Read La decadencia del ingenio Online
Authors: Jaime Rubio
Desgraciadamente aquella charla también me había confirmado que tenía que dejar atrás definitivamente mis sueños de dedicarme a la música o a la pintura para que el mundo tuviera una mejor noción y unas mejores muestras de las posibilidades de estas artes. Tendría que sacrificarme por las generaciones venideras. Lo más duro era saber que igual a mí se me recordaba, pero parecía claro que yo no sería capaz de mantener un recuerdo de mí mismo.
La perspectiva no era agradable, pero comprendía perfectamente que era necesaria.
Cuando volví a casa me encontré a Bienvenido en el portal.
—Otra vez –me dijo.
—Otra vez, ¿qué? –Le contesté, aun sabiendo perfectamente a qué se refería.
—No te hagas el despistado. Esto le ha supuesto más problemas a tu padre. Y le supondrá aún más.
—¿Y a mí qué, mi padre? El niño soy yo, él es quien debe cuidar de mí y no yo de él.
—Bueno, allá tú.
—Además, ¿qué quieres que haga? ¿Entregarme?
Pero ya se iba, calle abajo.
—Tú no puedes evitar que mi padre acabe en la cárcel. Ni hacer más de lo que ya has hecho para que acabe encerrado.
Y entonces se giró.
—Quizá no –dijo—. Quizá ya no pueda hacer nada por tu padre, ya que aunque te entregaras, no te creerían. Pero me quedo con la satisfacción de que te pongo las cosas más difíciles.
—No se nota.
—Más difíciles, digo, y eso a lo mejor sirve para algo.
—Me has ayudado –le dije—, gracias a ti tengo más claro lo que tengo que hacer.
En casa me esperaba una situación algo violenta. Mientras me subía a un arcón para colgar mi abrigo, oí cómo Noelia y mi padre discutían. Mi padre le preguntaba qué diablos había estado haciendo ese policía en casa, sobre todo teniendo en cuenta que Noelia y él habían estado a solas. Y ella le respondía que justamente mi padre no era quién para poner su comportamiento en duda, teniendo en cuenta lo de la pediatra.
Yo me limité a saludarles y a meterme en mi habitación. Supuse que si cerraba la puerta y ponía algo de música no les oiría.
—¡Entre esa pediatra y yo no hay nada!
—¿Entonces por qué te acusan?
—No lo sé.
—Mañana lo sabrás, entonces.
—Sí, joder, sí, muchas gracias, mañana tengo el juicio y tú, en vez de apoyarme, te dedicas a verte con otros a escondidas y a amargarme estas horas de tranqui…
Noelia arrancó a llorar.
—¡Si no me voy es por el niño! ¡Porque te odio! ¡Eres cruel y egoísta, y después del juicio te quedarás solo con el crío y yo… !
—Bien, al menos confías en que saldré libre.
Los llantos se acercaron peligrosamente a mi habitación. Y sí, ahí entró Noelia, con los ojos hinchados y la boca torcida, y me agarró y me abrazó, con tanta fuerza y haciendo tanto ruido que no podía ni quedarme dormido. Además y para mi desgracia, ya empezaba a ser algo grande para que se me pudiera ir agarrando y achuchando, y más la canguro, que era una chica pequeñaja y debilucha, por suerte para ella.
Una visita a la guardería
No me permitieron en su momento visitar la cárcel. Mi padre tampoco quiso hablar del tema. “La cárcel —dijo— es una cárcel. Y punto. Es como una habitación dentro de una habitación dentro de otra habitación. Empiezas a abrir puertas y nunca llegas fuera”.
Descripción que no me era nada útil.
Tampoco me iban a dejar asistir al juicio.
Me lo comunicaron en el último momento. Yo ya había preparado una mochilita con mi lápiz y un bloc de notas de Mickey Mouse —mi padre se negó a comprarme uno negro y discreto— para tomar nota de cuanto pudiera resultarme útil acerca del sistema judicial adulto. Y cuando estaba buscando una corbata de mi padre que me pudiera sentar bien, Noelia me dijo: “Hoy vas a ir a la guardería, ¿eh? Es tu primer día de guardería, ¿eh? Ya verás cómo de bien lo vas a pasar”.
—Guardería, ¿de qué hablas? Yo iré al juicio, con vosotros.
—No, no, que tú eres muy pequeñín. Te llevaremos a la guardería para que juegues con nuevos amiguitos.
Era evidente que los adultos habían montado un sistema de protección de sus estamentos para que los niños no pudieran hacer nada por aprovechar los sin duda numerosos fallos del sistema y darle así la vuelta a la escala de mando. Tenían prohibido hablar de cárceles, no dejaban que los niños se acercaran a los tribunales y se encerraban para mantener relaciones sexuales, procurando especialmente que no hubiera testigos menores de trece años.
La única arma que podían usar para cuidar de estas prohibiciones era, claro, la fuerza bruta proporcionada por sus torpes pero grandes cuerpos. Y fueron los torpes pero grandes cuerpos de mi padre y de Noelia los que me arrastraron hasta la guardería y me dejaron allí encerrado, en brazos de una vieja decrépita y huesuda, mientras me desgañitaba y daba patadas al aire.
—Venga, ven –dijo aquella anciana de al menos veinticinco años—, mira cuánto juguete.
Me metió en una enorme sala que me recordó al Chikipark. Aunque al menos no era tan grande. Había niños de hasta cuatro o cinco años desperdigados por el suelo, monitorizados convenientemente por otras dos brujas como la que me arrastraba. Los bebés jugaban con piezas a modo de ladrillos, aros de colores y pelotas de peluche. Estaba claro que ahí predominaba el llamado “juguete educativo”, es decir, la herramienta constrictora de cerebros. Cada vez que veía a un niño poner una pieza de lego sobre otra, me imaginaba otro par de neuronas muertas amontonándose en el endurecido vertedero que es un cerebro adulto.
Sólo de pensarlo me puse a llorar.
—Ea, ea, no llores más, ¿eh?
—Éste es de los difíciles –Soltó otra de las ancianas. El comentario me halagó.
—Sí –contesté orgulloso, al tiempo que esbozaba una sonrisa y me secaba las lágrimas—, yo soy de los difíciles.
Me encontraba perdido en aquel espacio. Había demasiada gente, incluso demasiados niños. Probablemente en el Chikipark y en el parque había aún más gente e incluso aún más niños, pero en esos sitios la densidad era considerablemente menor.
Lo bueno del caso es que éramos unos veinte bebés a cargo de sólo tres ancianas. Probablemente se tratara como es habitual de niños lobotomizados por culpa de los adultos, pero con sólo encontrar a uno o dos aliados podríamos echar abajo aquel edificio. Por tanto, me dispuse a buscar a alguien que, por ejemplo, sostuviera a una de esas mujeres mientras yo le clavaba algún objeto punzante en el pecho.
Al verme caminar torpemente sobre el suelo mullido y sembrado de cuentos y pelotas, una de las ancianas soltó un: “Vaya, míralo como se ha integrado”. A lo que otra contestó: “Si es que los niños, en cuanto ven a otros niños jugando… ” Sí, estaba bien que no sospecharan.
Primero me dirigí a un grupo de chicos de más o menos mi edad. Dos niños y una niña que estaban peleándose por los vagones de un tren de madera.
—Buenos días –saludé—, ¿os importaría prestarme algo de atención?
—Tamos juando.
—¡Dame locotora!
—No, tú llevas la carga y yo soy la quinista.
Frustrante, sin duda.
Probé con un chico algo mayor que yo, con pinta de introvertido, que estaba hojeando un cuento protagonizado por un tal Teo.
—¿Me permites que te interrumpa?
Levantó la vista del cuento y creí ver cierto brillo de inteligencia. Pero no. Era el brillo de una lágrima. Y se puso a llorar.
—Ea, ea –una de las cuidadoras, salida no sé de dónde, agarró al niño, lo alzó y se puso a calmarlo.
—Es que ve a un niño nuevo y se asusta.
—Yo no sé vosotras, pero creo que estos chicos deberían estar en un centro especial.
—Pues yo creo que no, que eso es como discriminarlos, apartarlos del mundo real.
De esas palabras deduje que aquel era uno de esos niños que llamaban deficientes. Imaginé que se trataba de una deficiencia de defensas espirituales. Eran niños para los cuales el tratamiento proporcionado por los adultos había resultado excesivo. Quizá ya nacían débiles y no podían resistir aquel primer encuentro con un mundo opresor.
No pude menos que mirar con aprecio y reprimiendo una lagrimilla a aquel pobre mártir a quien habían destrozado con las nada sutiles torturas adultas.
Alcé de nuevo la vista para intentar seguir con mi búsqueda, y fue entonces cuando di con la niña pelirroja. La del parque. Ahí estaba, con una amiga y un par de muñecas.
Sabía que era inútil, pero tenía que acercarme a ella e intentar hacerle comprender lo que le estaban haciendo, aunque sólo fuera por aquel pasado común que nos unía. Sí, seguramente no serviría para nada, pero, quién sabe, igual lograba que al menos cobrara cierta conciencia respecto a su situación y, con el tiempo, pudiera incluso aprovechar al menos algunos años antes de morir.
—Hola —le dije—, nos conocemos del parque. Me gustaría que dejaras un momento la muñeca y…
—No quero jugar contigo.
—Tengo algo importante que explicarte. Es sobre tu vida y lo que le están haciendo.
—¡Que no quero!
Noté un tirón en el brazo y en cuestión de cinco segundos estaba en la otra punta de la sala. Mientras volaba una voz adulta decía: “Hay que ver con el niño éste. En menos de cinco segundos me está revolucionando el gallinero. Anda, siéntate en esta mesa y colorea”.
Cuando me di cuenta tenía enfrente unos lápices de colores y unos dibujos que se suponía que tenía que rellenar con dichos colores. Comprendí que estaba castigado y que debería terminar aquella tarea antes de que se me permitiera dirigirme de nuevo a otro niño. Las tres ancianas se habían dado cuenta del peligro que corrían y no habían dudado en usar la fuerza bruta en un primer aviso de lo que podía venir. Decidí por tanto ceder y dedicarme a los dibujos en cuestión, no sin dejar de fijarme en mis compañeros de llamémoslo presidio, por si veía a alguien que fuera como yo y, por tanto, no dudara en ayudarme en mi empeño: quemar aquel maldito centro de torturas.
Pero los dibujos no se acababan nunca. Llevaba como siete u ocho cuando una de aquellas brujas –no conseguía distinguirlas, las tres me parecían iguales— me trajo otro cuaderno.
—Sigue, sigue, que estás muy distraído.
Al ver que el castigo no había ni comenzado tuve que reprimir las lágrimas. Reprimirlas porque si encima lloraba igual aquellas inquisidoras incrementaban aún más la condena en cuestión, y a saber cuándo me dejarían no ya volver a hablar con el resto de niños si no siquiera salir de aquella sala.
Cuando ya se acercaba el mediodía, una de las viejas se dirigió a la niña pelirroja:
—Mireiaaaa, tus papáaas.
La agarró y se la llevó para afuera.
Me sorprendió la brusquedad con la que estas carceleras manipulaban los niños. Los alzaban con fuerza, velocidad y seguridad. La experiencia de unas profesionales que sin duda sabían o intuían que no tenían que mostrar su miedo, ya que los niños, y no sólo los que son como yo, olemos el miedo ajeno y lo sabemos aprovechar. Otra más de nuestras virtudes.
Me levanté de la mesa, arriesgándome a un incremento de la condena y les seguí. Tras caminar por un pasillo y en una especie de recibidor, vi a un matrimonio de más o menos la edad de mi padre. Se turnaron para darle un beso a la niña pelirroja y salieron del edificio.
Ahí estaban. Eran los culpables de la invalidez de la niña pelirroja. Quienes habían destrozado su mente para tenerla sometida, para que no amenazara su frágil y falso mundo.
Tenía que hacer algo al respecto, no podía quedarme de brazos cruzados.
Aún llevaba un lápiz de color azul en la mano. Serviría.
Salí corriendo detrás de ellos sin ni siquiera sacar las gafas de sol del bolsillo. Me caí nada más salir a la calle. Me pareció oír la voz de una de las arpías de aquel centro de reclusión. Debí haber traído el triciclo. Me levanté y continué corriendo, apenas trotando.
Llegué a la altura del matrimonio, cuyo componente femenino llevaba agarrada del brazo a la niña pelirroja.
—Buenas –dije. Y se giraron.
—Hola –me dijo la madre, para dirigirse luego a la niña—. ¿Es uno de tus amiguitos?
—Algo más –contesté—: soy su salvador.
Agarré fuerte el lápiz y se lo clavé en el ojo hasta la mitad. La mujer lanzó un alarido y cayó en el suelo presa de convulsiones. Saqué el lápiz y miré al padre. Al ser más alto, su ojo estaba más arriba, así que primero le clavé el útil para escribir en la boca del estómago y, una vez contrajo el cuerpo sobre la herida, le apliqué el mismo tratamiento ocular que a su esposa.
—¡Nooo!
Me giré a ver quién gritaba tanto y como si fuera el protagonista de una película barata. Era Bienvenido. Típico.
—Bienvenido, Salvador —no pude evitar el chiste—. Justo a tiempo. ¿Dónde estabas? ¿No me seguías?
—En el… juicio… En el… Me fui… Creía que no…
Cuando me quise dar cuenta, la niña pelirroja estaba llorando. Imaginé que estaría confusa.
—No te preocupes —le dije, poniéndole una mano ensangrentada sobre el hombro—, más adelante no sólo lo comprenderás, sino que me lo agradecerás. Ahora estás nerviosa y no sería conveniente agobiarte con explicaciones. Ya hablaremos cuando estés algo más relajada y hayas reflexionado sobre el bien que te he hecho. Bien, Salvador —proseguí, dirigiéndome de nuevo al policía—, me tengo que ir. Haces mala cara; no llores, hombre, no llores.
—Ha sido… horrible.
—Pues a mí me ha gustado.
—¡Hijo de puta! ¡Cabrón! ¡Asesino!
La gente se empezaba a arremolinar. Y se oían unas sirenas que se acercaban.
—¡Este niño es un asesino! ¡Cuidado! ¡No se acerquen! –Dicho esto, sacó su pistola y me apuntó con ella. La gente que hasta entonces cada vez se acercaba más, se apartó a toda prisa, está loco ¿los ha matado él? dice que es policía no te fíes que alguien llame a la policía de verdad están de camino anda vámonos que aún nos salpicará la sangre yo de aquí no me muevo que quiero ver cómo termina.
—Salvador, estás haciendo el ridículo.
—¡Yo soy policía! Y este niño queda arrestado. No, arrestado, no. No serviría de nada. Puedo… Sí… ¡No, no vengáis ahora! Necesito dos minutos más, puedo hacerlo, pero necesito dos minutos más, ¡puedo hacerlo!
Mientras mascullaba acababa de aparcar un coche patrulla. Del vehículo salieron dos policías que le apuntaron con sus armas.
—¡Baje el arma! –Gritó uno de ellos.
—¡Esto está controlado! –Respondió Bienvenido—. Tengo al asesino. Es este niño. Y está oponiendo resistencia.