La decadencia del ingenio (36 page)

Una suerte no haber tenido consolas hasta entonces. Porque entonces ya daba igual que la tuviera o no. Yo ya era un viejo inútil, incapaz del más inocente y sencillo de los asesinatos.

Comencé a pasar niveles del juego. Y a morir. Y a volver a comenzar. Hasta que aprendí a salvar los juegos y me di cuenta de que no era necesario pasar todo el juego desde el principio cada vez que alguno de aquellos cabrones me acribillaba a tiros. Había uno rosa con unos pinchos larguísimos que…

—Joder con el niño y la consola. Dile que venga a la mesa, ya. Se ha pasado toda la tarde jugando, ¿no? Siempre que vuelvo de la tienda me lo encuentro ahí tirado. Contrólale, Noelia, contrólale, que eso no es bueno, se va a quedar ciego. Que lea, llévatelo a dar un paseo, coged el tren e id a la playa, no sé, algo.

—Ay, déjalo, que es el juguete nuevo, ya se cansará.

—Ya se cansará, ya se cansará. No parará hasta que se le caigan los ojos al suelo.

Solté el aparato asustado, a media partida. Miré el reloj. Había pasado seis horas seguidas jugando. Y eso desde que desperté de la laguna. Me estaba meando. Pero no pude dejar de lamentar cómo me pegaban un par de tiros. Me fui al cuarto. Pasando antes por el lavabo, claro. Abrí el armario y saqué el estuche del violín. Me lo llevé al hombro. Agarré el arco. Decidí tocar una breve pieza, muy sencilla, que había compuesto hacía ya años pensando en mi ópera. Sería un buen calentamiento, un buen reinicio, una buena manera de olvidar que había estado jugando con un instrumento de doma adulta que ni siquiera fuera necesario haber caído en una de mis lagunas. Y me tenía que salir bien. Sí, me tenía que salir bien.

Entonces me di cuenta de que había sujetado el violín con el brazo equivocado. Claro, por eso me encontraba tan raro. Lo cambié de brazo. No, peor. Ya lo tenía bien, qué tontería. Lo volví a coger como antes. Puse los dedos del brazo izquierdo en posición, presionando las cuerdas que tocaba presionar. Sí, así. Levanté el arco y lo deslicé sobre las cuerdas.

Sonó mal, desafinado.

Cómo se hacía para…

Sí, las clavijas.

Pero ¿cómo se tenían que girar? ¿Y cómo tenía que sonar cada cuerda?

Busqué por internet cómo había que afinar el violín. Claro. Muy sencillo. Lo había olvidado por la simple razón de que hacía mucho que no tocaba aquel instrumento. Pero después de unas cuantas pruebas ya sonaba más o menos bien. Estaba algo viejo, pero en fin. Sí, podía pasar.

Volví a tocar la primera nota de mi pieza.

No me acordaba de la segunda.

Me puse a rebuscar y a regirar entre mis cajones, intentando encontrar la partitura. ¿No la habría tirado mi padre, en aquella época en la que le había dado por que estudiara? No, allí estaba. Sí, una pieza sencilla, al menos para mí, pero intensa y muy bien construida.

Toqué la primera nota. Y la segunda y la tercera. Fui cogiendo ritmo, una nota detrás de la otra y acordes y pizzicatos y… ¿aquello era un sol o un la? ¿Estaba sobre la línea? No, en el hueco. No, espera. Probé las dos notas. Qué raro, no notaba apenas diferencia. Pero estaba seguro de que no valía cualquiera de las dos notas. Si por algo se caracterizaba mi música era por la precisión. Uno no podía ir improvisando o ir cambiando las notas de sitio. Cada corchea tenía su razón de…

—¿Quieres parar ya con el violín?

—Déjale, que está jugando.

—¿Jugando? Parece que esté torturando a un gato. ¡Estoy intentando ver la tele!

Me senté en la cama. Miré el reloj. Bueno, había pasado más de una hora con el instrumento. Era un buen comienzo. Ya recobraría la práctica y la emoción y la intuición y el oído. Con el tiempo. Sí, con el tiempo.

Eso me decía. Aunque sabía que era mentira. Con el tiempo todo iría a peor, siempre había ido a peor. Un día abriría el armario, en busca de la guitarra eléctrica o, peor, de algún libro, y encontraría el estuche del violín. Lo abriría y lo miraría. Dos cuerdas rotas y una clavija suelta. Noelia, preguntaría, qué es eso. Tu violín de cuando eras niño. Jugabas con él. ¿Lo tiramos? Sí, tíralo, le respondería, que ocupa demasiado espacio.

Me tumbé sobre la cama, acalorado, triste y desesperanzado. No tuve más remedio que quedarme dormido. Era eso o volverme loco.

Aquel hombre me recordaba a Lucas, aunque era más barrigudo. Vestía unos pantalones grises, con la raya mal planchada, y una chaqueta azul marino desgastada. Debajo, una camisa casi blanca, arrugada y vieja. Estaba despeinado y se sonaba con un pañuelo que no hace mucho debió haber sido azul claro. También iba mal afeitado.

—Disculpa mi aspecto —me dijo—, es que me estoy muriendo. No he ido al médico todavía, claro, más que nada porque mi médico nunca me hace caso, pero estoy seguro de que tengo leucemia. Por eso estoy tan bajo de defensas. Llevo diez días resfriado, no te digo más.

—¿Quién eres y qué haces aquí?

—¿Aquí dónde?

Miré alrededor. No estaba en mi cuarto, sino en una plaza del barrio.

—Ah, creía que estaba en casa.

—Si quieres vamos allá.

Me desperté. Estaba oscuro. Miré el reloj: las dos de la mañana. Aquel sueño me había dejado intranquilo. Aquel tipo no me había gustado nada. No podía dormir, así que decidí encender la luz y hojear algún libro hasta que me entrara sueño otra vez. En realidad lo que me apetecía era jugar con la consola. Además, leer ya era malo, por lo que no empeoraba mucho la cosa si me dedicaba al jueguecito en lugar de a algún libro estúpido.

Encendí la luz.

—Hola.

Aquel hombre con el que había soñado estaba sentado en la silla, de espaldas a mi escritorio.

Reconozco que me asusté.

—Mi nombre es Hipo. En realidad no es mi nombre, pero todo el mundo me llama así. Supongo que quieren decir que soy un hipopótamo, refiriéndose a mi horrible barriga —se palmeó un vientre algo fofo—. Pero son injustos. Esto no es de comer. Son todo gases. Lo sé porque una vez me tuve que hacer unas radiografías en urgencias. Creía que tenía apendicitis porque notaba un dolor y una presión insoportables, pero al final resultaron ser gases. Que no es mucho mejor porque eso quiere decir que tengo el sistema digestivo completamente destrozado. ¿No dices nada? ¿Unas palabras de ánimo? Podrías decir que no estoy tan gordo como creo. Ah, por si no sabes quién o qué soy: soy lo que los adultos llaman un amigo imaginario. Bueno, ya hablaremos. Tengo que irme. Noto que me viene una migraña y será mejor que me tumbe en la cama e intente descansar. Aunque ya sé que no podré. Padezco insomnio. En fin. No me queda mucho por sufrir. Este dolor de cabeza es por la leucemia, ya te he hablado de ella. Me diento débil. Muy débil. Aunque aún podría curarme. Pero mi médico no me creería, claro, si le dijera que ya sé lo que tengo. Los médicos se empeñan en llevarle siempre la contraria a uno. En fin. Buenas noches.

Dicho esto, se levantó y salió de la habitación, dejándome allí tirado, con cara de tonto y sin nada de sueño.

Acerca del servicio que Hipo me rindió en la escuela

Hipo no era mala persona, pero la verdad es que era un poco pesado. Bastante pesado. Aparecía siempre en el peor momento, aunque en su caso no había momentos mejores, simplemente menos malos, y nada más abrir la boca para explicar lo mal que se encontraba o algo supuestamente interesante que le había pasado en alguna ocasión, uno deseaba que por favor se callara de una vez.

Intentaba por ejemplo tocar el violín, cosa que cada vez me resultaba más difícil, casi imposible, y el tipo aparecía por allí, sentado en mi cama, rascándose un tobillo enfundado en un calcetín negro, casi gris de lo desgastado que estaba.

—No sé por qué sigues empeñado en tocar eso —decía—. Coge la guitarra. También tiene cuerdas.

Era inútil explicarle que la guitarra era
eléctrica.

—¿Y cuál es el problema? ¿Tienes miedo a electrocutarte?

Intentaba no hacerle caso y seguir a lo mío. Pero creo que él casi lo prefería. Así nadie le interrumpía.

—Ya está bien de hablar de ti. Porque vengo a explicarte algo importante. Si no, no te molestaría mientras torturas a ese gato al que agarras por el cuelo y sujetas con la barbilla. No te molestaría no porque crea que es bueno que le tortures a solas, sino porque el espectáculo es casi más insufrible para mí que para el pobre bicho. Fíjate —seguía, arremangándose la camisa y mostrándome el antebrazo—, fíjate. ¿Ves estos granos?

—No veo nada.

—¿Cómo no vas a ver nada? Tengo toda la piel irritada. He estado consultando libros… Bueno, vale, he estado consultando internet, y creo que es una psoriasis severa. En poco tiempo tendré todo el cuerpo recubierto de pústulas supurantes. ¿Te he contado que mi hermano murió de cáncer de piel? Me viene de familia esta propensión a las enfermedades graves de la piel. Lo voy a pasar muy mal, igual no puedo venir a verte en mucho tiempo.

Obviamente y por desgracia, aquello era mentira. No tardaba más de dos o tres días en regresar.

Lo único que me gustaba de su presencia era que a veces sus visitas coincidían con mis lagunas y luego me contaba qué había hecho durante ese tiempo.

—Estuviste insoportable. Vine en medio de la noche y nada más verme te pusiste a llorar. Y la mañana siguiente no me hiciste el menor caso: estuviste jugando con la consola y por la tarde te fuiste a la playa con tus padres. Les preguntaste cuándo se van a casar y ellos se rieron, bueno, ella se rió, y dijeron ya veremos, ya veremos. Un espectáculo lamentable. Me encuentro demasiado mal como para que me hagas estos feos cuando vengo. Lo de la psoriasis resultó no ser nada, nada grave al menos, porque tuvo su cosa, pero no quiero molestarte con detalles. El caso es que llevo ya varios días mal del estómago. Apenas si puedo comer. Estoy siempre con náuseas. Incluso he ido al médico. El muy inútil me ha recomendado que coma suave… ¡Pero si casi no como! ¡Ya no sé qué más hacer! Creo que la leucemia en realidad era un cáncer de estómago.

No me dejó en paz ni cuando comenzó el colegio. A veces se presentaba en mitad de la clase. Obviamente, la maestra —una nueva, pero para el caso era lo mismo— no dejó pasar la oportunidad de preguntarme con quién hablaba. Y a mí no se me ocurrió otra cosa que seguir los consejos de Hipo y responder, también en mitad de la clase, que “hablaba con quien los adultos llaman un amigo imaginario”. La profesora creyó que me reía de ella y tuve que escribir cien veces la frase “contestaré con educación a los profesores y a mis compañeros”. Mientras escribía, Hipo me decía que escribiera noventa o incluso ochenta.

—Seguro que no las cuenta —aseguraba. Yo tenía pensado hacer eso antes de que aquel pesado abriera la boca, pero al final las escribí todas. Sólo por llevarle la contraria a Hipo.

—Tú haz lo que quieras —siguió, mostrando cierto fastidio—, pero yo no podría escribir todo eso. De niño me di un golpe en la muñeca y no puedo escribir más de diez minutos seguidos sin tener que ir a por hielo.

De todas formas, poco a poco fue extendiéndose el rumor de que hablaba solo, aunque todos creían que era algún tipo de broma pesada. Sobre todo la vaca y el asmático, que me decían que lo dejara ya. Y qué más quisiera yo, incluso intentaba no prestarle atención a aquel viejo, pero era tan insoportable que a veces tenía que rogarle, pedirle o exigirle que dejara de atormentarme con sus rollos, no podía simplemente quedarme callado.

—Mi hermano también estaba siempre de mal humor. Luego resultó que padecía migrañas. Y que las migrañas venían provocadas por un tumor. Era benigno, por suerte, pero no volvió a ser el mismo después de que se lo extirparan. Se ve que le tuvieron que arrancar tejido cerebral. No es que se quedara tonto, tenía las aptitudes intactas, pero era casi como si le hubieran hecho una lobotomía. Parecía que no… sintiera… Escalofriante, lo sé. Por suerte, porque a veces estas cosas vienen por suerte, aunque suene casi cruel decirlo, tuvo un accidente de tráfico. No murió, pero se quedó mudo y al menos ya no oíamos sus escalofriantes comentarios propios de una persona sin sentimientos. No tardó mucho en morir, de todas formas. Una rara enfermedad degenerativa del sistema nervioso. Los médicos lo negaron, pero yo creo que fue a consecuencia de la operación para quitarle el tumor. Algo hicieron mal. Y lo niegan, claro, qué puede esperar uno de un médico. Jamás te fíes de un médico.

El bruto al que no me había atrevido a matar no dejó de aprovechar todo aquello para meterse conmigo. Porque yo era la estrella. Loco, me llamaba. Loco.

En una ocasión vino a tocar las narices justo cuando Hipo ya me las estaba tocando y el resultado no fue todo lo negativo que uno creería a priori.

—Mira, el cojo loco. Cojoloco, Locojo, Cojoco.

—Yo no estoy loco.

—Claro que no lo estás —dijo Hipo.

—Hablas solo, como los majaras.

—Yo no hablo solo.

—Claro que no hablas solo. Hablas conmigo.

—Te van a encerrar, pirao.

—Recuérdale lo del cuello.

—Pero si tú no estabas ahí.

—Míralo, ya está hablando con su amigo invisible.

—Tú recuérdaselo.

—A ver si te voy a tener que coger del cuello otra vez.

El bruto se quedó parado un par de segundos.

—Pues mira, llamamos a mi padre otra vez y te quedas ahí cagao, delante de él y de la profesora, hablando con tu amigo invisible.

—Oh, con su padre, qué valiente.

—Oh, con tu padre, qué valiente.

—Te voy a partir la boca, niñato.

—No creo.

—Cabrón, loco mierda, no te rompo la cara porque están mirando los profes, habla solo, jaja, pirao, pringao. Ten cuidado cuando vayas por la calle y nadie mire, que igual te doy una colleja que se te cae la cabeza al suelo.

—Aquí el único que ha pegado al otro eres tú.

—Aquí el único que ha pegado al otro soy yo.

—Cabrón —y la mula dio dos pasos con la mano alzada, pero sus amigos lo pararon, venga, que está el Sifón mirando y como venga para acá la hemos cagado.

—Oh, un profe y hace la gallinita. Díselo, díselo.

—Oh, un profe y haces la gallinita.

—Porque me sujetan—decía mientras se iba con sus amigos—. Vigila en la calle.

—Siempre miras a izquierda y derecha antes de cruzar.

—Siempre miro a izquierda y derecha antes de cruzar, pero gracias por el consejo. Oye —le dije a Hipo—, ¿cómo sabías lo del cuello si aún no nos conocíamos?

—Me lo contarías, supongo. Bueno, me tengo que ir. Tengo las piernas hinchadas. Es por el calor. No puedo con el calor. Me ahogo.

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