Read La decadencia del ingenio Online
Authors: Jaime Rubio
Sólo que debajo del avión no había una pista asfaltada, sino el Océano Atlántico.
A pesar de que el agua es por lo general blandita, el golpe fue brusco y no oí nada parecido a una zambullida. Fue más bien como un retumbar grave.
Todo estaba muy oscuro.
Prosigue el viaje a casa
Cuando desperté, estaba sobre una tabla de madera, en brazos de la soprano húngara. Ya casi no recordaba el calor de unos enormes pechos de mujer. Sonreí. La soprano gritó “ya se ha despertado”, pero en húngaro, por lo que si había alguien más escuchando, era poco probable que la hubiera entendido.
Miré alrededor: mis abuelos, Roca, el concertino y Lozano, que seguía durmiendo. Alrededor de la tabla: agua y, flotando, alguna maleta, alguna butaca, trozos de avión apenas reconocibles, muchos de ellos en llamas.
Mi abuela me arrancó de los brazos de la soprano y se puso a llorar, abrazándome muy fuerte, casi sin dejar que respirara. Ay mi niño, decía, que está vivo, menos mal, no quería cogerte en brazos por si estabas muerto, que a mí me los muertos dan mucho asco, ay, si no fuera por tu abuelo, qué hubiera sido de ti.
—¿Mi abuelo?
Le miré. Debajo del hollín, el sudor y el salitre, se le adivinaba la cara de cabreo.
—Sí —dijo Roca—, este machote te sacó de entre dos butacas cuando ya todos te dábamos por muerto.
—Gracias, abuelo.
—Ni gracias ni hostias. Joder. No me lo recordéis. Acabo de salvarle la vida al… asesino de mi hija. Y ahora he estado a punto de llamarle hijo de puta. Encima. El muy cabrón.
—Te prometo —le dije, más que sinceramente—, que si alguna otra hija tuya se queda embarazada de mí, naceré a tiempo.
—Vete a tomar por culo, imbécil, que igual te he salvado para poder darme el gustazo de ahogarte, asesino de mierda. Porque soy un artista sensible, porque si no, no te salvaba ni la histérica de tu abuela, ay, el niño, salva al niño, que se nos muere, que se hunde. Por no oírla, ha sido, por no oírla.
—Venga, tranquilo —dijo Roca—, ahora descansemos hasta que nos rescaten.
—¡Qué coño nos van a rescatar! Nos van a dejar aquí tirados, muertos de hambre y de sed. Porque es más barato, que el dinero lo mueve todo. No te enteras de nada, enano de mierda.
—No, hombre, no. Ya verás como dentro de poco viene un hidroavión.
—Un hidroavión, sí… Un ovni, no te jode.
—Pero…
—Ni peros, ni peras, ni sandías. ¿No has oído hablar del Triángulo de las Bermudas? Es un invento de la Cia para dejar que los supervivientes de los accidentes aéreos se mueran solos en el mar sin necesidad de enviar ayuda. Lo vi por la tele.
—Pero, hombre, Teodoro, no sea…
—Eh, qué pasa, qué ocurre aquí, dónde está el avión –Lozano se acababa de despertar. Roca le puso al corriente.
—No… No quería —contestó Lozano—, no quería… quedarme dormido.
—Sí, bueno —contestó mi abuelo—, te has perdido el espectáculo.
Al cabo de un par de noches heladas en las que navegamos a la deriva, tiritando y abrazándonos los unos a los otros, yo lo más cerca posible de las tetas de la soprano, compitiendo por ellas con Roca, nos dimos cuenta de que mi abuelo tenía razón y de que nos habían dado por muertos o habían preferido darnos por muertos y dejarnos así en mitad del océano.
Lo peor fue tener que escuchar los “os lo dije” de mi abuelo.
La situación era parecida a la vivida en Milán. Sólo teníamos que organizarnos.
Conseguimos pescar usando varios cordones de zapatos anudados como hilo y primero algas y luego, cuando ya los tuvimos, restos de pescado como cebo. Mi abuela limpiaba los peces que iban picando con ayuda de los cristales de unas gafas que Lozano había encontrado en su chaqueta y que rotas servían a modo de cuchillo. Para cocinarlos o, mejor dicho, calentarlos un poco, nos bastaba con el mechero de Roca.
El problema, claro, era el agua. A efectos prácticos y a pesar de estar rodeados de ella, era como si estuviéramos en mitad del desierto. El agua salada no se puede beber, a riesgo de deshidratarse. Es decir, en realidad los mares no son más que un exagerado desperdicio de agua, porque no sirve para nada. Para que luego hablen de dejarse el grifo abierto. Nos tuvimos que limitar a beber la sangre de los peces y nuestra propia orina, a veces mezclando ambos líquidos. Al principio cada uno se bebía lo suyo, pero en cuanto descubrimos las cantidades ingentes de líquido que expulsaba la ultradiurética soprano, decidimos hacer fondo común aprovechando algo parecido a un bidón que encontramos flotando, también resto del accidente.
Al tercer día nos encontramos con otra balsa improvisada. Nos acercamos, remando con los brazos. Eran el comandante y una de las azafatas. Intercambiamos impresiones y consejos. También orina, en señal de confianza y amistad. El comandante aprovechó para pedir disculpas por el accidente.
—No sé cómo ocurrió. Todo iba bien hasta que falló uno de los motores.
Le dije todo lo que pensaba acerca de levantar un aparato de miles de kilos con ayuda de explosivos.
—Je, je, estos niños… Qué ocurrencias. Ahora, que vaya lenguaje.
—Le aseguro que no lo ha aprendido en casa.
—En el colegio, habrá sido. Los colegios de hoy en día son un asco.
—Una puta mierda.
—Y los profesores, unos cabronazos.
—Suerte que el niño es listo.
—Si es que parece que no, pero los niños de hoy en día son muy listos, lo aprenden todo más deprisa, y no como en nuestra época, que éramos unos ignorantes y unos inocentones.
—Claro, pero ahora con la tele y con la internet esa…
—Pues sí, se vuelven unos tontos del bote, que no tienen ni idea de nada.
—Unos ignorantes que ni siquiera saben cuál es la capital de Bangladesh.
—¿La capital de qué?
—Y además se drogan todos en seguida, que el otro día leí que comenzaban a esnifar marihuana a partir de los nueve años.
—Eso en nuestra época no pasaba.
—Qué va. A mí, mi padre me pillaba inyectándome porros y me sacudía una hostia que me arrancaba la cabeza.
—A mí una patada que me rompía las piernas. Las dos. De una sola patada. Lo hizo una vez. Me pilló fumando cocaína.
—Pero, claro, ahora no se les puede ni tocar y así salen.
—Unos consentidos.
—Drogadictos.
—Ladrones.
—Esquinjeds.
—Inmigrantes.
—Negros.
—Como el carbón.
—Y chinos.
—Y chinos. Que hay niños chinos por todas partes.
—Especialmente en la China.
—En Asia en general.
—Claro, con el retraso que hay… Una pena que no tengan niños europeos. Les cuesta más integrarse.
—Ya se lo encontrarán cuando crezcan.
—La vida les va a dar todos los palos que no les dieron sus padres.
—Tarde o temprano.
—Y más temprano que tarde.
—Mejor, que aprendan.
—Que aprendan.
—Putos niños negros.
—Vienen a imponer su cultura.
—En lugar de adaptarse.
Navegamos más o menos juntos durante algunos días, pero la corriente acabó separando nuestros rumbos.
Más tarde sabría que pasamos varios meses surcando el mar. De hecho y aunque no lo supe hasta regresar a Barcelona, cumplí seis años en el Atlántico. Digo que lo sabría más tarde porque perdí toda noción del tiempo. Sólo sabía que los días se iban sucediendo más o menos igual, con más o menos pescado y más o menos sangre y más o menos orina. Por las noches pasábamos tanto frío que nos dolían los huesos. De día sudábamos tanto que pensamos incluso en lamer nuestros cuerpos para así recuperar parte del líquido que perdíamos con la transpiración. Aprendimos a curtir la piel del pescado con ayuda del agua de mar, y nos hicimos mantas y una vela, pero la situación no acabó de mejorar. Pasábamos hambre y discutíamos constantemente acerca del rumbo a seguir. Bueno, discutían. Ellos. Sobre todo mi abuelo y Roca. Mientras discutían, yo seguía el rumbo adecuado, guiándome por la posición de las estrellas y del sol al amanecer y al anochecer. Nada más sencillo, pero el caso era que los adultos lo habían olvidado. Como todo.
La situación más complicada la pasamos durante una tormenta. Fue duro, un constante mover la vela y usarnos a nosotros mismos de contrapeso en aquella más o menos balsa, con cuidado de no volcar. Estuve a punto de perder mis gafas de sol. Hubiera sido terrible, con lo útiles que resultaron durante el trayecto.
Usamos como lastre al concertino. Lo atamos bien atado con una cuerda fabricada con algas, escamas y espinas, y lo metimos en el agua. Su peso nos ayudó a contrarrestar la corriente y las olas, y a no volcar y quedarnos sin balsa.
Desgraciadamente y debido a su poca experiencia como ancla, el violinista murió ahogado. Obviamente, nos lo comimos y nos bebimos su sangre. Nos sentó tan bien el aporte extra de grasas y proteínas que estuvimos pensando en hacer lo propio con alguien más, pero Roca y yo éramos demasiado pequeños, mis abuelos y Lozano demasiado duros, y de la soprano se valoraba demasiado el calor que proporcionaba por las noches.
Finalmente avistamos tierra. Lo malo fue que nos hicimos ilusiones: creíamos que o bien nos recogería un helicóptero (aunque Roca seguía apostando por el hidroavión) o bien alcanzaríamos la costa en cuestión de horas.
Lo cierto fue que no nos recogió nadie y que tardamos días en llegar. Aunque también y como dato positivo por lo agradable de la sorpresa, hay que decir que nos volvimos a topar con el comandante y la azafata.
Ya estábamos demasiado débiles para charlar o intercambiar nada, así que nos limitamos a navegar en paralelo, concentrados en la idea de tocar tierra finalmente.
A pesar de la ausencia de helicópteros, al llegar a la costa con una ligera ventaja respecto a nuestros compañeros de viaje, nos encontramos con todo un comité de bienvenida en la playa. Una banda, señores vestidos con traje y señoras con pamelas. Al tocar la arena con la planta de los pies y desplomarnos sobre la tierra, una niña se acercó y nos plantó un ramo de flores en la cara.
Antes de desmayarme, me abrazaron. Mientras se me cerraban los ojos, reconocí primero a mi padre y después a Noelia.
Al parecer, las televisiones de todo el mundo habían seguido con atención la carrera entre la balsa del comandante y la nuestra, carrera en la que habíamos resultado claros vencedores. De todas formas y por lo que dijeron en los subsiguientes discursos y por lo que comprobamos en el hospital, Inglaterra se sentía honrada por haber sido escogida meta del naufragio y prometió que trataría con igual aprecio y cuidado a vencedores y vencidos.
Tras un mes de hidratación y alimentación volvimos a Barcelona. A pesar de comernos al concertino, habíamos adelgazado. Mi abuelo, Roca y Lozano lucían además una larga barba gris. Mi abuela y la soprano sólo un bigote.
Aprovechamos el túnel del Canal de la Mancha y volvimos en coche. Yo con Noelia y mi padre, y el resto, en otro vehículo.
Nadie tenía ganas de subirse a un avión o a un barco.
Acerca de la llegada a casa y de las prisas de Noelia y de mi padre
El apartamento estaba lleno de polvo. Todo gris. Dos dedos de porquería encima de muebles y suelo.
—Disculpa, hace años que no venimos —dijo mi padre—, buf, me siento como un extraño hablando contigo. Cuánto has crecido.
—Ay, sí, mi pequeñín es todo un hombretón, ¿a que es un hombretón? Grande y fuertote.
Ay, sí, ya casi, y digo casi, había olvidado los arrumacos de Noelia. Sentí cierta vergüenza ajena, pero se me pasó en cuanto me abrazó. Porque casi, y digo casi, había olvidado sus redondas y mullidas tetas.
Cielos, menudo infierno me habían hecho pasar mis abuelos.
El caso es que fui a mi habitación, cogí un trapo, quité como pude parte del polvo que había sobre el colchón y, después de estornudar un par de veces, me puse a dormir.
Había sido un viaje muy largo. Tres años.
Recordé el discurso de despedida de Roca, en un bar de carretera de la frontera española, frente a lo que quedaba de su orquesta. O sea, Lozano y la soprano húngara.
—No sé cómo —dijo—, pero esta gira que iba para tres meses, se ha alargado hasta los tres años. Y no me quejo. Mi bolsillo tam…
—¿Tres meses? —Le interrumpió Lozano—. Entendí tres años. Por eso… Claro… ¿Por qué no me avisó nadie? Si me lo hubieran dicho…
Cuando desperté, la casa ya estaba más limpia. No del todo, pero en alguna de las habitaciones se podía incluso respirar.
Noelia y mi padre se estaban tomando un descanso, bebiendo una lata de cerveza. Vi que mi padre lucía un tatuaje carcelero en el antebrazo. Un corazón. Y en el centro, una banda con la frase: “Amor de preso”. Preferí no preguntar.
—Bueno —dijo él—, lo primero es ocuparnos del pequeñín. Ya queda poco tiempo.
—Sí, seis años nada menos. Estoy en el ecuador de mi vida. De todas formas, me parece un comentario desagradable.
—Mira, si habla y todo. Lo que me he perdido en la cárcel, qué lástima.
—Y ha dicho Ecuador, que está al lado de mi país.
—Claro, como no te puede llamar mamá, dice Ecuador. Di Perú. Peeeee-rú
—Peee-rúuuu. Noelia le costará. Di Nola. Noooo-laaaaa.
Suspiré. Mi padre prosiguió:
—Digo que queda poco para escogerte una buena escuela. No puedes ir a cualquier sitio. No te llevaré a uno de esos colegios donde pegan a los profesores y violan a las profesoras. Claro que sin trabajo no sé cómo voy a pagar otra cosa.
—Ah, eso. No es necesario. No me hace falta.
—Sí que te hace falta.
La verdad era que sí me hacía falta. Desde su punto de vista, claro. Conservaba mis facultades al pleno. Me sentía joven, ágil, blandito y despierto. Los adultos necesitaban someterme y qué mejor que la escuela para eso.
Durante los siguientes veintitantos días, mi padre y Noelia estuvieron dando tumbos por Barcelona en busca de un colegio que me diera lo que ellos llamaban “una educación por encima de la media”, lo que venía a querer decir que, al considerarme un tipo inteligente y resistente, necesitaban aplicarme correctivos más duros de lo normal.
Mientras ellos se marchaban en estas expediciones, a mí me dejaban con mis abuelos. Pero eso sólo fue los primeros cuatro o cinco días. Y es que ocurrió un episodio que todo el mundo describió como desagradable aunque mi abuelo usó la palabra “bendición”.