Read La decadencia del ingenio Online
Authors: Jaime Rubio
—¡Baje el arma, le he dicho!
—Soy el teniente Bienvenido.
—¡Baje el arma!
La respuesta de Bienvenido resultó algo sorprendente. Lanzó un berrido absurdo que hizo que me llevara las manos a los oídos. Luego tiró la pistola al suelo y salió corriendo. Los agentes salieron detrás de él.
Y fue entonces cuando vi que también había llegado la ambulancia, y cómo un médico y un enfermero se dirigieron a comprobar que los padres de la niña pelirroja estaban muertos. El médico en seguida agarró a la niña, que seguía llorando y se puso a hacerle todo tipo de evaluaciones físicas, supongo que para cerciorarse de que, a pesar de la muerte de sus padres, seguía con la voluntad desgastada por las técnicas empleadas durante sus más de dos años de vida.
Yo por aquel momento ya no podía hacer nada más por ella, así que volví caminando hasta la guardería, más que relajado y satisfecho.
Cuando llegué, me recibió una de las carceleras.
—¿Y tú dónde te metes? Y mira cómo te has puesto. Perdido de sangre. ¿No será tuya?
—Estaba ocupado con unos asuntos.
—Unos asuntos, unos asuntos… Anda, que ahí está tu padre. ¿No lo ves?
Le saludé y volvimos a casa.
—¿No has traído el carrito?
—No, si estamos al lado y ya caminas más o menos bien.
—Estoy cansado.
—Bueno, espera que te llevo en brazos —y me alzó—. Anda que no creces tú, ni nada.
Obvié el insulto y pasé al tema que me interesaba.
—¿Qué tal el juicio?
—No muy bien. Hoy ha declarado la pediatra. Noelia se marchó a la mitad. Y no sé dónde está. Pero todo irá bien, todo irá bien.
—Yo no he sugerido lo contrario. ¿Podré asistir a la próxima sesión?
—No, me temo que no… Va, venga, cambiemos de tema… Vamos a casa y comamos algo rico. ¿A que quieres algo rico? Ñamñamñamñamñam.
Lo curioso era que por decir cosas como esa nadie pensaba meterle en la cárcel. Y eso sí hubiera sido justo y necesario.
Acerca de mis abuelos
Vinieron unas semanas aburridas. El juicio a mi padre se alargaba y tenía que pasar dos o tres días a la semana en aquella guardería, donde se me obligaba a colorear dibujos en los que salían patos y a cantar canciones en las que se hablaba de patos. Aquellas brujas tenían una obsesión enfermiza con esas aves. Y, lo que era peor, aún no había sido capaz de encontrar a otro niño como yo.
Una cosa que al principio me extrañó fue no volver a ver a la niña pelirroja en la guardería. Pasados unos días y tras enterarme de lo ocurrido gracias a la cháchara de las arpías, la sorpresa dejó paso a la indignación y a la ira. Al parecer, la habían enviado con sus abuelos y la tenían sometida a “tratamiento”. Es decir, la habían puesto en manos de un médico que estaría evaluando su reacción a lo ocurrido y tomaría las medidas oportunas. Inyectarle alguna vacuna o hacerle ingerir pastillas de calcio o de vitaminas. Cualquier cosa con tal de que no recuperase la independencia sedada por aquellos más de dos años de esclavitud y servilismo.
Me llamó la atención eso de los abuelos. Tras informarme por internet, me enteré de que los abuelos son los padres de los padres. Es decir, adultos que tenían ya experiencia en someter a otros adultos y, por lo visto, apoyaban a los padres en sus tareas.
Su amplia experiencia quedaba anulada por su decrepitud. Por lo que leí, un abuelo era un adulto al cuadrado. Es decir, tenía el cuerpo doblemente agarrotado y el cerebro doblemente envejecido. Apenas podían moverse, apenas podían pensar y algunos casi ni hablaban o simplemente no se les entendía.
Claro que a mí me surgía otra duda al margen: ¿dónde estaban mis abuelos?
Recordaba alguna mención a cierto problema con ellos, aunque nunca me había quedado claro si era que tenía abuelos de menos, o de más, o si vivían lejos o cerca o simplemente no vivían.
Hasta que me enteré de la reclusión de la niña pelirroja con aquellos ancianos, no me había preocupado por la situación de los padres de mi padre o incluso de los de mi madre, pero dada mi infatigable ansia de saber siempre más, le pregunté al respecto.
—Mis padres murieron hará unos diez años. Un accidente de tráfico.
Me supo mal. Diez años era mucho tiempo, pero mi padre ya era adulto cuando fallecieron, por lo que no pudo disfrutar de la orfandad en la infancia, que es cuando más rendimiento le podría haber sacado un tipo débil como él.
Me di por satisfecho con la respuesta hasta que unos días más tarde caí en que era incompleta:
—Pero, padre, ¿y los padres de mi madre? ¿También murieron en un accidente de tráfico?
—No, pero ellos… viven lejos.
—Noto un tono extraño en tu frase. Como si mintieras.
—No, no… Es que con lo del juicio estoy muy nervioso. Y Noelia… Noelia dice que se va y hace más de una semana que no viene… No es justo. Lo de tu pediatra sólo fue… No fue más que… Ah, no sé qué hago hablando con un crío de dos años que ni siquiera me entiende.
—Sí que te entiendo, padre, claro que sí. Tú discurso es simplón, pero comprensible. Emociones encontradas y ese tipo de cosas.
—Eso, balbucea y ríete, aprovecha que eres niño, que cuando seas mayor amenazarán con meterte en la cárcel por echar un par de polvos. Joder.
La inquietud de mi padre era comprensible. Aparte de la incertidumbre del juicio, Noelia sólo venía de tarde en tarde y aseguraba que necesitaba irse a Perú unos meses. Mi padre le pedía perdón por vete a saber qué y le aseguraba que todo sería diferente a partir de entonces y que necesitaba su apoyo. Entonces Noelia respondía que cuando ella necesitó su apoyo, él no hacía más que darle largas. Y mi padre le recordaba que era él quien le había pedido matrimonio y que eso no era precisamente darle largas a nadie. Y entonces a mí me entraba dolor de cabeza.
De quien ya no hablaban mucho entre ellos era de Bienvenido. Sólo recuerdo dos conversaciones al respecto, una apenas un par de días después de que le echara una mano a la niña pelirroja.
—Ay, ¿sabes lo que le ha ocurrido a Salvador? –Dijo Noelia.
—¿A qué Salvador?
—A Bienvenido. Al policía. No seas estúpido.
—Vale, vale, no te enfades. ¿Qué le ha pasado a Bienvenido, sorpréndeme?
—Oye, si te vas a poner así no te lo cuento.
—Va, cuenta, pero abrevia, que no tengo todo el día.
—No, ahora no te lo cuento.
—Va, cuéntalo.
Las dos últimas frases se repitieron con pequeñas variaciones cuatro o cinco veces hasta que Noelia accedió finalmente al ruego de mi padre.
—Se ve que mataron a un matrimonio en sus narices.
—Pues vaya un policía.
—¡No pudo hacer nada! Ni siquiera estaba de servicio.
—Pues eso, vaya un policía.
—Y como no lo pudo evitar y lo hicieron delante suyo le ha dado un ataque de nervios.
Mi padre se carcajeó cruel, pero justamente.
—Fue algo horrible, no te rías. Salió en el diario. Un tipo muy raro, una especie de enano, se acercó a la pareja, que iba con su hija, y les clavó un punzón.
—¿Un enano? ¿Y Salvador no pudo con un enano?
—Estuvo a punto de pillarle, le llegó a apuntar con la pistola.
—¿Y qué pasó? ¿Se le encasquilló? ¿Se quedó dormido?
—No te rías. No se sabe qué le pasó. Está en el hospital y no habla con nadie. Le fui a ver esta mañana, sólo me dejaron verle a través de una ventana. Le tienen que atar a la cama.
—Que se joda.
—¿Cómo puedes ser tan cruel?
—Que le den por culo, yo también tengo mis problemas.
Me ahorro transcribir la discusión posterior. Sólo aclararé que era habitual que las tardes en las que venía Noelia acabaran con gritos, peleas y un portazo. Después mi padre acostumbraba a coger el teléfono y a llamar a la pediatra, que siempre le contestaba, le dejaba suplicar un poco y le colgaba a los dos minutos.
Bueno, eso sólo hasta que mi padre un día se hartó y tiró el teléfono contra la pared. Quedó casi de una pieza, pero ya no servía de mucho.
Acerca del auditorio
Y todo siguió más o menos igual hasta uno de esos días en los que mi padre tenía juicio. Me volvió a dejar en la guardería de buena mañana y entré ya resignado a pintarrajear más patos. Sólo que me llamó la atención una niña nueva, a la que no conocía y que se mantenía al margen del grupo. Me llamó la atención por sus aires de independencia. Bueno, y también porque había construido un auditorio a escala con el juego de construcción y estaba comparando la maqueta con unos enormes planos que tenía desplegados por el suelo.
Dejé a un lado a los malditos patos y me dirigí a la niña, temblando ante el hecho más que probable de poder disfrutar finalmente de la compañía y colaboración de una niña como yo.
—Hola –le dije, con la voz quebrada por los nervios y las orejas rojas por la vergüenza. Era la primera vez que sentía algo parecido a la timidez. Y eso a pesar de que no era la primera vez que me encontraba con alguien como yo. Pero, claro, la ocasión anterior fue mientras luchaba por mi vida en una piscina de pelotas. En cambio, aquello podía ser el inicio de algo grande, si seguía los consejos de Alberto.
—Hola —me contestó, alzando la vista de sus planos—. ¿No sabrás por casualidad algo de cúpulas?
—Leí algún manual de arquitectura hace unos meses, pero no creo que pueda ayudarte. Era arquitectura adulta.
—Es que para sostener esta cúpula necesito unas paredes demasiado gruesas, pero quiero que todo el edificio, paredes y muebles incluidos, sea de cristal y, claro no tiene mucha gracia que el muro de cristal tenga varios metros de ancho.
Le ayudé con ese problema, que resultó ser una simple cuestión de apoyos y tensiones, y estuvimos discutiendo sobre la acústica del local.
—Bueno, esto está muy bien —dije, intentando dirigirla al tema que me preocupaba—, pero qué te parece si quemamos la guardería.
Me miró con cara de sorpresa.
—La verdad, no me parece una mala idea.
—Pues manos a la obra. ¿No tendrás por casualidad una cerilla? ¿Y gasolina? Estas cosas hay que hacerlas entre dos o más porque uno solo…
—Pero ahora no puedo.
Y entonces fui yo el que la miró con cara de sorpresa.
—Verás —me explicó—, no podría ayudarte al tener las manos ocupadas con el plano y la maqueta, que son cosas que tendría que salvar del incendio. Además, no sé qué hacer con los lavabos, temo que a la gente le de reparo orinar en una taza de cristal y rodeada de paredes transparentes. Nosotros no, pero los adultos son muy escrupulosos para estas cosas.
—Pero eso lo puedes dejar para más adelante. Ahora tienes que preocuparte del futuro de las generaciones venideras. Hay que procurar que puedan hacer cuanto se propongan y que…
—Yo estoy haciendo cuanto me propongo.
—Pero no todos podemos.
—Pero yo sí. Además, ¿lo has intentado?
—Estás siendo egoísta. Tienes que pensar en los demás.
—¿Pensar en gente que aún no ha nacido? ¿Con un auditorio por terminar?
—Un auditorio que los adultos no te dejarán construir.
—Sí, hombre, sí. Ya tengo los permisos.
Aquello me descolocó por completo. Tenía los permisos. La niña no quería trabajar por el bien común. Quería construir su auditorio y además tenía los permisos. Permisos adultos.
—El mes que viene comienzan las obras —siguió— y tengo que acabar de perfilar algunos detalles. Ahora no tengo tiempo para ir quemando guarderías. Que no es que me parezca mal, entiéndeme, es que ahora no me viene bien del todo. Más adelante, quizá. En otro momento. Depende de cierto edificio de oficinas que tengo proyectado. Tendrá forma de esfera.
Ni contesté. Estaba tan confundido que me volví a la mesita a seguir coloreando patos.
En uno de los dibujos aparecía un violín.
¿Y si yo también… ? ¿Por qué no? ¿Y qué pensaría Alberto? Daba igual lo que pensara, todo era perfectamente compatible, no tenía por qué enfadarse.
Después de acabar el dibujo del violín y de colorear dos patos más, llegó mi padre, que me llevó a casa, esta vez sí, en carrito. Parecía preocupado.
—¿Todo bien padre?
—Bueno, el juicio, ya sabes.
—Oye, ¿qué te parecería que me dedicara a la música?
—La música es buena para los niños. Estimula… Estimula la mente…
—No la agarrota.
—No, no la agarrota.
Aunque, claro y esto no se lo dije, para estimular y no agarrotar, tendría que tratarse de música buena, no de lo que nos hacían cantar en la guardería. Ni siquiera entendía la letra de muchas de las canciones. ¿Quién diablos era Joan Petit? ¿Y por qué bailaba sucesivamente con distintas partes del cuerpo? ¿Se trataba acaso algún ritual religioso?
Un cambio de residencia y unos señores mayores
Antes de que pudiera hablar con Alberto, mi vida experimentó ciertos cambios que, todo hay que decirlo, me sirvieron de pausa para reflexionar acerca de mis objetivos y apetencias.
Antes de estos cambios coincidí en otras tres o cuatro ocasiones con la arquitecta y, además de ayudarle con los últimos detalles del auditorio, le expuse mis dudas y planes.
—Lo mejor es que escribas esa sinfonía en la que estás pensando —me dijo—, mientras yo diseño el tanatorio –el proyecto del edificio de oficinas se había pospuesto—. Cuando ambos acabemos, podemos hacer arder la guardería. Será divertido.
La niña nunca había asesinado a nadie y le hacía cierta ilusión lo de ver cómo ardían al menos las tres cuidadoras. Le pregunté cómo era posible que jamás hubiera matado.
—No sé —contestó—. Alguna vez he tenido ganas, por supuesto, pero siempre he estado muy ocupada.
Lo que no dejaba de ser una pena. Estaba muy bien eso de diseñar edificios que mereciera la pena mirar y en los que uno quisiera entrar, pero matar adultos no dejaba de tener su importancia. Por mucho que a cada uno de nosotros nos apetezca realizarnos, no nos podemos olvidar del futuro. Hay que preparar un mundo mejor.
Los cambios a los que hacía referencia comenzaron un miércoles cuando en vez de recogerme mi padre de la guardería, vino Noelia, con los ojos hinchados de llorar.
—Toda una sorpresa, Noelia –le dije ya en el carrito—. Hacía tiempo que no nos veíamos.
La respuesta de la niñera fue un sollozo.
Cuando llegamos a casa, me sentó en el sofá y me lo explicó todo.
—Yo no sé si me entiendes, pero tu papá… Tú papá…