La Danza Del Cementerio (31 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

Sus palabras parecieron despertar cierto interés. En el momento en que Esteban subía a lo más alto de las gradas, se intensificaron los aplausos y los cánticos. Esteban sonrió, deslizando su mirada por la pequeña multitud, y dejó seguir el ruido unos minutos, hasta que pidió silencio con las manos.

—Amigos —dijo, con una voz grave y sonora que estaba en las antípodas de la de Plock—, en vez de hacer un discurso, quiero intentar algo diferente. Podríamos llamarlo un ejercicio cognitivo.

La multitud se agitó un poco, como si cundiera el sentimiento de que habían venido a manifestarse, no a escuchar una conferencia.

D'Agosta se sonrió.

—«Ejercicio cognitivo.» Ojo, que se desmadran. —Quiero que cerréis todos los ojos. Salid un momento de vuestro cuerpo humano. Silencio.

—Y meteos en el cuerpo de un corderito. La gente se movía.

—Nacisteis en primavera, en una granja del norte del estado de Nueva York: verdes prados, sol, hierba fresca… Las primeras semanas de vida las pasáis con vuestra madre, libres, arrimados al cálido rebaño que os protege. Os pasáis el día triscando por los prados, detrás de vuestra madre y vuestros hermanitos, y cada noche os llevan al establo, donde no hay ningún peligro. Sois felices porque vivís como ha querido Dios que viváis, que es la definición exacta de la felicidad. No hay miedo. Ni terror. Ni dolor. Ni siquiera sabéis que existan esas cosas.

»Hasta que un día llega un camión diesel, enorme y ruidoso, y os separan sin contemplaciones de vuestra madre. Es una experiencia aterradora, casi inconcebible. Os empujan con un pincho hasta haceros subir a la parte trasera. Se cierra la puerta. Dentro apesta a estiércol y miedo. Está oscuro. El camión ruge al ponerse en marcha. ¿Seríais capaces de intentar imaginar, aquí, conmigo, el terror que siente este pequeño animal indefenso?

Esteban hizo una pausa y miró a su alrededor. La gente se había callado.

—Llamáis a vuestra madre con un triste balido, pero no viene. La seguís llamando, pero no está. No vendrá. De hecho… nunca más vendrá.

Otra pausa.

—Después de un viaje negro, el camión se para y sacan a todos los corderos… menos a vosotros. Vuestro destino no es convertiros en costillas a la brasa. No, a vosotros os espera algo mucho peor.

»E1 camión vuelve a arrancar. Os habéis quedado completamente solos. Os caéis al suelo de miedo, en la oscuridad. Es una soledad abrumadora, biológica en el sentido literal de la palabra. Un cordero separado de su rebaño es un cordero muerto. Siempre. Vosotros lo sentís.

Sentís un miedo más fuerte que la propia muerte.

»El camión frena otra vez. Sube un hombre que os pone en el cuello una cadena con sangre incrustada. Sois arrastrados a un lugar oscurísimo. Es una iglesia, por así decirlo, pero claro, eso vosotros no lo sabéis. Está atestada de seres humanos, y huele mal. La oscuridad casi no deja ver nada. La gente os rodea, cantando y tocando tambores. Surgen caras extrañas de la oscuridad. Se oyen gritos y silbidos, os sacuden sonajeros en la cara, y se oye pisar fuerte.

Vuestro miedo no tiene límites.

»Os llevan a un poste, y os encadenan a él. Tambores, ruido de pies, aire asfixiante… Os rodean por todas partes. Baláis de pánico, llamando una vez más a vuestra madre, porque es lo único que os queda, la esperanza; la esperanza de que venga vuestra madre y se os lleve de este sitio.

»Se acerca una silueta. Es un hombre, un hombre alto y feo, con una máscara y algo largo y brillante en la mano. Intentáis escapar, pero al correr os ahoga la cadena que lleváis al cuello.

El hombre os agarra, os tira al suelo y os retiene por la espalda. Los cánticos se hacen más rápidos y fuertes. Chilláis y os resistís. El hombre os pellizca la piel de la cabeza y os la echa hacia atrás, dejando expuesta la parte inferior de vuestro cuello, tan delicada. La cosa brillante se acerca, brillando en la penumbra. Sentís su presión en la garganta…

Hizo otra pausa, dejando alargarse el silencio. —Voy a pediros otra vez a todos que cerréis los ojos y hagáis el esfuerzo sostenido de meteros en el cuerpo de este cordero indefenso.

Más silencio.

—La cosa brillante os presiona la garganta. Un movimiento brusco, una punzada horrenda de dolor, como no sabíais que existiera en el mundo. De repente, un chorro de sangre caliente os impide respirar. Vuestro pequeño y dulce cerebro no puede concebir tanta crueldad.

Intentáis llamar por última vez a vuestra madre, lastimeramente, a vuestro rebaño perdido (los prados verdes y soleados de la infancia); llamáis a vuestros hermanos y hermanas muertos… pero no viene nadie. Solo una burbuja de aire en la sangre. Y ahora se escapa vuestra vida por el suelo incrustado de estiércol; se escapa por la paja sucia, y el último pensamiento de vuestro cerebro no es de odio, ni de rabia, ni siquiera de miedo, sino un simple «¿por qué?».

»Luego, por suerte, se acaba todo.

Dejó de hablar. La gente guardaba un silencio sepulcral. Hasta D'Agosta tenía un nudo en la garganta. Era cursi y lacrimógeno, pero muy eficaz, qué caramba.

Sin hablar (sin añadir ningún comentario de su cosecha al discurso de Esteban, ni hacer ningún llamamiento a la acción), Rich Plock bajó y empezó a cruzar el campo con su andar decidido.

La gente vaciló al ver que se alejaba. Hasta el propio Esteban parecía sorprendido, y no muy seguro de qué hacía.

Después la multitud empezó a moverse, yendo detrás de Plock. El hombre bajo cortó por el campo, y al llegar al camino de la Ville aceleró su paso decidido.

—Uy, uy, uy… —dijo D'Agosta.

—¡A la Ville! —exclamó alguien en la multitud, toda ella ya en movimiento.

—¡A la Ville! ¡A la Ville! —fue la respuesta, más fuerte y urgente.

El murmullo de la gente se convirtió en un rumor, y el rumor en un clamor.

—¡A la Ville! ¡A enfrentarnos con los asesinos!

De pronto D'Agosta miró a su alrededor. Los policías seguían medio dormidos. Nadie se lo esperaba. Parecía que la multitud se hubiese electrizado en fracciones de segundo, decidida a cumplir un objetivo. Por pequeño que fuese, era un grupo con las intenciones muy claras.

—¡A la Ville!

—¡Echemos a la Ville!

—¡Venguemos a Smithback!

Desenfundó la radio y la encendió.

—Aquí el teniente D'Agosta. ¡Venga, tíos, despertad y moved el culo! La manifestación no tiene permiso para ir a la Ville.

La gente, sin embargo, seguía avanzando por el camino (como la marea, lenta pero inexorablemente). Esteban se sumó a ellos con retraso, inquieta la mirada, y se abrió camino para situarse al frente.

—¡Enfrentémonos a los asesinos!

—Si llegan a la Ville —bramó D'Agosta por la radio—, aquí no habrá quien se salve. ¡Será violento!

Con un chisporroteo de voces por la radio, el menguado grupo de policías se esforzó tardíamente por ponerse el equipo antidisturbios, situarse en formación y parar a la multitud.

D'Agosta vio que eran demasiado pocos, y que llegaban tarde. Habían sido tomados por la más absoluta sorpresa. Qué más daba si había cien o dos mil personas. Los ojos de la gente pedían sangre. Nada podía haberles soliviantado tanto como el discurso de Esteban. Ya dejaban atrás los campos de béisbol, y se internaban cada vez más deprisa por el camino de la Ville, frustrando cualquier posibilidad de que les precediese un coche patrulla.

—Sígame, Vincent.

Pendergast echó a caminar con rapidez, cortando hacia los árboles por los campos de béisbol. D'Agosta entendió enseguida el plan: tomar un atajo por el bosque, adelantándose a la multitud, que iba por el camino.

—Lástima que alguien arrancase la verja de la Ville… ¿eh, Vincent?

—Menos cachondeo, Pendergast, que no es el momento.

D'Agosta oía a cierta distancia los cánticos del grupo, las voces y los gritos con que acompañaban su marcha.

Poco después, él y Pendergast salieron al camino a cierta distancia de la multitud. Tenían la valla a la izquierda, con la verja por el suelo, tal como se había quedado. Los manifestantes se movían a buen paso. A las primeras filas les faltaba poco para correr, con Plock en cabeza. A Esteban no se le veía por ninguna parte. Los antidisturbios se habían quedado muy rezagados, y ya era imposible tomar la delantera en un coche patrulla. La que no se quedaba atrás era la prensa: media docena de cámaras corriendo por un lado, junto a varios fotógrafos y redactores. El desastre saldría en todos los periódicos aquella misma noche.

—Parece que depende de nosotros —dijo D'Agosta.

Respiró hondo y salió al camino, sacando su placa. Pendergast iba a su lado.

D'Agosta se giró hacia la multitud, encabezada por Plock.

—¡Oigan! —dijo con todas sus fuerzas—. ¡Soy el teniente D'Agosta, de la policía de Nueva York! ¡No tienen autorización para seguir!

La gente no se paró.

—¡A la Ville!

—¡No lo haga, señor Plock! Es ilegal. ¡Y le aseguro que le detendrán!

—¡Vamos a echarles!

—¡Quítate de en medio!

—¡Como pasen de largo, quedan todos detenidos!

D'Agosta agarró a Plock, que no se resistió, pero fue un gesto inútil. Los demás se acercaban como una marea. No podía frenar él solo a cien personas.

—Manténgase firme —dijo a su lado Pendergast.

D'Agosta apretó los dientes.

Como por arte de magia, apareció Esteban junto a ellos.

—¡Amigos! —exclamó, dando un paso hacia la multitud—. ¡Compañeros de causa!

Al oírle, los que iban delante titubearon y fueron un poco más despacio.

—¡A la Ville!

En un movimiento inesperado, Esteban se giró y abrazó a Plock. Después volvió a ponerse frente a la multitud, con las manos en alto.

—¡No! Amigos míos, vuestra valentía me conmueve en lo más hondo. ¡En lo más hondo!

¡Pero os ruego que no sigáis! —Bajó la voz de golpe para decirle algo a Plock en privado—.

Rich, necesito que me ayudes. Esto es prematuro. Ya lo sabes.

Plock le miró con mala cara. Al ver que sus líderes parecían en desacuerdo, la primera fila de manifestantes empezó a vacilar.

—¡Gracias por tener tanto corazón! —volvió a exclamar Esteban—. ¡Gracias! Pero escuchadme, por favor. Cada cosa tiene su momento, y su lugar. Rich y yo estamos de acuerdo: ¡este no es el momento ni el lugar para enfrentarse a la Ville! ¿Me entendéis? Ya hemos dicho lo que teníamos que decir. Ya hemos demostrado nuestro empeño. ¡Hemos mostrado en público nuestra justa ira! ¡Hemos abochornado a los burócratas, y hemos llamado la atención a los políticos! ¡Hemos hecho lo que veníamos a hacer! Pero nada de violencia.

¡Nada de violencia, por favor!

Plock seguía callado, cada vez más serio.

—¡Hemos venido a parar la matanza, no a hablar! —exclamó alguien.

—¡Y la pararemos! —dijo Esteban—. Os voy a hacer una pregunta: ¿qué conseguiremos peleando? No os engañéis. Se enfrentarán a nosotros con violencia. Podrían tener armas.

¿Estáis preparados? ¡Somos tan pocos! ¡Amigos míos, pronto llegará el momento de expulsar a estos torturadores de animales, y dispersar a estos asesinos de corderos y terneros (por no decir de periodistas)! Pero ahora no. ¡Todavía no!

Hizo una pausa. Era increíble lo callados y atentos que estaban todos de repente.

—Amigos de los animales —continuó Esteban—, habéis demostrado el valor que os inspiran vuestras convicciones. Ahora daremos media vuelta y regresaremos al punto de encuentro.

¡Allá hablaremos, se pronunciarán discursos, y enseñaremos a toda la ciudad qué está pasando! Haremos justicia, ¡hasta a los que no la practican!

La multitud parecía a la espera de que Plock corroborase a Esteban. Finalmente Plock alzó las manos, en un gesto lento, reticente.

—¡Ya hemos dicho lo que teníamos que decir! Ahora, media vuelta. ¡De momento!

La prensa se apelotonó, con las cámaras de las noticias de la noche en marcha, y varios micros de jirafa convergiendo, pero Esteban les hizo señas de que se alejasen. D'Agosta se llevó una gran sorpresa al ver que la gente, a petición de Esteban, daba media vuelta y se desparramaba por la carretera en sentido contrario, volviendo poco a poco a ser el mismo grupo pacífico de antes. Incluso había algunos que recogían las pancartas dejadas por el suelo durante el asalto relámpago a la Ville. Fue una transformación pasmosa, casi sobrecogedora, que extrañó a D'Agosta. Esteban había exaltado a la multitud, poniéndola en marcha; luego, in extremis, le había echado un jarro de agua fría.

—¿Qué le ha pasado al tío ese, Esteban? —preguntó—. ¿Usted cree que se ha arrugado en el último momento? ¿Que le ha dado canguelis?

—No —murmuró Pendergast, fijando la mirada en la espalda de Esteban, que se alejaba—. Es muy curioso —dijo, casi para sus adentros— que nuestro amigo coma carne. Cordero, para ser exactos.

46

C
uando D'Agosta se presentó en el despacho de Marty Wartek, al funcionario, bajo y nervioso, le bastó una ojeada a su cara de enfado para desenrollar la alfombra roja: cogió su chaqueta, le acompañó al sofá y le trajo una taza de café tibio.

Después se refugió detrás del escritorio.

—¿En qué puedo ayudarle, teniente? —preguntó con voz débil y aguda—. ¿Está cómodo?

A decir verdad, D'Agosta no estaba especialmente cómodo. Venía encontrándose mal desde el desayuno (acalorado, dolorido). Se preguntó si no estaría pillando la gripe, o algo por el estilo. Intentó no pensar en lo mal que se encontraba al parecer Bertin, ni en que el día anterior el agente de control de animales, Pulchinski, se había ido del trabajo antes de hora, quejándose de escalofríos y debilidad. Sus quejas no tenían nada que ver con Charriére y sus trucos de magia. Imposible. Por otro lado, no venía a hablar de si estaba cómodo.

—Sabe qué pasó en la manifestación de ayer por la tarde, ¿no?

—Leo la prensa.

D'Agosta, en efecto, vio el
News,
el
Post
y el
West Sider
sobre la mesa del vicedirector adjunto, mal escondidos debajo de carpetas de aspecto oficial. Estaba claro que se mantenía al corriente de los sucesos de la Ville.

—Pues yo lo vi, y no faltó ni así para que se descontrolase. Y no le hablo de ningún grupo de agitadores de izquierdas, señor Wartek, sino de ciudadanos respetuosos con la ley.

—Me ha llamado el alcalde —dijo Wartek, agudizando aún más la voz—. También me ha expresado (sin ningún rodeo) su preocupación por la incendiaria situación de Inwood Hill Park.

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