Read La Danza Del Cementerio Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Policíaca,
Poco después, lo único que quedaba por desenterrar era el cráneo, que seguía hundido boca abajo en la tierra. Pendergast lo desprendió con una pequeña navaja, junto con la mandíbula, y lo extrajo todo como una sola unidad, a la que dio la vuelta con la cuchilla de la navaja. —
Mierda.
D'Agosta dio un paso hacia atrás. La boca de la calavera estaba cerrada, pero el espacio de detrás de los dientes, donde había estado la lengua, contenía una sustancia terrosa, de color verde muy claro. Delante había un hilo enroscado, con una punta trabada entre los dientes.
Pendergast cogió el hilo, lo miró y lo guardó cuidadosamente en una probeta. Después se inclinó con precaución, olió el cráneo, cogió una pizca de polvo y lo frotó entre el pulgar y el índice. —Arsénico. Llenaron la boca y cosieron los labios. —Madre mía… ¿Y qué sentido tiene un suicida estrangulado, con un cuchillo en la espalda y la boca cosida, llena de arsénico?
Deberían haberlo visto los que le enterraron…
—Al principio el cadáver no estaba enterrado así. Nadie entierra boca abajo a un ser querido. Después de que los allegados enterrasen el cadáver, alguien (es de suponer que quienes lo… «reanimaron») volvió, lo desenterró y lo dispuso de esta manera tan especial.
—¿Porqué?
—Es una ceremonia obeah muy habitual. Para matar por segunda vez.
—¿Y eso para qué?
—Para asegurarse de que estuviera muy, muy muerto. —Pendergast se levantó—. Ya habrá observado que no fue ningún suicidio, Vincent. Tampoco se trata de ninguna víctima.
Teniendo en cuenta que le mataron dos veces, la segunda con arsénico y un cuchillo en la espalda, no cabe duda alguna. Tras recibir su primera sepultura, a este hombre le desenterraron (con una finalidad), y una vez cumplida esa finalidad, volvió a ser enterrado boca abajo. Se trata del autor (el «cadáver reanimado» del
New York Suri
) de los asesinatos de Inwood Hill de 1901.
—¿Me está diciendo que la Ville le secuestró o le captó, le convirtió en un zombi y le hizo matar al arquitecto paisajista y al de la comisión de parques… solo para evitar el derribo de su iglesia?
Pendergast señaló el cadáver.
—
Ecce signum.
D'
Agosta bebió un trago de café, y tuvo escalofríos. Su quinto vaso, y aún no era mediodía.
Ante la perspectiva de arruinarse en Starbucks, había vuelto al alquitrán que producía la vetusta cafetera de la sala de descanso de su planta. Al beber miró a Pendergast, que estaba sentado en un rincón, ensimismado, con las yemas unidas y las manos en triángulo, como si no le hubiesen afectado sus travesuras mortuorias de la noche anterior.
De repente oyó una queja en el pasillo: exigían verle. Le sonó la voz, pero no acababa de reconocerla. Se levantó para asomarse por la puerta. Había un hombre con chaqueta de pana, que discutía con una de las secretarias.
Al levantar la vista, la secretaria vio a D'Agosta.
—Teniente, le he dicho mil veces a este hombre que la denuncia se la tiene que hacer al sargento.
El hombre se giró.
—¡Aquí está!
Era el productor de cine con causa, Esteban. Con la frente recién vendada.
—Mire, señor —dijo la secretaria—, es que para ver al teniente es obligatorio pedir cita…
D'Agosta le hizo señas de que se acercase.
—Ya le recibo, Shelley. Gracias.
Volvió al despacho, seguido por Esteban, que frunció el entrecejo al ver a Pendergast sentado en silencio en un rincón; no habían salido precisamente como amigos del primer encuentro en la finca de Esteban en Long Island.
D'Agosta se sentó cansinamente al otro lado de la mesa. Esteban lo hizo delante, en una silla. Por alguna razón le era antipático, más que nada por ir de santurrón.
—¿Qué pasa? —preguntó D'Agosta.
—Me han atacado —dijo Esteban—. ¡Mire! ¡Me han atacado con un cuchillo!
—¿Ya lo ha denunciado?
—¡Hombre! ¿Qué se cree que estoy haciendo?
—Mire, señor Esteban, yo soy teniente de la división de homicidios. Le remitiré con mucho gusto a la persona indicada…
—Ha sido un intento de homicidio, ¿no? Me ha atacado un zombi.
D'Agosta quedó en suspenso. Pendergast levantó despacio la cabeza.
—Perdone… ¿Un zombi? —dijo el teniente.
—Es lo que he dicho. O alguien que actuaba como un zombi.
D'Agosta levantó una mano, a la vez que pulsaba el interfono.
—¿Shelley? Necesito que vengan ahora mismo a tomar declaración.
—Sí, teniente.
Esteban quiso decir algo más, pero D'Agosta levantó la mano. Un minuto después entraba un policía con una grabadora digital. D'Agosta le hizo señas de que se sentase en la única silla libre que quedaba.
El policía encendió la grabadora. D'Agosta bajó la mano.
—Bueno, señor Esteban, cuéntenoslo todo.
—Esta noche me he quedado trabajando tarde en mi oficina.
—¿Dirección?
—Treinta y tres con Treinta y cinco Oeste, cerca del Javits Convention Canter. He salido hacia la una. De noche está todo muerto. Yendo hacía el oeste por la calle Treinta y cinco, me he dado cuenta de que había alguien detrás de mí, y me he girado. Parecía una especie de vagabundo, borracho o drogado, con la ropa destrozada. No le he hecho mucho caso, porque parecía un poco ido. Justo antes de la esquina con la Décima Avenida, he oído pasos, y al volverme me han dado en la cabeza con un cuchillo. Suerte que ha sido de refilón. El hombre, o cosa, o lo que fuera, ha intentado clavarme otra vez el cuchillo, pero como estoy en forma, y boxeaba en la universidad, he esquivado el golpe y le he pegado un buen puñetazo. El se me ha echado otra vez encima, pero yo ya estaba preparado, y le he dejado seco. Entonces se ha levantado, ha recogido el cuchillo y se ha ido tropezando.
—¿Puede describir al agresor? —preguntó Pendergast.
—Perfectamente. Tenía la cara hinchada y amoratada. La ropa hecha jirones, llena de manchas que podrían ser de sangre. El pelo marrón, apelmazado, en punta. Hacía un ruido como… —Esteban se paró a pensar—. Un poco como de desagüe. Alto, huesudo, flaco, desgarbado… Unos treinta y cinco años. Tenía manchas en las manos, con churretes como de sangre seca.
«Colin Fearing —pensó D'Agosta—. O Smithback.» —¿Me puede decir la hora exacta? —He mirado el reloj. Era la una y once. —¿Algún testigo?
—No. Mire, teniente, yo sé quién hay detrás. D'Agosta permaneció a la espera.
—La Ville me la tiene jurada desde que saqué el tema de los sacrificios de animales.
Primero me entrevista el reportero aquel, Smithback, y le matan; un zombi, o alguien vestido de zombi, según los periódicos. Luego me entrevista la otra reportera, Caitlyn Kidd, y la mata a ella un supuesto zombi. ¡Ahora van a por mí!
—Le persiguen los zombis —repitió D'Agosta, con la máxima neutralidad posible.
—Mire, yo no sé si son de verdad o de mentira, pero la cuestión… es que vienen de la Ville.
Hay que hacer algo. Cuanto antes. No los controla nadie. Van por ahí degollando animales inocentes, y ahora recurren a ceremonias inmorales para asesinar a todos los que se opongan a sus prácticas. ¡Y mientras tanto Nueva York se cruza de brazos mientras unos asesinos ocupan ilegalmente suelo público!
Se acercó Pendergast, más silencioso de lo normal durante la conversación.
—Siento muchísimo que le hayan herido —dijo, inclinándose solícito para examinar el vendaje—. ¿Me permite…? Empezó a despegar la cinta adhesiva.
—Preferiría que no.
Pero ya estaba suelta la venda. Debajo había un corte de cinco centímetros, con una docena de puntos. Pendergast asintió con la cabeza.
—Ha tenido suerte de que el cuchillo estuviese afilado, y de que la herida fuera limpia.
Aplíquese un poco de neosporina y no le dejará cicatriz.
—¿Suerte? ¡Si casi me mata!
Pendergast volvió a enganchar la venda, y se puso al otro lado de la mesa.
—Tampoco es ningún misterio que me hayan atacado justo ahora —dijo Esteban—. Todo el mundo sabe que estoy organizando una manifestación contra la crueldad animal en la Ville.
La han autorizado para esta tarde, y está anunciada en la prensa.
—Estoy informado —dijo D'Agosta.
—Es evidente que intentan silenciarme.
D'Agosta se inclinó.
—¿Tiene alguna información concreta que relacione a la Ville con este ataque?
—¡Que todo apunta a la Ville lo ve hasta el último idiota! Primero Smithback, luego Kidd, y ahora yo.
—Lo siento, pero no tiene nada de evidente —intervino Pendergast.
—¿Qué quiere decir?
—Me extraña que no empezasen por usted.
Esteban le miró con cara de pocos amigos.
—¿Porqué?
—Por haber sido el instigador desde el principio. Yo le habría matado enseguida.
—¿Pretende hacerse el listo?
—En absoluto. Me limito a señalar algo evidente.
—Pues déjeme a mí señalar algo evidente: que en Inwood hay unos okupas asesinos, y ni el ayuntamiento ni la poli hacen nada. Pero se van a arrepentir de haber ido a por mí. Esta tarde la armaremos tan gorda, que ustedes no tendrán más remedio que actuar.
Se levantó.
—Tiene que leer y firmar la declaración —dijo D'Agosta.
Esteban exhaló irritadamente y esperó a que se imprimiese la declaración para leerla por encima y echar un garabato. Ya en la puerta, se giró y les señaló. Su dedo temblaba de indignación y rabia.
—A partir de hoy cambiará todo. Estoy harto de esta pasividad, y como yo, muchos neoyorquinos.
Pendergast sonrió, tocándose la frente.
—Neosporina una vez al día. Hace milagros.
D'
Agosta y Pendergast estaban en la esquina de la calle Doscientos catorce con la avenida Seaman, presenciando la manifestación. D'Agosta estaba sorprendido de que la asistencia fuera mínima; según sus cálculos, cien personas o menos. Había hecho acto de presencia Harry Chislett, el subcomisario del distrito, pero se había ido al ver tan poca gente. Estaba siendo una manifestación ordenada, tranquila y plácida, casi somnolienta: ni gritos, ni arremetidas contra las barreras policiales, ni piedras o botellas disparadas desde cualquier sitio.
—Parece un anuncio del catálogo de L. L. Bean —dijo D'Agosta, entornando los ojos contra el sol de un luminoso día de otoño.
Pendergast estaba apoyado en una farola, con los brazos cruzados.
—¿L. L. Bean? Desconozco esa marca.
Los manifestantes giraban por la esquina de la calle Doscientos catorce Oeste y se iban hacia Inwood Hill Park con sus pancartas y cánticos. Encabezaban el tumulto Alexander Esteban, con la frente vendada, y otro hombre.
—¿Quién es el que le da la mano a Esteban? —preguntó D'Agosta.
—Richard Plock —contestó Pendergast—. Director ejecutivo de Humans for Other Animáis.
D'Agosta miró al hombre con curiosidad. Plock era joven, no más de treinta años, blando, blanco y con sobrepeso. Caminaba con paso decidido, agitando con empeño unas piernas cortas, levantando las puntas de los pies y balanceando unos brazos regordetes, terminados en manos que acompañaban con una sacudida el ápice de cada balanceo, mientras su cara mantenía una expresión resuelta. Aunque llevase una camisa de manga corta, y aunque el aire de otoño fuera fresco, sudaba. Todo el carisma que poseía Esteban le faltaba a Plock. Sin embargo, su aura de fe solemne impresionó a D'Agosta. Se notaba que era un hombre que creía inquebrantablemente en lo justo de su causa.
Detrás de los dos líderes iba una fila de gente, con una enorme pancarta:
¡Echemos a la Ville!
La impresión era que cada cual velaba por sus intereses. Muchas pancartas acusaban a la Ville de asesinar a Smithback y Kidd, pero más allá de eso el espectro era enorme: vegetarianos, activistas contra las pieles y los experimentos farmacéuticos, extremistas religiosos que protestaban contra el vudú y los zombis, y hasta algún que otro manifestante contra la guerra,
«COMER CARNE ES MATAR»
, rezaba una pancarta;
«¿PIELES? NO, GRACIAS», «TORTURAR ANIMALES NO ES ESPIRITUAL»
… Algunos levantaban fotos ampliadas de Smithback y Kidd, juntos sobre la palabra
«ASESINADOS»
.
D'Agosta apartó la vista de las fotos borrosas. Faltaba poco para la una. Le rugía la barriga.
—No está muy animado.
Pendergast no contestó. Sus ojos plateados observaban a la multitud.
—¿Comemos?
—Propongo esperar.
—No pasará nada. Esta gente no se quiere arrugar la camisa de vestir.
Pendergast miró a la gente que pasaba.
—Preferiría quedarme, al menos hasta que se hayan terminado los discursos.
«Parece que Pendergast nunca coma», pensó D'Agosta. De hecho no recordaba haber compartido ni una sola comida con él fuera de la mansión de Riverside Drive. Ni siquiera sabía por qué se molestaba en preguntar.
—Sigamos a la multitud hasta Indian Road —dijo Pendergast.
«Qué multitud ni qué narices —pensó D'Agosta—. Esto es una merienda.» Siguió a Pendergast por la acera, con una sensación de descontento. La «multitud» empezaba a congregarse al borde de los campos de béisbol, en el prado, junto al camino de la Ville. De momento se ceñían a lo estipulado. La policía lo miraba todo desde lejos. Ya habían guardado en los furgones el equipo antidisturbios, el gas y las porras. Más de la mitad de las dos docenas de vehículos asignados a la manifestación se habían reincorporado a sus patrullas normales.
Mientras el grupo entonaba consignas y agitaba pancartas, Plock se subió a una de las gradas del campo de béisbol. Esteban se unió a él y se colocó detrás, cruzando respetuosamente las manos en el pecho, escuchando.
—¡Amigos y otros animales! —exclamó Plock—. ¡Bienvenidos!
No usaba megáfono, pero su voz, aguda y estridente, llegaba a todas partes.
La multitud enmudeció. Se apagaron los últimos cánticos. D'Agosta se dijo que de aquel grupo de yuppies y vecinos de Upper West Side se podían esperar tantos disturbios como de las señoronas del té de la Asociación de Damas Coloniales. Su cuerpo le pedía a gritos un café y un cheeseburger con beicon.
—Me llamo Rich Plock, y soy el director ejecutivo de la organización Humans for Other Animáis. Tengo el honor y el privilegio de presentaros al principal portavoz de nuestra organización. ¡Recibamos con un fuerte aplauso a Alexander Esteban!