Read La decadencia del ingenio Online
Authors: Jaime Rubio
—Cuando tenía seis años, conocí a uno de los tuyos.
—¿Y?
—Le conocí en circunstancias que podríamos calificar de curiosas, siendo irónicos gracias a la distancia.
—Venga, al grano.
—Estaba estrangulando a un guardia urbano. Él, claro, no yo. Imagino que no le habría permitido cruzar en rojo. No lo sé. El caso es que yo venía de la guardería con mi madre y allí les vi, en una esquina, uno encima, apretando y el otro abajo, muriéndose. Le señalé la escena a mi madre. “Mira el guardia, cómo juega con el niño”, me respondió. “No, mamá, le está estrangulando”. “No digas tonterías, si sólo es un niño”.
Sonreí. Me sentía identificado con la escena. Y gratificado nuevamente ante la idea de que no era ni había sido el único que había puesto su empeño en un plan semejante.
—Hubiera querido seguir a ese niño, vigilarle, demostrar su culpabilidad, evitar futuros crímenes. Pero, claro, a mí no me dejaban salir de casa como a ti. Tampoco hubiera sabido por dónde empezar. Yo era un niño. Él, como tú, era otra cosa.
—Yo diría que más bien era al revés. Yo, él, éramos niños; tú, otra cosa.
Sonrió. Me miró por encima del hombro. Como diciendo “típico”. Ya me estaba ofendiendo, el policía de las narices, y no sólo aburriendo.
—La imagen de aquel bebé estrangulando al guardia me persiguió durante años. No la pude olvidar. Tampoco volví a ver a aquel niño. Pero, de adolescente, me topé con otra escena similar.
—¿Otro estrangulamiento?
—No. Un atropellamiento. Un taxi se llevó por delante a un tipo. Lo curioso del caso es que se llevó por delante al propio conductor, que había salido corriendo. En el taxi sólo había un bebé, una niñita con dos palos largos que imagino habría usado para darle a los pedales.
—Buena idea. A lo mejor la aprovecho.
—La policía supuso que el asesino del taxista sería el secuestrador de la niña, que habría tomado el taxi y habría decidido enfrentarse al conductor después de que éste le manifestara sus sospechas respecto a su relación con la pequeña. Después de matarlo y en vista del follón que parecía que iba a armarse, el asesino habría salido huyendo, dejando a la niña en el vehículo.
—Es curioso. Lo más fácil se le suele escapar a todo el mundo. En cambio, las teorías complicadas tienen mucho éxito. ¿Has oído hablar de la física cuántica?
Volvió a sonreír, de nuevo sólo con la mitad izquierda de la boca, de nuevo como diciendo que él sí que sabía y qué pena los demás, incluido yo mismo.
—¿Hiciste algo? –Dije, volviendo al tema que nos había traído a la sombra de aquellos árboles.
—Esta vez sí. La seguí, la fotografié, llevé las fotografías a la policía.
—¿Qué había en esas fotos?
—La niña. De apenas un año. Leyendo. Paseando sola. Bebiendo brandy. Clavando un puñal en el pecho de su tía.
—¿Y qué dijo la policía?
—Que era un bonito montaje, pero que no tenía gracia y que les dejara trabajar. Insistí, por supuesto, pero no me creyeron. Por favor, cómo va un bebé a matar a nadie, pero si no tiene fuerza, qué ridículo.
—¿Y por qué no impediste aquel llamémoslo asesinato en lugar de fotografiarlo?
—¿De qué hubiera servido? La hubiera matado en otro momento. La única solución hubiera sido matar al bebé. Pero nadie me hubiera creído. Ni su tía. No podía acabar en la cárcel con esos niños fuera.
—¿Y qué hiciste?
—Me hice policía. Y la seguí. Hasta hace unos años.
—¿Qué pasó hace dos años?
—Imagino que llegó a la pubertad. Al menos se comportaba como cualquier otra adolescente de su edad —hizo una pausa para ver mi cara de horror ante el futuro que me esperaba, es decir, la normalidad—. No es la única a la que he seguido desde entonces. He dado con un buen puñado de niños como tú e incluso logré evitar una muerte y retrasar otras dos. No te diré cómo, claro, porque pienso emplearme a fondo contigo y no quiero que juegues con ventaja. No podrás conmigo.
—Ya he podido contigo en dos ocasiones. Además, no das el tipo de héroe.
—Ah, ¿no?
—No. Estás echando barriga. Se te comienza a caer el pelo. Y vistes de pena. Pareces un vendedor de coches usados.
—Lo que tú digas.
Y se largó. Sin ni siquiera saludar a Noelia, quien, claro, lo hubiera agradecido.
Acerca de la piscina de bolas y otros instrumentos de ejercicio y tortura
Los traumas de Bienvenido me traían más bien sin cuidado. Yo ya comenzaba a tener los míos propios y bastante tenía con combatirlos, reprimirlos y sublimarlos como para encima tener que cargar con las confesiones de una medianía.
Uno de esos traumas lo viví por aquel entonces. Cumplí dos años —hay que ver lo rápido que pasa el tiempo— y me llevaron a una especie de centro preparado para anestesiar las despiertas mentes infantiles. Sólo un niño como yo, fuerte e inteligente, podía resistir aquel marasmo de formas y colores.
Ya en la entrada y sobre la puerta un cartel avisaba de lo que le esperaba a uno: “Chikipark”. Todo en letras verdes, rojas y amarillas. El parque enchiquitizador de mentes. El sustituto de ese otro parque donde uno podía encontrarse con gente como Lucas. Una enorme caja de arena llena de críos atontados cuyos gritos se oían desde la calle.
Obviamente me resistí a entrar allí y me puse a llorar ante el poco caso que me hacían mi padre y Noelia, venga, que te vas a divertir mucho, hala hala hala, cuánta cosa.
Si la puerta y el cartel ya le daban a uno escalofríos, por dentro era peor. Aquello era un monumento a lo grande, al crecimiento, al ensanchamiento: una enorme sala cuyas paredes estaban tan lejos que no se veían y cuyo techo lo cubría todo a cinco o seis metros de altura. Los chillidos que se oían desde la calle no eran más que los gemidos de agonía de los cerebros infantiles, que crecían, ensanchando cuerpos, endureciendo músculos y agarrotando cortezas cerebrales; empujándoles, en definitiva, hacia la muerte.
Había niños sentados por mesas, ensuciándose de pintura, llenando hojas en blanco con manchas verdes de témperas. Otros correteaban en medio de vacas de plástico de apenas un metro de alto. Los mayores saltaban mientras agarraban cuerdas con una mano. Unos cuantos lo hacían sobre superficies oscuras y elásticas, que los impulsaban varios metros hacia arriba. Había también pelotas, columpios, raquetas y todos los artilugios más terribles pensados para que el cuerpo y la mente de un niño avanzaran más rápido hacia la edad adulta. El complemento perfecto de la labor que en el interior de nuestros cuerpos llevaban a cabo vacunas y vitaminas.
En definitiva, era un campo de concentración. De concentración de todas las fuerzas y tretas adultas para acabar de doblegar y someter nuestras voluntades. Supuse que allí era adonde llevaban a los niños más rebeldes, a los que, como yo, nos negábamos a someternos al dictado embrutecedor de la edad adulta.
Recuerdo los pocos minutos —¿o fueron horas?—que pasé allí como si fueran un sueño. Es decir, una pesadilla. Creo recordar que mi padre y Noelia escogieron uno de los ingenios en los que había niños de más o menos mi edad y lo juzgaron también adecuado para mí. Se trataba de una especie de celda de unos cinco metros de largo, tres de ancho y otros cuatro de alto. Se accedía por una portezuela que vigilaba un adolescente granujiento —¿un antiguo preso?—, puerta por la que me Noelia me hizo pasar.
No se trataba sólo de una celda, claro, no hubiera servido de mucho tenerme encerrado en una jaula con otros cuatro o cinco niños de mi edad. El simple pero terrorífico truco estaba en el suelo. O, mejor dicho, en su ausencia. Hoy, años después, aún me estremezco sólo de pensarlo.
Y es que en lugar de suelo, había pelotas. Cientos, miles de pelotitas de unos treinta centímetros de diámetro. Tantas que, justamente, no se veía el suelo. De plástico y de colores: verde, amarillo, rojo y azul. Presa del pánico, intenté apartar las pelotas y buscar tierra firme. Pero por más bolas que apartara lo único que encontraba eran más bolas.
Me encontré nadando en una especie de agua espesísima, sin que me hundiera, pero sin poder poner los pies en firme. Comprendí entonces el objeto de aquella tortura: mientras intentaba mantener el equilibrio, ejercitaba brazos, piernas y abdominales. Endurecía y agarrotaba mi esponjoso cuerpo.
Miré a mi alrededor. Había otros tres niños ya idiotizados, riendo, rodando, tirando las pelotas. Vi al fondo a otro niño con la expresión de pánico en el rostro que seguramente yo también mostraba. Le temblaban hasta los rizos negros.
—¿Cómo se sale de aquí? –Le grité.
Al oírme le brillaron los ojos.
—No lo sé –me dijo—, no puedo moverme.
—Espera, intentaré acercarme.
Al menos aquella reclusión había servido para –al fin— conocer a alguien como yo, a un niño a quien las drogas, el ejercicio y el paso del tiempo no habían destruido; al menos no del todo. Alguien que incluso me podría ayudar en mi labor.
Intenté moverme hacia él, arrastrándome sobre aquellas pelotas de colores, pero cada vez que movía las piernas, me hundía un poco más, y si me ayudaba con los brazos, notaba bolas hasta la altura de la nariz. Intentaba desplazarme, pero cuanto más movía mis miembros, menos avanzaba. Oía gritos, intenté reconocer los del niño de rizos, pero ya no conseguía orientarme. Para cuando logré incorporarme ya no veía su cabeza. ¿Se habría hundido del todo? Su voz sonaba cansada, igual no había podido resistir. Miré en torno a mí. Las únicas caras conocidas eran las de mi padre y Noelia, que discutían fuera de la jaula, supongo que por lo de los papeles de siempre. Perdí pie, me volví a hundir, sólo veía manchas borrosas de colores. Hubo un momento en el que, flotando en el aire vi otro círculo, lejano y rojo. Intenté tomarlo como punto de referencia, me arrastré, me fallaban las piernas, resbalé varias veces entre las pelotas. Finalmente alcancé ese punto rojo. Era una piruleta. La sostenía el vigilante, que me la dio, me cogió en brazos y me pasó a los de Noelia, que me puso en mi carrito.
—El truco de la piruleta nunca falla cuando hay que sacarlos.
—Si es que cuando se lo pasan bien no hay forma de hacerles parar.
Sudaba y resoplaba.
Me arriesgué a que la piruleta contuviera también vitaminas o algún otro tipo de drogas y la lamí desesperado. Lamer era una actividad tranquilizadora. Además, necesitaba el azúcar. Y estaba rica.
—Padre, Noelia, no me volváis a hacer esto. Nunca más. Mi corazón no lo resistiría.
—Ay, que se lo ha pasado bien el nene, pero ahora nos tenemos que ir, que es más tarde de lo que pensábamos.
Seguían con su tema. No resultaba difícil adivinar que nos íbamos porque se habían puesto de mal humor, no sé si porque aún no sabían si casarse o no, o por la resistencia que yo había demostrado en aquel centro infernal.
Cuando nos dirigíamos hacia la puerta, vi cómo un matrimonio subía al niño de rizos negros a los lomos de un caballo de plástico de un metro y medio de alto.
—Tenemos que ayudarle –dije, señalándole.
—No, no; no más juegos –contestó Noelia—, ya volveremos otro día.
Lo heroico hubiera sido bajar del carrito y rescatarle, y más teniendo en cuenta que aquél era el único niño que había encontrado con aptitudes probablemente semejantes a las mías. Pero el cansancio y la luz de la calle que entraba por la puerta me ayudaron a quedarme dormido. “Pobre, está cansado”, dijo mi padre. Como para no estarlo tras aquella sesión infernal.
Y por fin sigo adelante con mi proyecto
Tardé unos días en reponerme de aquella tarde. Me animó la idea de poder continuar mi labor, con independencia o quizá incluso espoleado por la verborrea pseudopsicoanalítica de Bienvenido. También me animaba el hecho de haberme encontrado a un niño como yo, aunque fuera en circunstancias nada propicias para el estímulo intelectual. Sí, Bienvenido ya me había dicho que conoció a otros iguales que yo, pero como para creerle.
El escalón más apropiado para continuar mi ascenso era la pediatra. Pero era absolutamente incapaz de hacer nada al respecto por culpa de las ya mencionadas características de sus pechos: su tamaño y su blandura. Y encima fue una época de revisiones y vacunaciones constantes, además de recetas de vitaminas, calcio y dietas, todo con la terrible intención de hacerme crecer.
Necesitaba un último acicate para armarme de valor y superar los escollos (los dos) que encontraba en mi tarea. Lo encontré una tarde. Y más que un escollo lo que hallé fue otro camino. Un rodeo, mejor dicho.
Salía del consultorio, medio dormido, con la barbilla aún húmeda de babas y el culo dolorido del pinchazo de una vacuna inoculada por una aguja de unos tres metros de largo, cuando detrás de mi padre y de mí salió la doctora. Mi padre ya empujaba el carrito calle abajo, pero yo giré la cabeza, con la ilusión de poder ver de nuevo las grandes mamas de la pediatra.
Y me encontré con que estaba besando en la boca a un hombre barbudo que le recriminaba su tardanza. Imaginé que sería su marido. O su novio. O un cliente, daba lo mismo. En todo caso, alguien a quien quería y que no tenía las tetas grandes, por lo que nada me impediría acabar con él.
No sabía casi nada acerca de esta persona: bien pudiera ser que se tratara de alguien que respetara a los niños; incluso un político. O puede que fuera alguien que hubiera sido como yo en su infancia, aunque tras una infancia como la mía y por muy mal que le quede a uno el cerebro tras la pubertad, difícilmente se hubiera liado con una pediatra. Daba igual. En tal caso, se convertiría en un mártir por la causa. Porque lo único que sabía de él le convertía en una víctima perfecta: estaba más o menos liado con mi pediatra y su muerte le afectaría, quizás apartándola de la profesión al menos una temporada. Y en caso de que volviera a aparecer, no tendría más que hacer lo mismo con el nuevo novio, con la enfermera o con su hermano, si lo tuviera.
Así, pasé un par de semanas yendo en taxi cada tarde a la calle en la que estaba el consultorio, para vigilar y observar la rutina de la pareja. No tardé en confirmar que efectivamente era su pareja y que realmente la iba a recoger a la consulta periódicamente. Tuve suerte en este sentido: el barbudo pasaba por allí cada martes y jueves, y la acompañaba primero al gimnasio y luego al piso que al parecer compartían.
Así, decidí ponerme manos a la obra uno de esos jueves. Les seguí hasta el gimnasio y le esperé en el vestuario mientras él se subía a una bicicleta y pedaleaba como un loco, poniendo una evidente cara de insatisfacción al no moverse del sitio en el que estaba. Alguien tendría que haberle avisado de que aquella bici no tenía ruedas.