Read La decadencia del ingenio Online
Authors: Jaime Rubio
Aún me arrepiento de mi egoísmo, de mi nula preocupación por aquel maestro y amigo. No puedo dejar de recriminarme mi nula sensibilidad a pesar de que yo no podía saber que aquella tarde sería la última vez que le vería en años.
—Me gusta mucho el sonido del violín —le explicaba—. Seguramente lo fabricó algún bebé y por tanto está desaprovechado. Creo que sería una buena idea dedicarme al estudio de este instrumento y sacarle el máximo partido. No aspiro a mucho: me conformo con cambiar por completo el concepto que los adultos tienen de la música y dejar sentado uno más ajustado a lo que en realidad es tal arte.
—Yo de joven quería otra cosa –me respondió—. Era comunista, viva la revolución, viva, habría que matar a todos los ricos y violar a sus mujeres. Se lo merecen. Hijos de puta. Pero no se puede. Al final uno acaba bebiendo, sé que no está bien, pero es que la sed es mala y beber es lo único que sirve porque resulta que cortar cabezas no está bien y uno tiene que conformarse. Pero yo no quería conformarme. Sólo que ahora me conformaría con ver a mi hermana aunque en realidad yo nunca me metí en política. Yo dirigía cosas.
Lo que ocurrió después lo recuerdo como un sueño. Una pesadilla, para ser exactos. Lucas se quedó callado y abrió mucho los ojos, normalmente entrecerrados. Tras unos minutos, se levantó, tambaleándose como de costumbre. En un primer momento creí que sólo iba a orinar contra el árbol que usaba habitualmente para esas cosas, pero pasó de largo y se dirigió derechito al banco en el que, un día más, estaban las dos viejas de siempre. En cuanto me di cuenta de lo que pretendía, intenté detenerle, temiendo lo peor, pero con mis cortas y débiles piernas me fue imposible alcanzarle.
Contemplé asustado, nervioso y paralizado por la incertidumbre cómo se sentó al lado de una de las dos señoras —la del pelo rojo— y le dio un abrazo.
A partir de ahí, los hechos se sucedieron sin que yo pudiera hacer nada excepto llorar. Las viejas comenzaron a gritar asustadas. Un jardinero y otro tipo agarraron a Lucas. Vino la policía y después llegó una ambulancia y se llevaron a mi mentor, que no dejaba de reír y decir por fin por fin ya estamos juntos por fin.
La vieja del pelo amarillo, la no abrazada, estaba recostada en el banco, soltando suspiros de ansia y de miedo que parecían rugidos de dinosaurio. La gente se amontonaba a su alrededor y alguno decía aquello de déjenla que respire, pobre, menudo susto. Los muy imbéciles creían que Lucas se había acercado a ella. Pero se había acercado a la del pelo rojo. Que estaba de pie, sin decir nada ni soltar una lágrima.
Ya no cabía ninguna duda: aquella vieja realmente era su hermana y prefería que se llevaran a Lucas y lo encerraran antes que reconocer públicamente que aquel borrachín era familia suya. Comprendí que ése era el destino de los genios: sufrir no sólo la incomprensión sino también la marginación, la humillación y la tortura.
No tuve más remedio que jurar venganza. En los pocos años que me quedaban hasta mi decadencia, suponiendo que se produjese, me dedicaría a eliminar a aquellos seres tan repugnantes que obligaban a gente como Lucas a trabajar y a gente como yo a crecer.
Y ya tenía claro por dónde empezar: por el cuello de aquella vieja.
Entonces, mientras prometía mentalmente y alzando el puño que no descansaría hasta acabar con todos mis enemigos, me di cuenta de que estaba de pie y de que, al intentar contener a Lucas en su carrera hacia las viejas, no sólo me había sostenido sin ayuda, sino que había trotado tres o cuatro pasos.
En definitiva: finalmente y a pesar de mis esfuerzos para evitarlo, había aprendido a caminar.
Caí de culo y lloré.
Noelia no tardó en aparecer. Me abrazó y besuqueó, dónde te habías metido ay qué miedo he pasado no lo vuelvas a hacer.
—¿Sabes qué? —Le dijo a mi padre cuando llegó—. El niño ha caminado solito y sin ayuda.
De Lucas no dijo nada hasta después de media hora, cuando ya recogía sus cosas para irse. Fue un comentario de esos para matar un silencio incómodo, entre “mañana a la misma hora” y “no lo abrigues tanto, que pasa calor”.
De cómo comienza mi obra y del revuelo armado al respecto
Después de aquello pasó un mes. Un mes. Entero. Fue un mes en el que esperé a ver si volvía Lucas y en el que decidí probar a ver si mis deseos de venganza se enfriaban con el tiempo o, dado el caso, con el retorno de mi mentor. Es cierto que se enfriaron. Pero eso no cambió mi determinación. La corrigió.
Y es que desapareció todo sentimiento de venganza. Me di cuenta de que mi labor tenía que ser fría y reflexiva. Quizás incluso alegre. Nada de ataques de rabia. Se trataba de cirugía. Mi tarea consistiría permitir que los que vinieran detrás de mí pudieran disfrutar de un mundo mejor para que al menos ellos pudieran llevar a cabo sus sueños y no se vieran ofendidos y humillados.
Porque yo ya no podría: ni política, ni violines, ni óperas, ni cuadritos.
Ése no fue el único sacrificio que hice. Porque para llevar a cabo mi empeño necesitaba al menos caminar. Y aprendí a hacerlo del todo, sin ayudas y sin caídas. Necesitaba independencia, aunque esto significara acelerar mi decrepitud. No lo disimularé con falsas modestias: me estaba sacrificando. Y confiaba en que al menos mereciera la pena, por muchas dudas que tuviera al respecto.
Así pues y tras ese mes de espera y entrenamiento de piernas, una tarde de verano dejé que Noelia me llevara al parque. Una vez allí, paseé por el césped, relajándome y reflexionando mientras le mordía la cabeza a un muñeco de goma. Cuando mi niñera ya se quedó más que absorta con su revista del corazón, me dediqué a buscar con la mirada a las dos viejas. Y allí estaban, como casi cada tarde, sentadas en un banco frente a los columpios.
Me dirigí hacia ellas, caminando torpemente, intentando imitar los tambaleos de Lucas. Me puse detrás y trepé por el banco. Saqué un cuchillo de cocina de mi mono tejano. Una de las viejas dijo, mira, ya está molestando el niño de la sudaca. Con una mano agarré por los pelos a la posible hermana de Lucas y le rebané el cuello.
Un corte limpio. La sangre salió primero a chorro y luego a borbotones. La otra abuela, la del pelo amarillo, se puso a gritar mientras su amiga se desplomaba para luego dar un par de convulsiones, dejar escapar un breve, grave y gutural gemido, y quedarse inmóvil sobre el camino de tierra.
Tiré el cuchillo y me puse a gatear por el césped, babeando y diciendo bababá brub, como si fuera, no sé, la niña pelirroja.
La verdad, ya imaginaba que la muerte de aquella mujer no le sentaría bien a su amiga. También suponía que al menos vendrían un par de policías, más que nada para asegurarse de que el cuerpo no quedaba allí tirado por tierra, con el perjuicio para la salud pública que aquello podría suponer. Pero no me imaginaba tanta histeria, tanta gente corriendo, tanto grito. Incluso vino una ambulancia. Aquello me descolocó por completo. ¿Para qué un médico? ¿No estaba claro que había muerto? ¿Es que podían resucitarla?
Mientras la gente iba y venía y aullaba, la amiga me señaló y comenzó a gritar “ha sido él, ha sido el niño, ha sido él”, a lo que alguno contestó intentando calmarla con unos cuantos “venga, no se preocupe, pobrecilla, qué impresión habrá recibido, miren, ya viene la policía, veinte minutos han tardado, qué vergüenza”.
Y entonces oí la voz de Noelia, que me agarró por detrás y me cogió en brazos. Ay, mi niño, gritaba y lloraba, que lo habrá visto todo, ay, que no te encontraba, qué miedo, qué miedo, pero ya está, ya está, no tengas miedo, y comenzó a besuquearme y a abrazarme muy fuerte y a acariciarme la espalda. Yo me dejé hacer, me relajé hasta quedarme a punto de domirme, aplastado entre las tetas de mi canguro. Venga, vámonos, decía ella, venga, a casita.
—Un momento, señora.
Noelia giró la cabeza para ver quién le llamaba. Era un tipo de unos treinta y bastantes años, tirando a gordo y vestido con un traje barato y una gabardina vieja.
—Soy de la policía: inspector Salvador Bienvenido.
—Sí…
—Esa señora —señaló a la vieja del pelo amarillo, que estaba siendo atendida por una doctora— dice que el niño, bueno, dice que el niño mató a… Con un cuchillo…
Noelia se quedó callada, con los ojos abiertos como platos.
—Sí, ya, absurdo. Un bebé… ¿Cuántos años tiene?
—Cumplió un año hace poco.
—Un añito… Sí, claro, una tontería. ¿Usted estaba con él?
—No, se me había extraviado.
—No se preocupe, no pasa nada. ¿Es usted su madre?
—No, la niñera.
—Mire, llévelo a un psicólogo. O a un pediatra, no sé qué es lo apropiado. Es muy pequeño y no creo que se acuerde de nada, pero, bueno, por él, quizá sea mejor. Igual ha visto algo y, no sé, nunca se sabe, por llevarlo al médico no se pierde nada. Vamos, digo yo… En estos casos, aunque no creo que…
Noelia asintió. Ya se iba a ir cuando el policía volvió a llamarla.
—Disculpe, ¿había visto usted esto antes?
Le mostró una bolsa de plástico con el cuchillo ensangrentado.
—No… Bueno, es un cuchillo de cocina… Con mango de madera… He visto cientos de ellos.
—Sí, claro. No ha visto nada. A quien lo hizo ni nada.
—No, no.
—Bueno, deje que le tome los datos. Por el niño. Para que, bueno, para confirmar que todo está bien.
Y aquí hubo algo de lío porque Noelia al parecer no tenía no se qué papeles, ya que le habían hecho el contrato hacía poco, o eso decía. y, en fin, lo típico, que sólo le faltaban un par de trámites.
—No se preocupe, omitiremos esto. Déme sólo su nombre y un teléfono de contacto. Y el de los padres del niño.
Noelia me llevó abrazado hasta el carrito y yo miré al policía. Él también me miraba. Con cierto temor. O quizá sólo estaba nervioso. Y apartó la vista.
Todo aquello me dio a entender que había tomado pocas precauciones y que la próxima vez tendría que ser más cuidadoso. Al parecer, la gente no se tomaba bien las muertes y buscaba un culpable para que cargara con el muerto, y nunca mejor dicho. Obviamente, a nadie se le ocurrió plantearse que aquella vieja merecía morir. Como de costumbre, los adultos se mostraban incapaces de mirar más allá de lo evidente.
Acerca del trastorno por estrés post-traumático y sobre una nueva conversación con el inspector Bienvenido
Mi padre, alarmado por la histérica explicación que le hizo Noelia de un hecho bien sencillo y natural —la muerte de una vieja— decidió hacer caso al policía y llevarme al doctor justo al día siguiente.
—No te preocupes –le dijo el pediatra una vez le explicaron lo ocurrido—. Lo más probable es que no haya visto nada. Y si, como dices, duerme bien y no llora y se comporta como siempre, no tiene por qué haber ningún problema.
Por una vez estaba de acuerdo con aquel hombre tan desagradable: no había motivo alguno de preocupación.
Aunque el pediatra sí que debía preocuparse. Al fin y al cabo, se trataba de un hombre claramente culpable de crímenes contra la infancia. ¿Qué hacía, si no asesinarnos con sus vitaminas y su calcio y sus demás aceleradores del crecimiento y destructores por tanto de mentes y cuerpos? Y eso por no hablar de las vacunas y otros sueros que convertían a la mayoría de los bebés en zombis sin voluntad, como era el caso, por ejemplo, de la niña pelirroja.
En esta ocasión me andaría con más cuidado, por supuesto. Tendría que hacerlo con más sensatez y precaución, ya que al parecer los adultos no compartían mis ideas acerca de lo normal que es morirse cuando uno en realidad lleva muerto desde que alcanzó la pubertad. Aquéllas no eran muertes reales: lo único que yo hacía era romper una cáscara vacía.
Pasé lo que quedaba de mañana y gran parte de la tarde pensando acerca del camino más adecuado a seguir, después de que mi padre me dejara en casa y volviera a la oficina, dejándome con Noelia.
No tenía claro cómo justificar mi presencia en la consulta del pediatra y que al mismo tiempo no quedara constancia de mi visita. Asimismo, como podía caminar no necesitaba que me acompañara nadie, pero no sabía hasta qué punto sería razonable que me presentara allí solo.
Aquella tarde Noelia no me quiso llevar al parque. Decía que aún estaba asustada, por mucho que yo intentara hacerle ver lo absurdo de ese miedo.
—No seas ridícula, el asesino no matará dos tardes seguidas. Y menos en el mismo sitio. Es una persona inteligente y cuidadosa.
—Ay, ya lo sé, pero no fue agradable. Mira, vamos a dar una vuelta por l’Illa.
—Ahí no se puede pensar, hay demasiada gente.
—Además, ¿tú qué sabes del asesino? Igual es un asesino en serie.
—No lo es.
—¿Cómo lo sabes?
—Confía en mí.
—Niños… ¡Bababababá! Aguliguliguli.
Salimos de casa en dirección al centro comercial cuando oímos una voz a nuestras espaldas. Era el policía.
—Hola —dijo—, ¿vais al parque?
—Hoy no iremos al parque, no nos apetece volver.
—Habla por ti –dije.
—No me extraña –afirmó el policía, simulando que me ignoraba, aunque mirándome por el rabillo del ojo—. ¿Adónde van?
—A l’Illa.
—¿Puedo acompañarla? Necesitaría hacerle un par de preguntas.
Y le hizo un par de preguntas estúpidas sobre la tarde en la que había matado a la vieja, pero en seguida cambió de tema y se pusieron a charlar acerca del centro comercial, de lo nuevo que estaba y de la cantidad de tiendas que había. También quiso saber cosas acerca de mí.
—¿Se porta bien?
—Sí, es muy bueno. Mientras le dejes sentado con sus gafas de sol… No hay nada que le guste tanto como eso.
—Es muy irritante —dije— que hablen de uno como si no estuviera presente.
—Eso sí —siguió Noelia—, es más charlatán. Cuando aprenda a hablar no habrá quien le pare. Blablablá, aguliguliguli.
—Ya veo.
Y se me quedó mirando.
Ya en el centro comercial y a pesar de mis protestas, Noelia decidió irse al baño y dejarme a cargo del inspector. De un desconocido. ¿Cómo podía? El hecho de que fuera policía no tendría que inspirarle confianza. Más bien al contrario. Al fin y al cabo, un policía es un señor armado, lo cual le convierte ya de entrada en peligroso, al poder hacer potencialmente más daño que un señor inerme.
—Al fin solos, ¿eh? —Y volvió a mirarme raro. Igual sólo era un poco bizco y no me había dado cuenta. Ni le contesté. Me caía mal. Y no sé quién diablos se creía que era para hablarme y mirarme así, como si fuera un detective de novela barata—. Ahora que no está tu guapa canguro te puedo decir que te estaré vigilando. Te conozco. Conozco a los que son como tú. Y sé de lo que eres capaz. Obviamente, no me creería nadie. Un niño de teta cortando cuellos. Pero sé que lo hiciste. Y estaré esperando un error para cazarte.