La decadencia del ingenio (30 page)

—No entiendo tu actitud —fue lo único que me contestó.

Y yo, ya viejo y colérico, no podía más que balbucear, incapaz de explicarle que el problema no era mi actitud, sino su comportamiento, y que si me enfadaba era sólo por su bien, para intentar hacerle comprender que estaba desperdiciando lo poco que le quedaba —que nos quedaba— de juventud.

—¿Por qué no me llamaste a mí? Te hubiera podido ayudar con tus ejercicios de matemáticas.

—Pero si estaba a trescientos kilómetros.

—Hay trenes, maldita sea, hay trenes.

—No es normal, lo tuyo no es normal.

El timbre interrumpió el combate. Subimos a clase y conocimos a una nueva maestra, igual a las dos anteriores, salvo, como las dos anteriores, por el peinado y los pendientes. Me pregunté si no habría maestros y por qué, siendo maestras, ninguna nos cogía en brazos y nos aplastaba contra su pecho cuando quería que le hiciéramos caso, en lugar de gritar cosas horribles y proferir amenazas ridículas.

Durante el recreo intenté hablar de nuevo con Marcos. Lo único que conseguí fue poner de manifiesto mi incapacidad para expresarme, incapacidad que ha ido a más y de la que dan buena muestra estas tristes páginas.

Pero eso no fue todo ni lo peor. Después de comer, dejé a Marcos un momento y me fui, cojeando y sudando, a beber agua a la fuente. En las escaleras vi a Mireia y a sus dos amigas, hablando y riendo.

No pude oír nada de lo que decían, pero por su tono de voz, por cómo me miraban y por cómo cambiaron de tema bruscamente al verme llegar, pude reconstruir su conversación, yo creo que fielmente.

MIREIA: Este verano he estado en Alicante.

JÉSSICA: Como el año pasado.

M: No, como el año pasado, no.

EVA: ¿Qué quieres decir con “como el año pasado, no”?

M: Porque este año Marcos ha veraneado en el mismo pueblo.

(Risas.)

E: Qué suerte. Marcos.

J: Con lo guapo que es.

E: Y qué listo.

J: Qué conversación más agradable tiene.

E: Y qué bien se maneja con el sexo opuesto.

J: No como su amigo, cuya única virtud es la de estar cojo.

E: Qué feo es su amigo.

J: Y qué mayor está, para ser tan joven.

E: No sabe ni hablar, está atontado, es lento.

J: Y feo.

M: Por favor, no le insultéis… No hay para tanto.

E: ¡Cómo que no hay para tanto!

J: Es un ser despreciable.

E: Repugnante.

J: Y feo.

M: Yo… Yo creo que… Yo… ¡Es igual! Seguro que tenéis razón.

E: Oh, ahí viene.

J: Cambiad de tema.

M: Sí, es él… Pero… ¡Es igual! Seguro que tenéis razón.

Me alejé de la fuente, sin ni siquiera haber bebido todo lo que quería, por los nervios, por la ira. Volví con Marcos, que había aprovechado mi ausencia para ponerse a leer un libro. Teatro. Strindberg. Seguramente quería evitar mi conversación, mis justas recriminaciones que le hacían sentir los más vergonzantes remordimientos de conciencia.

—Ahora te ha dado por la literatura.

—Sí, qué ocurre.

—No, nada. Ya sabes lo que pienso acerca de los libros. Todos llenos de errores.

—Bueno, la literatura es lo mismo que la música.

—No lo dudo. Pero yo no escuchaba ni leía música: componía. Corregía ese arte. Le daba su verdadero significado. Expresaba todas sus posibilidades. Tú sólo lees. Te sometes, no actúas. Simplemente padeces.

—Al menos yo no vivo en el pasado.

—¿Qué quieres decir?

—Has usado el pretérito imperfecto: “componía”.

—Aún compongo. Es el imperfecto, no el perfecto. La acción no ha terminado.

—No has estrenado nada en años.

—¿Para qué? ¿Para que me lo destrocen?

—Tampoco has compuesto.

—Sí que he…

Guardamos silencio durante unos minutos.

—Eres un traidor. Un amigo de los adultos. Un débil. Un colaboracionista.

—Por favor, no empecemos.

—Estás deseando convertirte en uno de ellos, no destacar, tenerlo todo fácil, eyacular dentro de la niña pelirroja y drogar y atontar a tus propios hijos. Me das asco.

Me levanté y me fui, haciendo caso omiso de Marcos, que gritó mi nombre tres o cuatro veces. Me senté junto a las escaleras que llevaban a clase. Lloré de rabia, escondido, procurando que me nadie me viera.

Acerca de cómo me hice con un par de pistolas

Tenía que hablar con los Alcázar. Volví a escaparme una tarde resbalando por el árbol y fui al centro comercial, evitando a los empleados, que eran los más propensos a identificarme como niño perdido.

Les encontré en el supermercado, escogiendo la cena.

—Necesito hablar con vosotros.

—¿Tú qué prefieres, pollo o pato? –Preguntó Montserrat—. Yo prefiero pato, pero no me fío del horno nuevo de la primera planta. Creo que no lo dejará blandito.

—Mira que eres maniática. Si es nuevo y potente y…

—Pues por eso mismo. Es demasiado potente. Lo dejará demasiado hecho por dentro.

—Pato —dije, añorando tiempos mejores, cuando lo peor que me podía pasar era tener que colorear una de aquellas aves—, pero prestadme algo de atención. Ni que tuvierais algo mejor que hacer.

—Eres un poco grosero —dijo Montserrat, pero aún así tanto ella como su marido me hicieron caso y me siguieron a la cafetería, donde pedí un té muy cargado. Me lo trajeron con dos bolsitas.

Les expliqué lo ocurrido: aquel verano en el que Marcos y Mireia se habían estado viendo a escondidas y cómo Marcos no me hacía caso y se ocultaba detrás de un libro —¡de un libro!— e intentaba hacerme creer que lo suyo con Mireia no era más que un condescendiente colegueo con un ser inferior.

—Ah —dijo Ramón—, asuntos de faldas y amistad. Ya es hora de que lo zanjes de una vez por todas: esas cosas en mis tiempos se solucionaban con un buen duelo.

—No digas tonterías, tú nunca te batiste en duelo.

—Porque tú eras (y eres) una mujer honrada y nunca me hizo falta. Pero en caso necesario no hubiera dudado en coger una pistola, contar diez pasos, girarme y disparar contra quien osara atentar contra mi honradez.

—Eso es una estupidez –insistió Montse—. Tú lo que tienes que hacer es ser amiguito tanto del niño ese como de la niña esa. Y si quieres una novia…

—Yo no quiero una novia.

—Y si quieres una novia, ya tenemos a mi nieta. Ay, Ramón, ¿cuándo le diremos a nuestra hija que somos millonarios?

—Más adelante, más adelante.

Montserrat sonreía, mirando al horizonte, más allá del cartel en el que se anunciaban las ofertas de merienda. Ramón se limitaba a mirar la mesa y juguetear con el sobrecito vacío del azúcar.

—Bueno, yo me voy. —Dije.

—Eh, sí, vale, adiós… –Contestó él.

—Gracias por lo del duelo. Creo que ha sido un buen consejo.

—Sí, sí, un duelo… Pero no hagas tonterías.

—No le hagas ni caso. Ya chochea. Un duelo, dice, si ve un cuchillo de cocina y le tiemblan las piernas.

—Pero por lo de la cocina, no por el cuchillo.

En esta ocasión no me cabía ninguna duda: Ramón estaba en lo cierto. El único problema era saber de dónde podía sacar un par de pistolas.

La respuesta me la dio Noelia aquella tarde. Con su sola presencia.

El simple hecho de que se me ocurriera aquella idea me alegró y no poco. Al fin y al cabo, parecía que no había perdido tantas facultades como creía.

El caso es que al verla pensé en Bienvenido y recordé que el tipo aquel era o al menos había sido policía. Y eso significaba que tenía permiso de armas y acceso a pistolas, así que no sería de extrañar que tuviera alguna en casa. Sería raro que tuviera dos, pero al menos lograría la mitad de las que necesitaba.

Mientras Noelia estaba haciendo la cena, le pregunté si ella tenía las llaves de la casa del policía.

—¿Quieres ver a Salvador? Pero él no está en casa. Está malito, en el hospital.

—No, no quiero verle. Me aburre. Siempre me ha aburrido. Quiero ir a su casa a ver si tiene algo que me interesa.

—Huy, pero yo no puedo entrar en su casa.

—Claro que sí. Alguien tendrá las llaves. E irá de vez en cuando a limpiar y a comprobar que todo esté en orden.

—Las tendrá su papá. O su mamá.

—No, yo creo que las tienes tú.

—Ay, qué cosas dices. ¿Cómo las voy a tener yo?

—Porque te escapas a verle siempre que puedes y eso es a menudo. No creo que nadie se preocupe tanto por él. No digo que sus padres no tengan también las llaves, pero yo diría que la palabra clave es
también.
Es más, conociéndote y conociendo tu ridícula relación con el policía o ex policía (no sé si los locos son expulsados del cuerpo), diría que te ofreciste voluntaria a la familia.

—Pero qué cosas tienes.

—Si no me das las llaves de su piso, le diré a mi padre que te estás viendo con Bienvenido y que le limpias la casa. Igual se le quitan las pocas ganas que tiene de casarse.

Quiso darme largas o quizás sólo llegar a alguna especie de punto medio para salvar la honrilla e intentó convencerme de que ya me acompañaría ella, pero no me fiaba. No era tan sencillo como ir al manicomio. Sabía de las absurdas precauciones que suelen mostrar los adultos respecto a las armas y temía que no me dejase sacar las pistolas de la casa. Por tanto, no estaba dispuesto a negociar: iría a su piso solo y punto. O me chivaría.

Me salí con la mía. Obviamente. La mujer no tenía otro remedio.

La mañana siguiente no fui a clase. Simulé estar enfermo. Tampoco me hizo falta esforzarme mucho, ya que la sola idea de levantarme a las siete para desaprender a dividir me provocaba náuseas y flojera en las piernas, y habitualmente sólo lograba ponerme de pie porque Noelia me agarraba y me arrancaba de la cama.

Como no me fiaba de la niñera y sospechaba que intentaría retenerme a pesar de haberme dado las llaves y la dirección, aproveché que bajaba a comprar para escaparme.

Y caí en un despiste que no era nada habitual en mí, o que al menos no lo hubiera sido en el mí de hacía un par de años. A pesar de que estaba solo en casa, no salí por la puerta, sino que, movido por las costumbres de preso que había desarrollado, abrí la ventana y bajé por el árbol.

Yo, pasto de las costumbres y los hábitos, en lugar de hábil y rápido analista, de los que tiene en cuenta cualquier cambio en las condiciones, por pequeño que sea, para actuar en consecuencia.

A pesar de lo ridículo que me sentía, reuní fuerzas para parar un taxi y darle la dirección del piso de Bienvenido. Y pagué. Con el dinero ahorrado de la absurda paga que me daba mi padre aún no comprendo por qué motivo. Pagué porque con ocho años y sin triciclo uno ha de pagar a los taxistas si no quiere que avisen a sus padres, como si me hubiera perdido en un centro comercial.

Entré en el piso de Bienvenido. Se notaba la mano de Noelia: había casi un dedo de polvo sobre los muebles, un olor raro salía de la cocina y las plantas (las dos) se morían de sed junto a la ventana.

Era un piso pequeño, de dos habitaciones, y lleno de muebles baratos. Miré las fotos que había enmarcadas sobre el mueble de la televisión. Bienvenido en Nueva York con una morena bajita. Los padres de Bienvenido. Bienvenido con Noelia y conmigo, en el parque. Yo salía dormido, imagino que por eso no recordaba la foto. Curioso lo mucho que me admiraba. Tenía hasta esa foto conmigo. Decidí hacerle un bonito favor a cambio de las armas, si es que las encontraba. Saqué la imagen del marco, cogí un bolígrafo y le firmé una bonita dedicatoria. No recuerdo las palabras exactas, pero eran algo así como “a uno de los pocos adultos que nos sabe valorar”.

Después de remover un par de armarios, encontré lo que buscaba. Era incluso mejor de lo esperado. Una cajita de madera de nogal, en cuyo interior había dos revólveres y dos balas bañadas en oro. En el interior de la tapa, una plaquita en la que se podía leer: “Al coronel Augusto Bienvenido, héroe de la Batalla del Ebro, en su paso a la reserva. 16 de julio de 1977”. Supuse que Don Augusto era el abuelo de Salvador y que la Batalla del Ebro estaría relacionado con lo que los adultos llaman guerra. Qué sabrán ellos. Cuatro muertos de mierda a los que aciertan por azar y ya están todos lamentándose y hablando de tragedias insuperables.

En fin.

Lo importante fue que al día siguiente y antes de comenzar las clases, me acerqué a Marcos y le di un bofetón.

—La situación es insoportable y sólo la podrá solucionar un duelo. Mañana jueves a las siete y media en la plaza de enfrente de la escuela. Tienes derecho a escoger arma, pero tengo listos un par de revólveres que creo que servirán.

Marcos tardó unos segundos en salir de su estupor:

—Los revólveres están bien —. Me miró a los ojos—: ¿Crees que es necesario?

—Creo que es inevitable.

Acerca del insomnio, las dudas y el duelo

La noche anterior al duelo me costó dormirme. Estuve casi media hora dando vueltas en la cama. Ahora ya estoy algo mayor —doce años recién cumplidos, nada menos— y si he tenido un mal día, puedo pasarme bastante más rato dando vueltas, pero entonces aquella situación era completamente nueva. Vamos, yo siempre había disfrutado del momento de quedarme dormido, en la cama o en un sillón o en el cine. Y si lo retrasaba era voluntariamente, para disfrutar de esa sensación de no saber si ya me había dormido del todo o si aún estaba despierto. El caso es que girando de un lado a otro, sin encontrar la postura, rascándome una pierna o un brazo o la cabeza, me di cuenta de lo que me ocurría: estaba dudando. Dudaba acerca de si batirme en duelo era o no una buena idea.

Esto también resultaba toda una novedad para mí. Es decir, había sentido la experiencia de la duda en más de una ocasión: a qué dedicar mi futuro, si echar la siesta en la cama o en el sofá, o si mejor un té o un zumo. Pero dudar acerca de una decisión de este tipo me parecía ridículo. Al fin y al cabo, en este tipo de cosas yo siempre tenía razón.

Tener dudas morales era algo tan… tan adulto.

Pero en fin, conseguí conciliar el sueño y levantarme a la hora prevista gracias a un horrible despertador con la cara de un payaso que brillaba en la oscuridad. Mi padre me lo compró creyendo que me encantaría, pero lo cierto era que me daba pánico. Aunque al menos cumplía su odiosa función: hacer mucho ruido a una hora en la que lo correcto era guardar silencio.

Other books

Una fortuna peligrosa by Ken Follett
Harvest of Bones by Nancy Means Wright
Voices in Our Blood by Jon Meacham
Little Knife by Leigh Bardugo
Exploiting My Baby by Teresa Strasser
Linda Barlow by Fires of Destiny