntar lo mismo.
—¿Y usted? ¿Cómo se encuentra?
D'Agosta fue sincero.
—Hecho polvo.
—Él se alegraría de que… lo lleve usted.
Asintió con la cabeza.
—A mediodía pasará el doctor y, si va todo bien, ya deberían dejarme salir.
—Nora, lo primero que quiero que sepa es que encontraremos al miserable que lo hizo; y cuando le encontremos, le encerraremos y tiraremos la llave.
Nora no contestó.
D'Agosta se frotó la calva.
—Para eso tengo que hacerle unas preguntas más.
—Adelante. La verdad es que hablar… ayuda.
—De acuerdo. —Vaciló—. ¿Está segura de que era Colin Fearing?
Nora le miró sin alterarse.
—Tan segura como de que ahora estoy aquí, en esta cama. Sí, sí que era Fearing.
—¿Le conocía bien?
—En el vestíbulo siempre me miraba de manera indecente. Una vez me pidió salir aun sabiendo que estaba casada. —Se estremeció—. Un cerdo de armas tomar.
—¿Mostraba algún indicio de inestabilidad mental?
—No.
—Cuénteme lo de cuando le pidió… mmm… salir.
—Coincidimos en el ascensor; mientras subíamos se me plantó delante, con las manos en los bolsillos, y con su acento británico meloso me preguntó si me apetecía ir a su casa a ver sus grabados.
—¿Grabados, dijo? ¿En serio?
—Supongo que le parecía irónico.
D'Agosta sacudió la cabeza.
—¿Le había visto en las últimas… dos semanas, pongamos?
Nora no contestó enseguida. Parecía hacer un esfuerzo de memoria. D'Agosta se compadeció de ella.
—No. ¿Por qué lo pregunta?
Aún no era el momento de decírselo.
—¿Tenía novia?
—Que yo sepa, no.
—¿Y a su hermana? ¿La vio alguna vez?
—Ni siquiera sabía que tuviera una hermana.
—¿Fearing tenía algún amigo íntimo? ¿Tal vez algún otro pariente?
—No le conozco bastante para contestar a eso. Parecía un poco solitario. Tenía horarios raros; es que era actor, y trabajaba en el teatro, ¿sabe?
D'Agosta consultó su bloc, donde tenía anotadas algunas preguntas de rutina.
—Solo un par de formalidades, para dejar constancia. ¿Cuánto tiempo llevan casados usted y Bill?
No tuvo valor para decirlo en pasado.
—Era nuestro primer aniversario.
D'Agosta intentó mantener un tono tranquilo y neutro. Notaba obstruida la garganta y tragó saliva.
—¿Cuánto tiempo hace que Bill trabaja para el
Times
?
—Cuatro años. Antes estuvo en el
Post.
Y antes de eso trabajaba por su cuenta, escribiendo libros sobre el museo y el acuario de Boston. Ya le mandaré su curriculum… —Nora bajó mucho la voz—. Si quiere.
—Gracias. Me iría muy bien. —D'Agosta hizo unas anotaciones y volvió a mirarla—. Nora, lo siento pero se lo tengo que preguntar. ¿Tiene alguna idea de por qué lo hizo Fearing?
Nora negó con la cabeza.
—¿No había roces ni rencores?
—Que yo sepa, no. Fearing era un simple vecino de nuestro edificio.
—Ya sé que son preguntas difíciles, y le agradezco… —Lo difícil, teniente, es saber que Fearing sigue suelto. Usted pregunte todo lo que tenga que preguntar.
—Vale. ¿Cree que su intención era acosarla? —Puede ser, pero eligió el momento menos oportuno. Entró en el piso justo después de que me fuera yo. —Nora titubeó—. ¿Le puedo hacer una pregunta, teniente? —Claro.
—¿Verdad que a esas horas de la noche era previsible que estuviéramos los dos en casa?
Pero él solo llevaba un cuchillo.
—Exacto, solo un cuchillo.
—Si entras en una casa y crees que te encontrarás con dos personas, no te vas solo con un cuchillo. Hoy en día es muy fácil conseguir una pistola.
—Tiene toda la razón. —¿Entonces? ¿A usted qué le parece?
D'Agosta le había dado muchas vueltas.
—Buena pregunta. ¿Está segura de que era él?
—Es la segunda vez que me lo pregunta.
D'Agosta sacudió la cabeza.
—Solo quería cerciorarme.
—Pero le están buscando, ¿no?
—¡Pues claro, mujer!
«Sí, en la tumba.» Ya habían empezado con el papeleo de la exhumación.
—Casi he terminado. ¿Bill tenía enemigos?
Por primera y única vez, Noras se rió, pero sin ganas, con un bufido ronco y triste.
—¿Un reportero del
New York Times
? ¡Cómo no!
—¿Alguno en especial?
Pensó un momento.
—Lucas Kline.
—¿Quién?
—Uno que tiene una empresa de software aquí, en Nueva York. Le gusta follarse a las secretarias, y luego las intimida para que no hablen. Bill escribió un artículo de denuncia sobre él.
—¿Y por qué lo destaca?
—Le mandó una carta a Bill. Con amenazas.
—Me gustaría verla, si es tan amable.
—Por supuesto, aunque Kline no es el único. Bill también estaba escribiendo unos artículos sobre derechos de los animales… He hecho una lista mentalmente. Y luego están aquellos paquetes tan raros…
—¿Qué paquetes?
—El último mes recibió dos. Cajitas con cosas raras. Muñequitas de franela. Huesos de animales, musgo, lentejuelas… Cuando vuelva a casa… —La voz de Nora se quebró, pero carraspeó y siguió obstinadamente—. Cuando vuelva a casa, repasaré sus recortes y seleccionaré todos los artículos recientes que pudieran ofender a alguien. Debería usted hablar con su editor del
Times
para saber en qué estaba trabajando últimamente.
—Ya le tengo en mi lista.
Nora guardó un minuto de silencio, mirando a D'Agosta con sus ojos rojos y resueltos.
—Teniente, ¿a usted no le da la impresión de que fue un asesinato especialmente torpe?
Fearing entró y salió sin pensar en los testigos, ni disfrazarse, ni esquivar las cámaras de seguridad.
Era otro tema sobre el que D'Agosta había reflexionado mucho: ¿realmente Fearing podía ser tan tonto? Suponiendo que hubiera sido él, naturalmente…
—Aún queda mucho por aclarar.
Nora sostuvo su mirada un poco más, luego bajó la vista y contempló la sábana.
—¿El apartamento aún está precintado?
—No, desde las diez de la mañana ya no.
Titubeó.
—Me dan el alta esta tarde y… y… quiero volver lo antes posible.
D'Agosta lo entendió.
—Ya he pedido que preparen el… que lo preparen para cuando vuelva. Hay una empresa que lo hace sin que haya que avisar con demasiada antelación.
Nora asintió y giró la cabeza.
Era el momento de irse. D'Agosta se levantó.
—Gracias, Nora. La mantendré informada. ¿Me avisará si se le ocurre algo más? ¿Me mantendrá al corriente? Nora volvió a asentir, sin mirarle. —Y acuérdese de lo que he dicho: encontraremos a Fearing.
Le doy mi palabra.
E
l agente especial Pendergast se deslizó en silencio por el largo pasillo central a media luz de su piso de la calle Setenta y dos Oeste. Atrás fueron quedando una elegante biblioteca, una sala con óleos renacentistas y barrocos, una caja fuerte climatizada (llena hasta el techo de vinos de reserva en botelleros de teca) y, por último, un salón con sillones de cuero, alfombras caras de seda y terminales directamente conectados con media docena de bases de datos de las fuerzas del orden.
Era la zona pública del piso de Pendergast, aunque no la hubieran visto más de diez o doce personas. Ahora se dirigía a la zona privada, que solo conocían él y Kyoko Ishimura, la asistenta sordomuda que vivía en el piso y lo cuidaba.
A lo largo de bastantes años, a medida que salían a la venta los dos pisos adyacentes, Pendergast los había comprado e incorporado al suyo. Ahora su residencia se extendía por casi toda la fachada de la calle Setenta y dos del Dakota, e incluso de una parte de la de Central Park Oeste: una fortaleza inmensa y laberíntica, pero extremadamente privada.
Al llegar al final del pasillo, abrió la puerta de lo que parecía un armario aunque no lo era: en la pequeña habitación del otro lado solo había otra puerta en la pared del fondo. Tras desactivar los dispositivos de seguridad, abrió la puerta y penetró en los aposentos privados.
También los cruzó deprisa, saludando con la cabeza a la señorita Ishimura, que estaba en la gran cocina preparando sopa de tripas de pescado en una encimera profesional. Como todos los espacios del Dakota, la cocina tenía el techo más alto de lo normal. Finalmente, Pendergast llegó al final de otro pasillo y a otra puerta de apariencia inofensiva. Él iba al otro lado, al tercer apartamento, el sanctasanctórum al que ni siquiera la propia señorita Ishimura casi nunca accedía.
Abrió la puerta de otra habitación con dimensiones de armario, aunque esta vez al fondo no había otra puerta sino un
shoji,
una división corredera de madera y paneles de papel de arroz.
Cerró la puerta, se acercó al
shoji
y lo apartó con suavidad.
Detrás había un jardín muy tranquilo. En el aire, ya denso de aromas a pino y eucalipto, flotaba el sonido de un chorrito de agua y el canto de los pájaros. La luz era tenue e indirecta y sugería la llegada del anochecer. En un verde receso zureaba una paloma.
De ahí partía un estrecho sendero de piedras planas, flanqueado por faroles de piedra, que serpenteaba entre macizos de plantas perennes. Tras cerrar el
shoji,
Pendergast pasó por encima del margen de guijarros y se internó por el sendero. Era un
uchiroji,
el jardín interior de una casa de té; un lugar de gran intimidad, casi secreto, que exudaba calma y fomentaba el ánimo contemplativo. Pendergast llevaba tanto tiempo disfrutando de él que casi ya no sabía valorar su singularidad: un jardín completo y autónomo dentro de un gran edificio de pisos de Manhattan.
Al otro lado, entre los arbustos y los diminutos árboles, podía vislumbrarse una sencilla cabaña de madera sin ningún tipo de decoración. Pendergast pasó junto a la refinada fuente hacia la entrada del salón de té y volvió a apartar el
shoji.