La decadencia del ingenio (34 page)

Exacto. Tenía que solucionarlo solo, como sugería la maestra con aquella poco agradable ironía. Realmente me estaba haciendo viejo si había necesitado la colaboración de una adulta para dar con la solución a aquel problema.

Tenía que acabar con aquella situación de una vez.

Al fin y al cabo, aquel niño tan agresivo me estaba molestando a mí. A mí. ¡A mí!

Joder, a mí.

No a otro. A mí.

Con lo que yo había sido.

Él, un maldito drogado atontado medio adulto que a saber cómo se lo hacía para sacar esas notas tan estupendas, esos doses tan hermosos, esos treses desafiantes, esos cuatros tan arriesgados y al borde del aprobado.

Porque no me duelen prendas en reconocer que sentía cierta admiración por esa faceta suya, y no me hubiera importado charlar con él y que me explicara cuál era su secreto, si él sufría quizás lagunas a la inversa y cuando despertaba había diseñado un puente o había suspendido un examen de mates, desafiando a los adultos desde su inconsciencia.

Pero al fin y al cabo había osado retarme. Por menos —¿por menos?— le había disparado un tiro a Marcos, que era como yo. Y ese niño cuyo nombre me resultaba imposible de recordar no era como yo: era un deshecho, una ruina, un tipo casi mayor, ya más que muerto, más incluso que la niña pelirroja. La próxima vez que no me respondiera con educación, le rompería el cuello. Y a otra cosa. Que no me quedaba casi tiempo y no podía perderlo aguantando una gasa contra la nariz y la nariz contra el pecho.

Me escondí no sé dónde ni por qué

Estaba en una especie de gruta, agachado, casi sin poder respirar y sin poder ver absolutamente nada. Todo negro. Sin diferencia entre lo que veía con los ojos abiertos y lo que veía con los ojos cerrados. Sólo manchas de colores, rojas y amarillas, moviéndose de un lado a otro.

Intenté arrastrarme, buscando una salida o, al menos, una rendija con luz. Creí oír voces, ruidos, y me dirigí hacia a aquellos sonidos. Pero cada vez que me arrastraba unos pocos metros, con independencia de la dirección que tomara, creía tenerlos a mis espaldas. Cosa que sólo quería decir que aquellas voces venían de encima mío. ¿Es que acaso estaba enterrado? ¿Me había muerto y me encontraba en un ataúd?

Volví a probar a moverme: al poco de arrastrarme noté que me esforzaba por moverme de un extremo a otro y acababa sudando y con los brazos doloridos, pero apenas avanzaba unos centímetros, y no metros, como me había parecido.

Me quedé quieto para escuchar las voces. Al principio no las reconocía, pero sí que entendía las frases:

—Tenemos que encontrarlo.

—Hay que sacarlo de allí.

—No puede quedarse donde está.

—¡Eso son sus piernas, agárrale!

Doblé las rodillas. Creí notar unas manos a pocos centímetros de mi pie. Eso me hizo pensar que igual no estaba enterrado, ya que si tuviera dos metros de tierra encima de mí, no habría podido notar la presión de aquella garra. Además, a mí alrededor notaba al tacto algo que no era ni tierra ni paredes, sino tela. Todo indicaba que estaba tumbado en la cama, quizás tapado por el edredón. Y aquellas voces me buscaban y no me veían, a pesar de que seguramente notarían el bulto. Tenía que quedarme quieto para que no me vieran moverme. Hasta ahora había tenido suerte, pero a saber cuánto duraría.

—Estaba por aquí.

—Igual se ha ido.

—Pero si no quiere irse.

—Tendrá que hacerlo. Tiene que salir de allí.

Finalmente reconocí aquella voz: era la de mi padre. Pero ¿con quién estaba? Eran otras dos personas. Un hombre y una mujer.

—No puede ser difícil encontrarle. Ya no es tan pequeño. No se puede esconder tan bien como antes.

—Yo le conozco. Sé cómo piensa.

—Pero no dónde lo piensa, que es lo que nos interesa ahora.

No era otro hombre. Era otro niño. ¿Y la mujer? No era Noelia.

—Levanta la manta.

—Eso, buena idea, levántala.

Noté cómo alguien tiraba del edredón. Intenté mantenerlo quieto, pero temí que el hecho de tirar para abajo les confirmara sus sospechas de que ahí había alguien. Opté por esconderme en una esquina. Entró algo de luz, pero me pareció que no me habían visto. Oí ruidos, cuchicheos, una mano se desplomaba casi por sorpresa sobre la colcha. Contuve la respiración.

—No está.

—No, aquí no.

Me confié y volví a respirar.

Pero había sido un truco para pillarme desprevenido. Varios pares de manos comenzaron de golpe a tirar de la colcha hacia arriba y yo intentaba dejarla abajo, tirando de ella contra mí. El forcejeo no duró mucho. Noté cómo la colcha se me escurría de las manos, incluso la noté mojada. Ya casi descubierto protesté a gritos no es justo dejadme en paz no es justo está mojada y se me resbala no vale así cualquiera pero recordé que si estaba mojada era buena señal, porque posiblemente la había mojado yo y eso quería decir que aún era un niño y si era un niño podía con ellos, así que me alcé en la cama, aparté la colcha y les miré a la cara.

Eran mi padre, una mujer y un chico de unos nueve o diez años.

—Os mataré a todos –les dije—. Lo puedo hacer, soy un niño.

—No, no puedes –dijo el chico—. No eres un niño, porque eres yo y yo ya no soy un niño.

—No puedes ser yo.

—Claro que puedo. Es simplemente por la ley de la gravedad.

La respuesta me pareció muy lógica. La ley de la gravedad, pensé, tira de las cosas hacia abajo y es normal que la presión produzca errores en la mente y en la percepción. Lo que no tenía claro era si el error era mío al verme duplicado o de aquel niño al creer que era yo. Se me parecía mucho, eso sí.

—Además —dijo mi padre— estás desnudo.

—Claro que lo estoy.

Y eso no me daba ninguna vergüenza, pero aquellos tres me miraban como si esa situación tuviera que aterrarme, así que les confesé que sí, que mi desnudez era un inconveniente y poco a poco comencé a creérmelo hasta que pensé pero qué tontería, por qué les tengo que hacer caso. Pero ya era muy tarde y creo que salí de allí, pero no recuerdo muy bien cómo ni qué dijeron mi padre y aquellos dos desconocidos.

Aquellos sueños cada vez me gustaban menos. No era que no estuviera acostumbrado a soñar, al contrario, lo que me desagradaba era que mientras soñaba no era capaz de darme cuenta de que sólo estaba soñando y de que sufrir tanta angustia era absolutamente innecesario. Y es que hasta entonces cuando por ejemplo soñaba que comía frambuesas, era consciente de que estaba soñando y disfrutaba así no de las frambuesas sino del sueño. Lo mismo ocurría cuando tenía alguna pesadilla, que antes también las había tenido. Pero entonces no sólo me era imposible ser consciente durante el sueño de que estaba soñando, sino que en ocasiones incluso me despertaba desorientado, preguntándome dónde estaba, tardando varios segundos en darme cuenta de que no estaba enterrado en la playa y de que nadie me buscaba, sino que simplemente estaba tumbado en la cama, despeinado y con mal sabor de boca. No era extraño que me quedaran restos de miedo en el cuerpo que no se iban hasta que tomaba mi leche y mis tostadas o hasta que el agua de la ducha se los llevaba por el desagüe. Lo peor era cuando despertaba de una de aquellas pesadillas en mitad de la noche y aún me quedaban por delante dos o tres horas de sueño, con la perspectiva de seguir soñando aquellos sueños donde los había dejado, de nuevo sin saber si eran sueños o si ya me había despertado.

Lo que me asustaba era no saber.

Intuí que todo aquello eran síntomas de la cada vez más cercana adolescencia, con el consiguiente endurecimiento del cerebro y pérdida de discernimiento. Dejar de ser niño era en cierto modo enloquecer y dejar de distinguir por tanto entre lo real y lo imaginado o simplemente soñado.

Decidí que sería buena idea preguntarle a algún adulto al respecto, ya que ellos sabrían cómo enfrentarse a aquellas pesadillas o incluso evitarlas. No por sus aptitudes, claro, sino por su experiencia. Durante el desayuno, y como mi padre estaba ya en la tienda, le pregunté a Noelia.

—Claro que tengo pesadillas, todo el mundo las tiene —explicó—. Tu papá se despierta a veces en medio de la noche diciendo “han sido los ladrones, han sido los ladrones, me tenéis que creer”. Yo a veces sueño que estoy en Perú y que toda la familia me echa en cara que me haya ido y ya casi no les llame. Eso es porque cenas demasiado. Con tanto frito te cuesta hacer la digestión. Y así estás de gordote. A partir de ahora cenarás ligerito y ya verás qué bien duermes. Pescadito y verduritas y frutita.

Oh, encima eso. Me castigaban por soñar. Estupendo.

Una nueva constatación acerca de mi cada vez más insoportable debilidad

Disfruté de algo de tranquilidad en el colegio durante las siguientes semanas. Y es que la maestra se había tomado en serio su trabajo y paseaba más a menudo por el patio, con lo que el niño bruto y sus amigos apenas podían soltar algún que otro insulto aislado de vez en cuando, sin que eso me molestara en exceso. A la vaca sí que le cabreaba que le llamaran gordo y vaca, y se ponía todo rojo y amenazaba con arrollar al matón con su enorme cuerpo, pero el asmático le sujetaba un hombro y le decía que no merecía la pena, tranquilo, si lo que quieren justamente es cabrearte, no les des esa satisfacción.

—Mira, el novio de la vaca le dice palabras de amor para que no se enfade.

—No merece la pena, como si no les oyeras.

—Muac, muac, el enano y la vaca se quieren, muac, muac.

Aquel descanso que duró casi dos meses a mí me resultó relativamente agradable, ya que, siempre que no fuera presa de una de mis lagunas, podía pensar tranquilamente en mi estado e incluso tomar algunas notas para lo que después sería este libro o mejor que libro, este aviso, aunque por aquel entonces aún no había decidido darle esta forma a lo que no eran más que apuntes que me ayudaban a poner en claro mis ideas y mis miedos.

Pensaba también en qué podría hacer, ya que me resultaba imposible componer y cada vez me costaba más tocar el violín. Al menos no me había apuntado a clases de guitarra eléctrica, pero lo cierto era que en ocasiones salía de una laguna con aquel instrumento absurdo en las manos, recibiendo el aplauso de mi padre y de Noelia, e incluso de la vaca y el asmático a quienes, por lo que supe después, había invitado a mi casa, a mi propia casa, a merendar. En más de una ocasión. Es más, mi subconsciente adulto había incluso aceptado invitaciones suyas para ir a sus casas no sólo a merendar sino también para celebrar sus cumpleaños, como si los cumpleaños se celebraran en lugar de simplemente lamentarse.

Obviamente aquella tranquilidad fue sólo pasajera. La maestra se confió y bajó la guardia, dejándonos a merced de aquellos tipos. Primero tantearon el terreno y nos insultaron con más ganas y frecuencia, a nosotros y a nuestras familias, sin que hiciéramos demasiado caso. Excepto la vaca, que seguía poniéndose rojo, casi granate, y cerraba muy fuerte los puños y la boca.

Yo tenía ganas de poner en práctica el consejo de la maestra y resolver solo aquel problema, pero aquellos tímidos y ya conocidos insultos no me motivaban lo suficiente como para levantarme y romperle la cabeza a aquel casi adulto. Qué pereza.

Hasta que una vez se excedió.

—Y tú, ¿qué? Cojo del culo. Siempre callado. ¿No te atreves a decir nada, bebé? ¿Eh? Bebé, ¿dónde están aquellas gafas de sol que llevabas antes? ¿Eh, mudito? ¿Qué pasa? ¿Echas de menos a mamaíta la sudaca?

Repito que yo no acababa de entenderle nunca cuando me insultaba, ya que usaba como insultos palabras que a mí me parecían elogios. Sin embargo y dado el historial de aquel tipo, decidí dar por supuesto que intentaba ofenderme y además en esta ocasión lo hacía ridiculizando lo que había sido y lo que soñaba volver a ser. Así, sin apenas poder sacudirme la desgana, me puse en pie y comencé a hacer lo que tendría que haber hecho hacía tiempo.

Con un movimiento rápido agarré al bruto por el cuello con el brazo derecho, agarrando mi muñeca con la mano izquierda. Y entonces comencé a apretar cada vez más fuerte y la cara de aquel más o menos niño se iba poniendo casi tan roja como la de la vaca y oía suéltale, no merece la pena, pero qué hace, suéltale anormal, que lo vas a matar y noté un par de tímidos puñetazos en el costado, no sé de quién, y varios brazos intentando separarnos, pero yo no le soltaba, no tenía por qué, hasta que comencé a fijarme en su cara y en sus ojos abiertos, salidos, sorprendidos y me dio asco la vena de la frente, tan hinchada, y la cara, tan roja, y comencé a soltar y al final le solté del todo y ya no estaba rojo, estaba pálido y tosiendo y se cayó al sueño y sus dos amigos le ayudaron a ponerse de pie.

—Está loco —dijo, con la voz entrecortada—. Casi me mata, ¿lo habéis visto?

Volvió a toser y creo que escupió sangre, o eso me pareció, y casi se cayó de nuevo y sus amigos volvieron a ayudarle a levantarse, tranquilo tío, ya está, se va a enterar, vamos primero a la portería, que creo que te has desmayado.

—Está chalado el anormal de mierda —se paró de nuevo a toser—. Se lo voy a decir a mi padre y se va a cagar. Lo van a expulsar del colegio. Hijo de puta, hij…

Intentó gritar, pero otra vez comenzó a toser y casi se cayó de nuevo, tío, te tiemblan las piernas, esto no me mola, vamos a la portería, que te lleven al médico.

Y me senté y sentí que de la rabia me venían las lágrimas a los ojos.

—Muy bien —dijo la vaca—. Que se joda el hijo de puta. Muy bien. Ya no se atreverá a acercarse a nosotros.

—Te has pasado tres pueblos —decía el asmático—. Su padre es el jefe del mío y es un cabronazo. Es peor que el hijo. Te expulsarán.

En otra ocasión igual me hubiera alegrado ante la perspectiva de abandonar aquel colegio, pero en aquel momento sólo me sentía rabioso, furibundo, colérico conmigo mismo.

Entonces oí la voz de la maestra y la vi venir hacia a mí.

—Pero qué has hecho, pero qué has hecho.

Ya no pude aguantarme más y arranqué a llorar.

—No merecía la pena, tendrías que haber confiado en mí. Puede poner una queja y avisar a sus padres.

Pero yo no lloraba por eso. Aunque ya sabía que nadie sabría por qué lloraba y pensarían en motivos absurdos como habían hecho todos durante toda mi vida. Lloraba simplemente porque había sido incapaz de seguir apretando, porque había sentido miedo, porque si le hubiera agarrado sólo uno o dos años antes hubiera apretado hasta que su cuerpo se hubiera desplomado y después todo hubiera sido tranquilidad, calma, descanso. Para mí y para el bruto, que no merecía ser un niño.

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