Read La Danza Del Cementerio Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Policíaca,
—Eso lléveselo también —dijo D'Agosta, señalando un fetiche en el suelo—. Y eso. Y eso.
Enfocaba la linterna en los rincones, buscando puertas o armarios, e intentando ver más allá de la gente.
—¡Que los
loa
hagan llover desastres sobre los sucios
baka
que profanan el santuario! —exclamó el sumo sacerdote.
Ahora tenía en la otra mano un extraño amuleto (un pequeño y oscuro sonajero, rematado por una bola reseca del tamaño de una pelota de golf), y lo sacudía hacia los intrusos.
—Llévense los fetiches del altar —dijo D'Agosta—. Y aquellos instrumentos. Y toda aquella porquería de allá al fondo. Todo.
Pérez metió rápidamente los objetos en el contenedor de plástico reservado para las pruebas.
—¡Ladrón! —tronó Charriére, agitando el amuleto.
La multitud se aproximó, arrastrando los pies.
—Tranquilos, que todo se les devolverá —dijo D'Agosta.
Más valía ir acabando de una vez y registrar el sótano.
—Teniente, no olvide los objetos de la
cayemystére.
Pendergast señaló con la
cabeza,
una hornacina oscura que contenía otro altar, bordeado de palmas. Dentro había algunos potes, fetiches y ofrendas de comida.
—De acuerdo.
—¡Cerdos
baka!
De pronto, del círculo de acólitos, surgió un ruido como el de una serpiente de cascabel.
Empezó en un punto, saltó a otro, y acabó multiplicándose por todas partes. Al enfocar la linterna en el círculo, D'Agosta vio que se había estrechado aún más, y que cada uno de sus miembros agitaba un mango de hueso tallado, cuya punta solo podía ser un cascabel de serpiente.
—Bueno, creo que ya estamos —dijo, fingiendo despreocupación.
—Quizá pudiéramos dejar para otro día el registro del sótano —murmuró Pendergast.
D'Agosta asintió con la cabeza. Había que salir por patas, la verdad.
—
¡Baka
comeperros! —chilló el sacerdote.
D'Agosta se giró para irse. La gente obstruía por completo el pasillo de la nave, por donde tenían que salir.
—¡Eh, que ya estamos! Ya nos vamos.
Tanto a Pulchinski como a Pérez se les notaban claramente las ganas de marcharse.
Pendergast había vuelto a recoger pequeños especímenes. Pero ¿dónde narices estaba Bertin?
Justo entonces se oyó un ruido en un rincón oscuro. Al girarse, D'Agosta vio a Bertin, que se lanzó gritando contra el sumo sacerdote y le embistió como una fiera. Charriére retrocedió, tambaleándose, mientras Bertin le disputaba ferozmente el amuleto que tenía en el puño.
—¡Eh! —exclamó D'Agosta—. ¿Se puede saber…?
La gente se acercó. El ruido de cascabeles se había convertido en un clamor sibilante, gutural.
Los dos rivales cayeron al suelo, enredados en la túnica de Charriére. Pendergast se sumó al forcejeo con gran celeridad, y al cabo de un momento se apartó, sujetando a Bertin por los brazos.
—¡Déjame, que me lo cargo! —exclamó Bertin—. ¡Te voy a matar,
masisil!
Charriére se limitó a arreglarse la túnica, quitarse el polvo y desfigurarse con otra horrible sonrisa.
—El que morirá eres tú —dijo en voz baja—. Y tus amigos.
Bossong, el líder de la comunidad, le lanzó una rápida mirada.
—¡Ya basta!
Bertin se resistía, pero Pendergast le tenía bien sujeto, susurrándole algo en el oído.
—¡No! —exclamó Bertin—. ¡No!
La multitud se acercaba, agitando como locos sus sonajeros. D'Agosta vio brillar más acero afilado en los pliegues oscuros de las túnicas. Bertin se calló de golpe, pálido y tembloroso.
Estaban cada vez más cerca.
D'Agosta.tragó saliva. Ni hablar de plantar cara. Como máximo podían aspirar a abrirse paso a tiros, siempre que en la multitud no hubiera armas de fuego, pero entonces se pasarían el resto de la vida de juicio en juicio.
—Nos marchamos —consiguió decir. Se giró hacia los demás—. Vamos.
Charriére se interpuso en su camino. La multitud se cerraba como un torno.
—
No buscamos pelea —dijo D'Agosta, apoyando un poco la mano en la pistola reglamentaria.
—Ya es demasiado tarde —replicó el sumo sacerdote, levantando bruscamente la voz—. Sois profanadores, mugre. Lo único que puede quitar la mancha es una limpieza completa.
—¡Vamos a limpiar la iglesia! —exclamó una voz, de la que se hicieron eco otras.
—¡Vamos a limpiar la iglesia!
El dedo de D'Agosta retiró el seguro de la funda. Hizo un cálculo mental rápido. La Glock 19 tenía un cargador de quince balas, bastantes para abrirse camino hasta la puerta por una multitud normal, pero aquella no tenía nada de normal. Apretó con más fuerza la culata, respirando hondo.
De pronto Pendergast dio un paso hacia Charriére.
—¿Qué es esto? —Su mano avanzó como un rayo, arrancando algo de la manga del sumo sacerdote. Lo levantó, iluminándolo con la linterna—. ¡Mirad! Un
arret
con una falsa cuerda en espiral invertida. ¡El amuleto del falso amigo! Señor Charriére, ¿por qué lo lleva, si es usted el ministro de esta gente? ¿Qué teme de ellos?
Se volvió hacia la multitud, agitando el pequeño fetiche con plumas.
—¡Sospecha de vosotros! ¿Lo veis?
Se giró rápidamente hacia Charriére.
—¿Por qué no se fía de esta gente? —preguntó.
Charriére rugió y se le echó encima para golpearle con el báculo, haciendo revolotear la túnica, pero el agente del FBI le esquivó con tal destreza que el sacerdote no tocó más que aire, y un veloz puntapié le dejó por el suelo. Un rugido de ira se extendió por la multitud.
Bossong intervino con gran rapidez para retener al sumo sacerdote, justo cuando se levantaba con el rostro crispado de rabia y odio.
—¡Desgraciado! —le dijo Charriére a Pendergast.
—Evidentemente, es hora de irse —murmuró este.
D'Agosta cogió el asa delantera del contenedor de pruebas, que tenía el tamaño de un ataúd; con la trasera en manos de Pérez, la usaron como ariete contra la multitud, que se dispersó, sorprendida. D'Agosta usó la otra mano para desenfundar la Glock y disparar al aire. La detonación reverberó incesantemente por la bóveda.
—¡Vámonos! ¡Deprisa!
Tras enfundar el arma, cogió literalmente a Bertin por el cuello y le arrastró hacia la puerta, derribando a más de un fiel. Se vio brillar un cuchillo, pero un movimiento súbito de Pendergast echó por tierra al malogrado agresor.
Cruzaron la puerta, seguidos por la enfervorizada multitud. D'Agosta disparó por segunda vez al aire.
—¡Atrás!
Ahora eran decenas los cuchillos que reflejaban débilmente la última luz del día.
—¡A los coches! —vociferó D'Agosta—. ¡Vamos!
Subieron todos a la vez, arrojando las pruebas a la parte trasera de la camioneta, y por último el cordero. Casi no habían tenido de tiempo de cerrar las puertas y ya chirriaban los neumáticos, justo delante del coche patrulla, que salpicó de grava a la multitud histérica.
Mientras aceleraban, D'Agosta oyó un gemido en el asiento de atrás, y al girarse vio al francés, Bertin, blanco y tembloroso, con una mano en la solapa de Pendergast. El agente sacó algo del bolsillo de su traje: uno de los extraños ganchos del altar. Lo debía de haber robado durante la pelea.
—¿Está herido? —dijo D'Agosta a Bertin, jadeando.
A él le iba muy deprisa el corazón, y le costaba mucho recuperar el aliento.
—El
hungan,
Charriére…
¿Qué?
—Ha recogido muestras…
—¿Que ha qué?
—Muestras mías, y de todos… pelo, ropa… ¿no lo ha visto? Ya le ha oído amenazarnos.
Maleficia,
conjuros de muerte. Pronto lo sabremos. Pronto lo sentiremos.
Parecía que Bertin estuviese agonizando.
D'Agosta se giró de golpe. ¡Cuántas chorradas había que aguantar trabajando con Pendergast!
Q
ué te pongo, cielo? —preguntó la camarera con cara de agobio, apoyando el codo en la cadera, con la libreta abierta y el bolígrafo a punto.
D'Agosta empujó la carta por la mesa.
—Un café solo y copos de avena.
La camarera miró al otro lado de la mesa.
—¿Y a ti?
—Creps de arándanos —dijo Hayward—. Que esté el jarabe caliente, por favor.
—Marchando —contestó la camarera, girándose y cerrando la libreta.
—Un momento —dijo D'Agosta.
Era como para pensárselo. Por lo que le constaba de su período de convivencia, Laura Hayward solo pedía (o preparaba) creps de arándanos por dos razones: o porque se sentía culpable de trabajar demasiado y hacerle poco caso a él, o porque se estaba poniendo cariñosa. Ambas opciones sonaban bien. ¿Sería una señal? A fin de cuentas había sido idea suya que desayunaran juntos.
—Que sean dos de creps —dijo.
—Vale.
La camarera se fue.
—¿Has visto el
West Sider
de esta mañana? —preguntó Hayward.
—Sí, por desgracia.
Los gacetilleros del
West Sider
parecían emperrados en hacer cundir la histeria por toda la ciudad. Y no solo ellos: ahora toda la prensa sensacionalista se había hecho eco del tema, y las descripciones de la Ville cada vez eran más siniestras, trufadas de insinuaciones (no especialmente sutiles) que le imputaban el asesinato de la «reportera estrella» del
West Sider,
Caitlyn Kidd.
Pero el grueso del morbo recaía en el propio Bill Smithback. La espectacularidad del asesinato de Kidd por Smithback, tras ser declarado muerto, y haber sido sometido a una autopsia, la desaparición de su cadáver del depósito… Todo estaba cribado con fruición, y de todo se habían extraído conjeturas, sin olvidar nuevas y lúgubres insinuaciones de que la culpa, en última instancia, también era de la Ville.
Por lo que a D'Agosta respectaba, lo era, en efecto, pero por muy furioso que se estuviera poniendo, era consciente de que lo último que le convenía a la ciudad era que empezaran a crearse patrullas.
La camarera volvió con el café. Durante el grato primer sorbo, D'Agosta espió a Hayward, y se encontraron sus miradas. Su expresión no parecía especialmente culpable, ni especialmente cariñosa. Más bien parecía preocupada.
—¿Cuándo fuiste a ver a Nora Kelly?
—Anoche, en cuanto me enteré. Justo después de registrar la Ville.
—¿Y la protección que le habías puesto?
D'Agosta frunció el entrecejo.
—La cagaron en el relevo. Los dos equipos asignados se creían que el otro lo tenía todo cubierto. Hay que ser imbécil.
—¿Cómo está?
—Con algunos morados, y un par de cortes y rasguños, aunque es más preocupante la segunda conmoción. Como mínimo se quedará en el hospital un par de días, en observación.
—¿Lo evitaron los vecinos?
D'Agosta bebió otro sorbo de café, y asintió con la cabeza.
—La oyeron gritar y tiraron la puerta a patadas.
—¿Nora insiste en que era Smithback?
—Está dispuesta a declarar que sí. Y los vecinos igual.
La mirada de Hayward estaba fija en el falso mármol de la mesa.
—Esto es rarísimo. ¿Qué puede estar pasando?
—Pues la Ville del demonio, está pasando.
D'Agosta se sulfuraba solo de pensar en Nora. Tenía la impresión de pasarse todo el día enfadado: con la Ville, con Kline y sus melosas amenazas, con el jefe de policía, con todas las trabas burocráticas que le ataban las manos… y hasta con Pendergast, con su irritante laconismo, y su insufrible consejero criollo.
Hayward le miraba otra vez, con expresión más preocupada que antes.
—¿Qué pasa exactamente con la Ville?
—¿No te das cuenta? Están detrás de todo. Solo pueden ser ellos. Smithback tenía razón.
—Me permito recordarte que aún no habéis demostrado la relación. Lo único que hizo Smithback fue escribir sobre el supuesto sacrificio de animales.
—De supuesto nada. Yo oí animales en la parte trasera de la furgoneta. Vi cuchillos, y paja manchada de sangre. Si lo hubieras visto, Laura… ¡Dios mío! Tanta túnica, tanta capucha, tantos cánticos… Son unos fanáticos.
—Pero no necesariamente unos asesinos. Necesitáis una relación directa, Vinnie.
—Encima tienen motivo. El sumo sacerdote, Charriére… —Sacudió la cabeza—. Menudo elemento. ¿Que si podría asesinar a alguien? ¡Por supuesto!
—¿Y Bertin, el que salía en el informe? ¿Quién es? —Se lo ha traído Pendergast. Experto en vudú, o no sé qué. A mí me parece un charlatán. —¿Vudú?
—Sí, le interesa mucho a Pendergast. El hace ver que no, pero bueno, por mí como si se pone a clavar alfileres en muñecos. Mientras sea para cargarse a la Ville…
Les sirvieron los platos, con delicioso olor a arándanos frescos. Hayward se echó un poco de jarabe de arce por el suyo y cogió el tenedor, pero volvió a dejarlo y se inclinó.
—Escúchame, Vinnie. Estás demasiado rabioso para encargarte de la investigación.
—Pero ¿qué dices?
—No puedes ser objetivo. Tenías debilidad por Smithback. Eres muy buen policía, pero deberías plantearte pasarle el caso a otro.
—Lo dirás en broma. Yo a este caso me dedico todas las horas del día.
—Por eso lo digo. Has empezado una caza de brujas. Estás convencido de que es la Ville.
D'Agosta respiró hondo y resolvió no contestar hasta haber comido un poco de crep.
—¿No se supone que tenemos que seguir nuestras convicciones y nuestras corazonadas? ¿Y lo de investigar al sospechoso más probable?
—Me refiero a que te ciegan tanto la rabia y las emociones, que dejas otras posibilidades sin investigar.
D'Agosta abrió la boca, pero la cerró. No sabía qué decir. En el fondo adivinaba que tenía razón ella; mejor dicho lo sabía, pero a una parte de él le daba igual, qué narices. La muerte de Smithback había sido un shock, y el resultado, un vacío insospechado. Ahora quería meterles un buen puro a los culpables.
—¿Y qué piensas hacer con Pendergast? Cada vez que interviene, lo lía todo. No te conviene, Vinnie. Apártate de él. Trabaja por tu cuenta.
—¡Qué tontería! —replicó D'Agosta—. Es inteligentísimo. Consigue resultados.
—Sí, es verdad, pero ¿sabes por qué? Pues porque es demasiado impaciente para seguir todo el proceso, y se sale del sistema, arrastrándote a ti en sus aventuras extrajurídicas. ¿Y al final quién se las carga? Tú.