La decadencia del ingenio (40 page)

El asmático no volvió con nosotros, sino que se quedó con sus nuevos amigos: el bruto y sus dos socios. Nos dejaban en paz. Eso sí, tenían nuevas víctimas: un chico afeminado y otro medio ciego.

—Fíjate —le dije a la vaca—. El asmático se ha meado en la cara de estos tres animales y ahora parece su sirvienta.

—Bah, que se joda. Joder, qué buena está Eva. Yo creo que le molo.

—No.

—Cortarrollos de mierda.

En una ocasión nos cruzamos a nuestro antiguo compañero en las escaleras, yendo a clase. No pudo mirarnos a la cara. Intentaba simular desprecio, pero se le notaba más bien asustado. Como todos los que habían estado en aquellos pisos.

El resto del curso transcurrió con tranquilidad, exceptuando una terrible discusión con Hipo en medio de la clase gracias a la que conseguí que los compañeros me tuvieran incluso más miedo. Y con razón.

Se extendió el rumor de que hablaba con un duende irlandés y borracho que me decía a quién tenía que matar.

La parte buena fue que me dejaron en paz y pude seguir con mis notas y mis paseos, a pesar de Hipo y de la vaca y siempre que lo permitieran mis lagunas. Aunque no me hacía falta ninguna laguna para ponerme a jugar con la consola portátil o incluso rascar la guitarra eléctrica. Estaba tan cansado de todo y me sentía tan incapaz, que me divertían actividades como esas. Incluso leía. Me dio por los autores irlandeses. Una pérdida de tiempo, sin duda, pero ya no me quedaban fuerzas para más.

Ni para el violín, aunque a veces lo agarraba, sólo para que de él salieran gemidos, tartamudeos, dudas. Ya no sabía ni cómo colocar las manos para tocar una simple escala.

Una laguna (en sentido literal)

Caí a un lago y me devoró un salmón. Todo estaba oscuro y nadaba en un líquido denso, aunque al menos y no sé cómo, podía respirar. Lo que no podía era dirigirme de nuevo hacia la boca: estaba enganchado a las paredes del estómago.

Arañando con las uñas conseguí abrir una rendija estrecha y de apenas unos diez centímentros de largo. Comenzó a entrar agua por aquella raja y fui estirando de cada lado para ir abriéndola. Al final conseguí salir y braceé hasta llegar a la superficie. Una vez fuera vi una barca. Había alguien en ella. Nadé hasta allá, a ver si me podía llevar a la orilla. Cuando llegué, vi que era Hipo.

—No sé por qué hemos quedado aquí —dijo, mientras yo intentaba agarrarme para subir a la barca, aunque continuamente me resbalaba y tenía que volver a intentarlo—. La humedad es terrible, me destroza los huesos. Me voy a pasar tres días en cama. Por cierto, fíjate en esta mancha blanca de la mano. Yo creo que es lepra. ¿Ves cómo caen trocitos de piel?

Vi que se acercaban más salmones. Eran pequeños, pero ya se me había tragado uno, así que no quería tentar a la suerte.

—Ayúdame a subir.

—Oh, es igual, sólo he venido un momento. Para decirte que me voy. Ya no puedo hacer nada por ti.

—Nunca lo has hecho. Ayúdame a subir.

—Ya es tarde.

Comenzó a remar y a alejarse. Intenté seguirle, le alcanzaba en un par de brazadas, pero al intentar agarrarme a la barca, resbalaba y caía de nuevo al agua. Intenté coger un remo, pero me golpeó en la cara. Cada vez me quedaba más atrás y me costaba más alcanzar la barca, que finalmente se me escapó y se hizo cada vez más pequeña.

Me quedé rodeado de salmones.

Al menos ya había acabado el curso.

Acerca de un verano tranquilo y reflexivo (cuando las lagunas me lo permitían)

Eché de menos a Hipo aquel verano. Sí, era un pesado de mucho cuidado, pero me hacía compañía y me explicaba lo que hacía cuando no era yo. Calculo que pasé casi dos meses de aquel verano perdido en mis lagunas. Por lo que supe, había ido sobre todo a la playa y al médico.

Lo que más me preocupó, claro, fue lo del médico. Porque era para la pierna. Al parecer, mi yo de las lagunas, con la tenebrosa colaboración de mi cada vez más tranquilo padre y la siempre mimosa Noelia, quería librarse de aquella cojera que tantas satisfacciones y tanto consuelo me había prestado. No era de extrañar, ya que cabía la posibilidad de que aquel defecto físico y por lo tanto virtud moral me permitiera al menos recordar lo que había sido, y no simplemente sumirme en una laguna eterna.

De todas formas, no pude evitar que me endosaran un nuevo zapato ortopédico, con una enorme suela y unas barras metálicas sujetándome la tibia y el peroné. Obviamente y con la excusa del calor, me quitaba la bota a la menor oportunidad, por mucho que Noelia y mi padre se quejaran, hablaran del dinero tirado en doctores, me amenazaran con —¿o prometieran?— una cojera de por vida y me obligaran —o al menos lo intentaran— a calzarme otra vez aquel aparato de tortura de cuero barato.

Durante las semanas que pasé en plena posesión de mis cada vez más mermadas facultades mentales decidí dar forma a este libro a partir de las notas que ya había ido tomando, sabiendo que los libros no son precisamente una buena herramienta, pero confiando en que al menos sirviera como testimonio para otras generaciones.

Lo que no había ni he decidido aún era qué hacer con este documento: ¿dejarlo en manos de una editorial manejada, qué remedio, por adultos? ¿Colgarlo en una internet supuestamente libre, pero regulada y controlada por adultos? ¿Dejar copias en los parques, cerca de los bancos de arena y los columpios, pero también a mano de los adultos?

No podía ni puedo fiarme de ellos. Lo sé porque me estoy convirtiendo en uno.

Ya llevaba, claro, meses notando mi empeoramiento, pero aquel verano —este verano, mejor dicho, ya que fue el pasado verano— fue incluso peor. Y no sólo por el hecho de querer librarme de la cojera. Comencé a desarrollar una obsesión que creo que ya se había manifestado como mínimo en mis lagunas. Me refiero al sexo. Concretamente, al sexo con la niña pelirroja.

Obviamente, ya conocía el sexo y sabía de sus terribles consecuencias. También he sido siempre consciente de una cierta fascinación por Mireia. Pero aquello no me gustaba. Si hubiera mostrado las aptitudes de la arquitecta o, al revés, la arquitecta hubiera mostrado el agradable aspecto de la niña pelirroja, igual no tendría tanto miedo a entrar en la edad adulta de su mano, la de cualquiera de las dos. Pero lo cierto es que me provocaba cierto pánico la idea de eyacular con o en —no lo tenía muy claro— la niña en cuestión.

Claro que ése era otro tema. Sabía que la eyaculación era la última y definitiva estocada a mi infancia y que una vez lo hiciera habría muerto como persona para siempre. Pero no estaba tan seguro de que tuviera que eyacular en compañía. Los testimonios que me habían llegado eran confusos. Tampoco tenía valor ni ánimos para hablar de este tema con mi padre o con la vaca. ¿La vaca habría eyaculado? De hacerlo, lo habría hecho solo, eso estaba clarísimo, porque la única mujer joven que le prestaba atención era su hermana mayor y dudo mucho de que mi llamémosle amigo mostrara algún tipo de interés por el incesto.

También pensé en la posibilidad de dejar de resistirme. Total, por unos meses más no merecía la pena sufrir, sudar y agarrarme a lo poco que me quedaba. Sí, una laguna eterna, la nada, la vana promesa y el triste consuelo de convertirme en parte de una fábrica opresora de niños pequeños. Pero al menos también un descanso, un sueño eterno, el olvido de mí mismo y de la angustia ante un futuro por desgracia y si la cojera no lo remediaba, inevitable.

Otro curso y ya poca cosa más

Poco más puedo añadir a estas páginas. Comencé un nuevo curso, igual de anodino que los demás, enganchado a la vaca e intentando huir de las pelotas de fútbol, aunque a veces salía de mis lagunas y averiguaba que me había puesto de portero a pesar de la cojera y de la bota. En dos ocasiones incluso accedí a jugar sin necesidad de estar en uno de aquellos trances tan odiosos y que tanto tiempo me quitaban.

He notado estos meses la obsesión por el tiempo, por aprovechar lo poco que me queda. Ya casi no me quedan aptitudes de las que merezca la pena hablar, pero al menos aún conservo mi memoria, cosa que me ha servido para trasladar mi vida a estas hojas.

He intentado arañar horas para poder ir ordenando mis notas y mis ideas, he intentado aprovechar cualquier minuto, esforzándome por superar una constante y adulta pereza. A veces paraba después de media hora o tres cuartos de juntar frases para ponerme a jugar con la consola o simplemente ver la televisión. A veces ni siquiera comenzaba a trabajar, prefiriendo un rato de inútil lectura. Y cuando conseguía escribir una o dos horas seguidas, acababa mareado, agotado, incluso sudando.

Escribir, juntar palabras, trabajar con el lenguaje, algo tan sencillo me ha costado horrores. Y eso que el lenguaje es una simple herramienta que todo el mundo sabe manejar. Hasta los locos y los oligofrénicos hablan.

En mis buenos tiempos, escribir música me resultaba menos agotador, a pesar de ser más difícil. También era más agradable y provechoso. Eso era arte y no lo que he estado haciendo estos meses. Esto no es más que un testimonio, un aviso, un cartel en una autopista.

Y encima cada vez me he sentido más cansado y más harto. Cada día que ha pasado de este año me ha costado más concentrarme, cada laguna la he recibido como un descanso, como un respiro, por mucho que me intentara engañar y me dijera que no, que eran odiosas, que quería vivir.

Pero vivir es agotador. Ahora lo es. Supone luchar, trabajar, intentar ser consciente de todo cuanto hago para intentar diferenciarlo de una laguna. Querer aprovechar lo poco que me queda sin ser en realidad ya capaz de hacerlo.

Ignoro cuánto tiempo me queda, pero desde luego no es mucho. Llega el verano y con el calor, mi decimosegundo cumpleaños. Tengo vello oscuro y fuerte sobre el labio superior. El médico dice que la pierna está cada vez mejor y que igual ni hace falta operar. Llevo meses sin tocar el violín y estoy leyendo todas las novelas que encuentro de Agatha Christie y de Georges Simenon. Tengo cuatro juegos para mi consola portátil y he llegado al final de dos de ellos, superando incluso los récords de la vaca.

En clase, soy el niño mimado de la profesora y mis compañeros me tratan de loco y siguen sosteniendo que yo podría matarles en cualquier momento. Lo cual, por desgracia, es mentira. No sólo tengo miedo de matarles, sino que incluso a veces no encuentro fuerzas ni para hablar con ellos. Sobre todo con la niña pelirroja. Cuando la veo, me sudan las manos y me tiembla la voz. Claro que sólo he hablado dos o tres veces con ella en todo el curso. Me ha preguntado por mi bota. Se ha alegrado por el hecho de que pronto vaya a caminar normal. Qué cruel. En una ocasión me preguntó por la libreta en la que garabateaba estas páginas. Le balbucée que era para distraerme mientras la vaca jugaba a fútbol. Lo cierto era que cuando me encontraba lo suficientemente despejado como para escribir, le enviaba a jugar para poder concentrarme en mis papeles.

Tengo miedo. No sé lo que me espera. Una laguna eterna, un sueño, quizás. Pero puede que una pesadilla.

Quizás sea un sueño dulce. Quizás no recuerde nada de lo que he sido pero sepa lo que en ese momento soy. Y puede que en mis limitaciones me guste a mí mismo. Estudiar, trabajar, ser padre, envejecer, morir. Quizás todo eso me resulte agradable.

Pero espero que no. Prefiero sufrir o no sentir nada a ser feliz sin saber por qué, a pesar de que tampoco sepa que podría ser más feliz y más persona. No quiero la alegría de los cerdos que se revuelcan en el fango. Yo no soy así.

Claro que ya no soy casi nada. Sólo mis recuerdos. Unos recuerdos que no sé si conservaré. Igual sigo cojo y recuerdo. Pero igual, siga cojo o no, lo olvido todo. Los dieciocho meses que pasé dentro de mi madre, Lucas, el parque, los abrazos de Noelia, los once adultos a los que maté –la vieja que quizás era la hermana de Lucas, el pediatra, el novio de la segunda pediatra, su madre, los padres de la niña pelirroja, Alberto, la abuela italiana, el anciano del Tiergarten, el viejo del centro comercial y Marcos—, los pechos de la pediatra, la arquitecta, Alberto, mi sinfonía, la gira, el musical, Marcos.

¿Mucho? ¿Poco? Ni siquiera sé si es todo lo que pude hacer o si podría haber hecho más.

Espero eyacular con la niña pelirroja.

Al menos.

Ya que tengo que hacerlo.

Rápido

Y ya lo había dejado y no quería anotar más porque en fin creo que ya no hay más que anotar pero es que anoche estaba no sé cómo estaba estoy mareado estaba mareado y en un pasillo estrecho que iba hacia abajo y luego hacia arriba lo seguí y salí a la calle la gente me miraba todos de blanco y yo con la piel roja y desnudo todo desnudo y querían que me vistiera y yo me negaba intentaba actuar con normalidad pero estaba mareado me apoyé contra la pared para vomitar y una señora me dijo ponte esto y me quería poner una chaqueta y pensé sólo la chaqueta no es problema pero sabía que si me ponía la chaqueta luego vendrían los pantalones y los zapatos y la camisa y la ropa interior por fuera quería caminar normal vivir normal qué más les daría a ellos que no llevara ropa y me fui al colegio y la maestra que no era la maestra que tengo ahora ni ninguna de las maestras que he tenido nunca me miraba mal y al final de clase me decía quédate un momento y no bajes al patio me decía que quiero hablar contigo y mis compañeros iban saliendo mirando para atrás hacia mí y riendo bueno sonriendo ellos tenían claro por qué la profesora quería hablar conmigo y yo también por la ropa la niña pelirroja también sonreía pero de otra forma me gustaba noté como unas cosquillas por todo el cuerpo mira me dijo la maestra si no quieres llevar ropa vuélvete por donde has venido de acuerdo pero en mi clase siempre hay que ir vestido y entonces fue cuando lo comprendí cuando supe por qué me estaba pasando todo aquello y qué tenía que hacer para evitarlo así que volví corriendo y cojeando al pasillo y no dejaba de pensar en la sonrisa de la niña pelirroja y cada vez me gustaba más y la veía por la calle se giraba y me miraba y me sonreía sin reírse pero tenía que volver antes de que fuera demasiado tarde eso era lo que tenía que hacer volver ya no tenía a mi madre porque porque porque sí bueno porque había sido débil claro por qué si no pero Noelia serviría cualquiera serviría incluso la niña pelirroja cualquiera siempre que llegara a tiempo sólo tenía que volver por donde había venido pero igual es tarde la niña pelirroja me sonreía y yo pensaba en ella pero venga vuelve y me quedaba parado y me sentaba en la acera mi culo contra el asfalto pero no estaba frío ni pinchaba ahora sigo estoy cansado sólo quiero sentarme a pensar en la niña pelirroja y entonces me empezó a entrar sueño y pensé no me tengo que quedar dormido tengo que volver casi no hay tiempo volver por donde he venido tengo que levantarme un último esfuerzo pero me quedo dormido qué era lo que noté al despertar era sí sé lo que era estaba allí abajo en las sábanas sé lo que era pegajoso estaba ya frío y casi seco pero sé lo que era no tengo tiempo ya voy a tumbarme un rato.

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