La decadencia del ingenio (25 page)

—No entiendo cómo pueden jugar —le decía.

—Sí, es extraño, no tiene sentido. Darle patadas a una pelota que no le ha hecho nada a uno.

—Y todo ese ejercicio físico que no hace más que favorecer el crecimiento.

Me sentía muy extraño en aquellos primeros días. Fuera de lugar, torturado. De hecho, nada más comenzar el curso ya había planeado ponerme enfermo al menos uno o dos días al mes, para descansar de aquella tortura, pero no me fue necesario fingir: me ponía enfermo de verdad: el olor de la tiza, de la plastilina, de las ceras y los plastidecor era tan absolutamente insoportable que no tardaba en subirme la fiebre. Mi cuerpo pedía una tregua para intentar desintoxicarse, aunque aquello no significara más que retrasar lo inevitable.

Lo bueno era que Noelia y mi padre rara vez llamaban al médico. Mi padre se negaba a traer algo parecido a un pediatra a casa. Igual cree que lo voy a matar, decía.

Una mañana, justo después de haber pasado un par de días en cama, sudando y presa de las pesadillas, vi algo que me pareció justamente fruto del más tenebroso de los delirios. Noelia me había dejado como cada mañana en la puerta de la escuela y, nada más entrar, vi a Marcos hablando con la niña pelirroja.

Sentí que me mareaba y que las piernas me temblaban. Me apoyé en la barandilla de las escaleras y tardé casi medio minuto en acabar de cruzar el umbral que daba al patio interior de la escuela.

Pude oír lo que hablaban. Charlaban sobre la maestra. La señu, que decía la niña pelirroja.

A Mireia le caía bien. Marcos insistía en recomendarle que se andara con ojo y no se fiara de aquella mujer.

Cierto, pensé, no te fíes ni de esa mujer ni de aquel a quien consideres tu mejor amigo.

Me negué incluso a saludarle. Tampoco me había visto. Me acerqué a otro grupo de niños y les dije hola. Me miraron raro y luego me preguntaron si había visto no recuerdo qué programa de televisión.

Me consoló pensar que aquellos cretinos al menos miraban la televisión.

Aunque las conclusiones a las que habíamos llegado respecto al programa no tenían mucho que ver.

Durante el recreo, conseguí sacarle a Marcos el tema de la niña pelirroja.

—Oh, Mireia —me dijo—; vive cerca de mí. Vamos y volvemos juntos del colegio con nuestras abuelas. ¿Por qué lo preguntas?

Conseguí musitar un “por nada, curiosidad”. Para disimular mi nerviosismo, limpié las gafas de sol.

Y realmente, ¿por qué lo preguntaba? La respuesta obvia, la respuesta adulta, era que estaba celoso. Pero no tenía motivos. Ciertamente la compañía de Marcos me resultaba agradable, pero yo no era —ni soy— homosexual, así que no tenía por qué molestarme que charlara con otras personas, mirándolas melosamente y dando claras muestras de disfrutar de su compañía.

Tampoco podía sentirme celoso por Mireia. Ella era una niña adulta antes de tiempo, débil y debilitada, una presa fácil para las técnicas adultas de deshabilitación. No me podía interesar.

Por otro lado, no quería saber nada acerca de esa clase de sentimientos, ya fuera hacia Marcos o hacia Mireia. Porque aquello se acercaba demasiado al deseo sexual y el deseo sexual llevaba a la eyaculación y, en definitiva, al nacimiento del adulto y a la muerte del ser humano como tal.

Quizás sólo me molestara que Marcos perdiera el tiempo hablando con ella. Era como si jugara a fútbol. Una actividad inútil, innecesaria, casi diría que desagradable. Sí, pensé, era eso: no me gustaba que alguien como Marcos, es decir, como yo, perdiera el tiempo con una niña por la que ya no era posible hacer nada.

Si lo sabré yo, que había matado a sus padres.

Pero no le dije nada. Porque conociéndole, me contestaría que se trataba sólo de buena educación, de pasar el tiempo, de no resultar desagradable con quien a fin de cuentas tenía nuestra edad. Además y en todo caso, había que sentir lástima por aquella impedida y no tratarla cruelmente. Ella no tenía culpa de no haber nacido con nuestras facultades, nuestra entereza o nuestra familia poco preocupada por nuestras facultades.

Y esa respuesta no dejaría de ser absolutamente razonable.

Claro, no había motivo de preocupación. Era todo cuestión de buenas maneras.

Y si le decía algo igual le daba por creer que estaba celoso. Y no, no era eso. No sentía celos de ningún tipo. Absurdo.

Pero no pude evitar mirarles con desagrado aquella tarde, cuando marcharon a casa acompañados de sus abuelas en dirección contraria a Noelia y a mí.

Acerca de los Alcázar

La cosa fue a peor durante las siguientes semanas. En mitad de una clase, me despertaba y veía a Marcos y a Mireia intercambiando lápices de colores o hablando a espaldas de la Maestra. Y hacían juntos los trabajos por parejas. Por parejas. Como una pareja. O sea, los dos. En pareja, vamos. Incluso algunos de los niños coreaban “Marcos y Mireia se quieren” cuando llegaban juntos por la mañana.

—Es una pena que estos niños incapacitados no puedan comprender el tipo de relación que hay entre Mireia y yo —me comentó en una ocasión.

—Claro —le dije, intentando disimular mi rabia—, ¿cómo vas a querer a una niña tan retrasada respecto a ti?

—No, hombre, claro que podría. Pero no se trata de eso. Simplemente me cae bien y estoy a gusto con ella. Es sano compañerismo. Al fin y al cabo, la tengo que ver cada día.

No le contesté. Tenía ganas de darle un puñetazo a la pared. O, mejor, a sus narices. Cómo podía. Él. Con ella.

Realmente me sentía confundido. Quería poner en claro mis ideas. Y así, un sábado por la mañana me despedí de mi padre y de Noelia y me fui a dar un paseo.

Después de deambular durante media hora, llegué a El Corte Inglés. Un edificio gris y feo, lleno de productos que valían diez euros, se podían vender por quince y se acababan comprando por treinta. Pero al menos tenía aire acondicionado. Con la clásica humedad de octubre en realidad propia de principios de septiembre había llegado medio sudado hasta allí. Ah, aún era pronto para llevar chaqueta tejana.

Hojeé los libros de autoayuda y me probé un chaleco de pescador. Me fui a tomar un té en la cafetería. Sin pagar, claro, seguía siendo un niño.

—Ay, pero qué hará ese niño solo.

—Déjale, no te metas, mujer, no seas cotilla.

Levanté la cabeza hacia las voces. Me quité las gafas de sol. Vi a una pareja de ancianos en una mesa enfrente de mí, muy parecidos a mis abuelos. Aunque ella con aspecto de ser más tímida y él aún más reservado.

—Tienes cara de estar triste –dijo ella.

—Que no te metas.

—Señora —contesté—, no estoy triste.

—La verdad es que haces mala cara –admitió él, como si el hecho de que yo les hubiera contestado le hubiera servido a modo de permiso para participar en la conversación.

—Siento cierta confusión sentimental, si tanto les interesa. Algo normal, dada mi brusca entrada en la sociedad de niños de mi edad. Hasta ahora apenas había tenido trato con ellos.

—Oi, pero qué bien habla —dijo la mujer—, ¿cuántos años tienes?

—Seis.

—Quién los pillara. Yo era tan feliz a esa edad, pero tanto. Qué bien me lo pasaba. Y tenía el pelo tan largo, pero tanto. Ahora parece que tenga un estropajo en la cabeza, pero antes tenía una melena negra que me llegaba hasta las rodillas.

—No digas tonterías. Hasta las rodillas, pero si cuándo te conocí no te llegaba ni a la cintura.

—Pero a los seis años era más bajita. Y por tanto el pelo llegaba más abajo.

Touché, pensé. Aquella señora valoraba lo que había sido su infancia. Desde luego, supe en seguida que no estaba precisamente delante de un par de Lucas, pero al menos parecía gente con la que se podía mantener una conversación más o menos normal.

—Dejen que les explique, igual pueden ayudarme.

Cogí mi taza y me senté junto a ellos. Les expliqué la relación que había entre Marcos, Mireia y yo. Me di cuenta de que me costaba expresarme. No encontraba las palabras adecuadas. Era algo que no me había pasado hasta entonces.

Pero al menos me entendieron.

—Haces bien en consultarnos —dijo él—. Nosotros, los Alcázar, somos viejos y por tanto tenemos la suficiente experiencia como para guiar los primeros pasos en la vida de un joven imberbe e inmaduro como es el caso ante el que nos encontramos.

—Sí que somos viejos —añadió ella.

—Esto es muy sencillo —siguió el hombre—. Te parece que igual eres maricón y esa idea te aterra…

—¡Ramón! ¿Cómo puedes decir eso? Ser maricón está muy bien, ya no es como en nuestros tiempos.

—¡Montserrat! Ser maricón o incluso homosexual puede estar muy bien visto por la sociedad, pero eso no quita que a un chico sin experiencia y que no se conoce a sí mismo, la idea de ser un invertido le produzca pavor.

—No se dice invertido. Eso está muy feo. Es un insulto. Se dice desviado. O pederasta.

—Da igual. En todo caso, no creo que sea el caso. Tú eres un niño posesivo, como todos los niños —ahí la había clavado—, y quieres tener en exclusiva la amistad de Marcos y la veneración sexual de Mireia.

—¿Seguro que hay que meter el sexo en esto? —Pregunté—. El sexo es la muerte de…

—Pues sí, niño. El sexo —y aquí bajó la voz— está en todas partes. Tú no lo ves, porque apenas has comenzado a vivir, pero a medida que pasen los años, todo será sexo. Te ducharás y sólo verás tu sexo…

—Ramón, no seas gorrino.

—Saldrás a la calle y sólo verás parejas con las que practicar sexo. Parejas o tríos o cuartetos…

—¡Ramón!

—Descubrirás que las camas no son sólo para dormir. Ni los sofás son sólo para echar la siesta. Y que las encimeras se llaman así porque se puede practicar sexo encima. Y que en todos los programas de televisión hablan de culos y de tetas. Incluso en el telediario. Verás el metro y pensarás en un falo. Te meterás en un coche y creerás que te introduces en el seno de una mujer. Verás a una niñita de quince años sorber helado y…

—¡Ya basta, Ramón! Mira, niño, de lo que te ha dicho el enfermo éste, ni caso. Tú juega con tus amiguitos y sé feliz.

—¿Y la ópera? Porque yo…

—Ay, la ópera, qué bonita es la ópera. Ramón y yo vamos mucho. Bueno, cuando él consigue entradas.

Se miraron y se pusieron a reír como se reirían los ratoncillos en caso de que los ratoncillos fueran criaturas aún más idiotas. En fin, un síntoma de debilidad mental. Al menos les gustaba la ópera.

Aquella charla me había aireado ligeramente las ideas. Aunque estaba algo aturdido. Explicar mis problemas me había venido bien. Me había quitado un peso de encima. Y lo de la ópera era un buen consejo. Pero todo aquello del sexo me daba bastante miedo.

¿Es que acaso decaer, perderse, significaba entregarse por entero a la procreación? ¿O quizás la respuesta defensiva a la decadencia por parte de lo poco que quedara vivo en mi cerebro sería entregarse al sexo para así crear más niños que al menos pudieran continuar con mi obra a pesar de la resistencia de los adultos?

Ah, todo era tan difícil.

Les di las gracias y me despedí.

—¿Tienen algún número de teléfono, por si quiero volver a charlar con ustedes?

—No, no hace falta —dijo él—, nos verás siempre por aquí.

Y volvieron a reír como ratoncitos, en caso de que etcétera, etcétera.

Cómo convencí a Noelia para que me llevara a hacer una visita

Volví a casa, triste, mohíno, preocupado.

Me consolaba al menos tener cierta idea acerca de lo que me pasaba: todo culpa del egoísmo. Me daba miedo la idea de que mi relación con la niña pelirroja pasara por el deseo sexual. Claro que, puestos a eyacular —porque ese momento desgraciadamente llegaría—, ¿no sería mejor pasar por ese trago con ella que con cualquier otra? Al menos a ella la conocía. Aunque realmente no tenía claro si ese era un paso que se daba solo o en compañía. Al principio, quiero decir.

Mi padre estaba viendo la tele.

—¿No está Noelia?

—No, ha ido a comprarse una falda o unos zapatos o algo así.

—Oye, papá, ¿recuerdas cómo fue tu primera eyaculación?

Del susto, mi padre escupió la cerveza que tenía en la boca y se puso a toser.

—Joder, niño, qué impresión. No digas esas cosas, aún eres muy joven… Ya habrá tiempo, ya habrá tiempo.

Me consoló pensar que mi padre, a pesar de ser un cretino, me intentaba consolar, aunque yo ya tenía una edad y no habría tanto tiempo. De hecho, consiguió animarme. Tomé unas cuantas notas para mi ópera. Notas escritas, no musicales. Pensé que podía orientar mi crisis hacia la creación. Que la ópera recogiera la idea del musical y explicara la historia de un niño en decadencia que escoge a una niña pelirroja para procrear y así al menos saber que en un futuro nuevos niños seguirían matando adultos y preparando el mundo para una sociedad mejor. ¿Y Marcos? Marcos podría ser el fiel amigo que acompaña al protagonista durante su decadencia, durante su viaje hacia la muerte como personas de verdad, viaje que recorren juntos.

¿Fiel?

Oí el portazo. Era Noelia, que llegaba. Salí al comedor a saludarla. Me extrañó que no trajera ninguna bolsa consigo. ¿Acaso no había ido de compras? En todo caso, a mi padre no parecía extrañarle.

Pero, en fin, él era un adulto.

Para mí estaba claro lo que había ocurrido.

Mientras se cambiaba, entré en la habitación.

—Sé que has ido a visitar a Salvador Bienvenido al hospital ­—le dije.

Abrió la boca e intentó negar mi afirmación. Se rindió en apenas dos segundos, sin necesidad de que yo añadiera nada.

—¿Cómo lo has sabido?

—Muy sencillo. Le has dicho a mi padre que necesitabas zapatos, a pesar de que tienes tres pares y uno de ellos muy nuevo. Zapatos y Salvador tienen las mismas vocales y en el mismo orden. La mala pasada que te ha jugado el inconsciente es por tanto obvia. Deberías haber preparado mejor tu coartada.

—Mira —dijo, arrodillándose frente a mí—, tú no le digas nada a tu padre, ¿vale? Será nuestro secreto, ¿eh, pequeñín? No es nada malo ir a ver a Salvador, pero si le dices algo a tu papá, se enfadará y no querrá casarse conmigo y no podré vivir contigo y no…

—No diré nada a cambio de que la próxima vez me lleves contigo.

Cedió.

Le costó un poco. Decía que el manicomio no era un lugar para un niño tan pequeño, todo tan lleno de locos. Y decía también que Bienvenido parecía estar muy mal. Como si alguna vez hubiera estado bien.

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