Read La decadencia del ingenio Online
Authors: Jaime Rubio
—Claro que te entiendo. Di.
—Tendrá que pasar un tiempo fuera. Mucho tiempo.
—¿Se ha muerto o está en la cárcel?
—No, por Dios, no se ha muerto… Pero está… de viaje.
—Entonces viviré contigo. Mientras no traigas a Bienvenido, me parece perfecto. Es gracioso reírse de Bienvenido, pero sólo un rato; más, cansa.
—Pero yo no voy a poder cuidar de ti. Yo me vuelvo a Perú… Necesito volver a Perú. Aunque luego no pueda venir aquí otra vez. Tengo que ver a mi familia… A mis padres…
—Bien, me parece razonable. Deja de llorar, que me pones muy nervioso. En todo caso, ¿con quién viviré yo?
—Mañana… te llevaré… con tus abuelos. Te llevaría con tu padre, para despedirte, pero no quiere… No quiere que le veas en la cárcel.
—¿No estaba de viaje?
No me contestó. Se limitó a llorar. Igual no me había oído.
Pasé una noche intranquila: no creo que durmiera más de once horas, por culpa de los nervios. Iba a conocer a mis abuelos maternos. Lo que no tenía claro era dónde vivían, ya que mi padre me había informado de que vivían lejos y por eso aún no les había visto.
También me producía cierta emoción saber —o mejor dicho, suponer— que mi padre había sido declarado culpable de asesinato. Era divertido lo de tener un padre en la cárcel y confiaba en que finalmente me dejaran ir a visitarle. Incluso, por qué no, pasar unos días en su celda. Aunque, teniendo en cuenta las experiencias previas con el sistema de justicia, no me hacía ilusiones.
Esa noche y mientras reflexionaba acerca de cuanto estaba por ocurrir, se me ocurrió cómo había de ser mi sinfonía: tenía que ser esférica. Era tan evidente que aún no comprendo cómo había tardado tanto en darme cuenta. Igual por culpa de la edad, que ya comenzaba a jugarme malas pasadas. Aunque seguía siendo joven: aún no había cumplido los tres años, estaba en la flor de la vida, aún era capaz de dormir doce horas seguidas y al día siguiente echarme una siesta, todavía corría con dificultad, me ensuciaba al comer, no sabía anudarme los zapatos y seguía yendo en carrito o en triciclo por la calle la mayor parte del tiempo.
El día siguiente, a eso de las once de la mañana, Noelia empujaba mi carrito con una mano mientras con la otra acarreaba una maleta llena de mi ropa. Yo imaginé que iríamos al aeropuerto o a la estación de tren, ya que suponía que mis abuelos vivían en alguna ciudad lejana de algún país también lejano. Me resultaba atractiva la idea de viajar por ejemplo a África, con ese calorcito tan agradable que allí debía hacer.
—Noelia, ¿dónde viven mis abuelos? ¿En Tanzania?
—Aquí, en la calle Industria.
—¿En la calle… ?
Reconozco que me enfadé. No con mi padre por haberme engañado, sino conmigo mismo, por haberme dejado engañar. Por un adulto. Ridículo. Me sentía ridículo. Y viejo. Eso no me hubiera pasado seis meses antes, cuando aún era un ágil genio de un año y muchos meses. Creo que incluso me sonrojé. Y pensé en la posibilidad de ponerme a llorar de rabia, desechándola al poco rato por considerarlo innecesario.
El edificio en el que vivían mis abuelos era una finca vieja, de color atún en lata y con un ascensor estrecho y de techo alto, en el que había que cerrar como tres o cuatro puertas antes de poder darle al botón y oír como subía temblando, haciendo el mismo ruido que un camión medio asfixiado.
Noelia ya estaba sollozando cuando apretó el timbre. Abrió la puerta un señor de unos ciento cincuenta años, calvo y barrigudo, con la cara llena de manchas. Frunció el ceño antes de dirigirse a la niñera.
—Tú eres Noelia, ¿no?
—Sí.
—Y éste es mi nieto, ¿no?
—Sí.
Y entonces ella se puso a llorar ya del todo, dejó la maleta en el suelo, me alzó en brazos y comenzó a besuquearme la cara.
—Volveré, no te preocupes, volveré, pero ahora no puedo quedarme —me dijo al oído—. Te voy a echar mucho de menos, estarás muy bien con tus abuelitos, todo irá bien, ya lo verás.
Y me dejó otra vez en el carrito, cruzó unas palabras con mi abuelo y se volvió a meter en el ascensor.
El viejo entonces suspiró, agarró la maleta y empujó el carrito dentro de la casa.
Aquel apartamento olía a rancio. Los muebles eran todos marrones y oscuros, había polvo por todas partes y las persianas estaban bajadas casi del todo. Lo más angustioso era atravesar el largo pasillo que iba a parar al comedor. Era estrecho, asfixiante, y sólo la luz del final le daba a uno ánimos y energía para seguir adelante sin desmayarse.
Mi abuelo me dejó en el comedor, sentado en el carrito, para desaparecer en una de las habitaciones con mi maleta.
—Bueno —dijo—. No creo que nos llevemos muy bien. Pero ya que estás aquí, lo menos que podemos hacer es portarnos como personas civilizadas.
Dicho esto se fue a la cocina, de donde salió al rato con un café para él y un vaso de zumo para mí, que ya me había bajado del carrito y me había tomado la libertad de subirme al sofá.
—Ahora llegará tu abuela —siguió—. A ella sí que le hace algo de gracia tenerte aquí. No sé cómo ha podido olvidar lo que ocurrió, pero, en fin, lo ha hecho e incluso dice que tiene ganas de conocerte —hizo una pausa para darle el primer sorbo a su taza—. Al menos no estás llorando como un desquiciado.
Nos quedamos sentados en silencio. Él con su café y yo con mi zumo. Me gustaba aquel tipo, a pesar de ser un viejo débil, resentido y lamentable. ¿Cuántos años tendría? Si mi padre tenía treinta y cuatro, cabía suponer que este señor podía tener fácilmente sesenta y ocho. Aunque qué más daría treinta y cuatro que sesenta y ocho que setecientos catorce.
Al poco oímos la puerta y un hola salido de la boca de una mujer que también sonaba a anciana. Mi abuela, imaginé. No tardó en asomar la cabeza por la puerta de la salita. Una cabeza arrugada y coronada por una mata de pelo redonda y amarilla. Abrió una boca llena de dientes también amarillos, pero de un amarillo más sucio, formando lo que parecía una sonrisa. Emitió un chillido espantoso aunque supuestamente alegre. Sonó como si golpearan una gaita con una rata.
—Aaaaaayyyyyyy, si es mi nietecitoooooooo.
Prefiero no narrar la escena que vino a continuación. Baste decir que hubo achuchones, lágrimas y saliva, y el abrazo huesudo de un cuerpo amojamado que olía a rancio. Sólo me reconfortó, y a duras penas, la cara de desagrado de mi abuelo.
Me quedé dormido, como mecanismo de autodefensa y a pesar de los achuchones, grititos y cosquillas de mi abuela.
Un rato más tarde me dieron de comer un plato grasiento y abundante. Obviamente necesité una buena siesta para recuperarme.
Al salir de las brumas del sueño y con la cara pegada contra el sofá, oí el cuchicheo de mis abuelos, que ni siquiera se habían movido de la habitación para hablar de mí a mis espaldas.
—Ay, pero si es monísimo —decía la vieja.
—¡No! Es un asesino.
En un primer momento, me sorprendió que aquel hombre lo supiera todo, que fuera otra especie de Bienvenido. Y no me apetecía nada.
Pero no. Se refería a otra cosa.
—Mató a nuestra hija —Se refería a mi madre. Alguien a quien yo no había estrangulado, ni acuchillado, alguien que había muerto sólo por su culpa: por esa rigidez tan adulta, esa falta de flexibilidad propia de quienes ya están más muertos que vivos. Nada que ver conmigo.
—Pero no digas tonterías, si ni siquiera había nacido.
—Por eso mismo murió: porque a este mocoso no le dio la real gana de nacer.
—No seas bruto, qué culpa tendrá el pobre crío.
—Toda.
—Con lo mono que es… Cómo puedes pensar esas cosas.
—A ti lo que te pasa es que nunca te acabó de gustar nuestra hija.
—¡Teodoro, por favor!
—Sí, Teresa, lo sabes muy bien, nunca te gustó nuestra hija. Tú querías un niño que llevase mi apellido y heredase la tienda de la familia. Una puta camisería y tú con esos aires de grandeza.
—Pero… Qué cruel eres.
Entonces, claro, lloró. No como Noelia. Zollipaba. Se tapaba la cara. Y no parecía derramar una sola lágrima. Pero hacía mucho ruido. O, mejor dicho, un ruido muy agudo. Como si golpearan una gaita con un gato.
Al cabo de pocos segundos, mi abuelo procedió a tranquilizarla. No me decepcionó, ya que, al fin y al cabo, no había olvidado que se trataba de un adulto y su conducta no podía dejar de ser débil e inconsistente.
—Va, lo siento, no quería decir eso… Ya sabes que me afectó mucho.
—Y a mí no, claro.
—Tampoco he querido decir eso. Lo siento. De veras. Va, venga, no llores más.
—Y sobre todo no digas esas cosas delante del niño.
—Pero si no nos entiende.
—Ah, claro, para matar a nuestra hija no hacía falta ni que hubiera nacido, pero para entendernos es demasiado pequeño. No te aclaras, Teodoro.
Acerca de la reacción de Alberto y sobre mi visita al hospital
Los primeros días en casa de mis abuelos fueron de tranquilidad y adaptación, tanto por mi parte como por la suya. Resultó relativamente complicado, ya que mi abuela buscaba mi compañía, mientras que yo la rehuía y buscaba la de mi abuelo, quien a su vez rehuía tanto la mía como la de su mujer.
Fueron además días monótonos: no me llevaron a la guardería. “Para qué te vamos a meter en ese sitio tan horrible, pudiendo quedarte con nosotros”, explicó mi abuela. Me entristeció lo de no ver más a la arquitecta, pero confiaba en encontrármela de nuevo tarde o temprano. Quizá tendrían que juzgar por cualquier otra cosa a mi abuelo o puede que ambos murieran —al fin y al cabo eran unos ancianos— y por tanto yo requiriera de nuevo los servicios de las tres arpías de la guardería.
Eso sí, aproveché para tomar las primeras notas de la sinfonía esférica, en los dos sentidos de la palabra “notas”. De hecho, en un par de semanas ya tuve medio concluido un primer borrador del primer movimiento y decidí pasarme por casa de Alberto, a explicarle los cambios que había sufrido mi vida en las últimas semanas y a comentarle algunos aspectos de mi obra que quizá le interesaran. Siendo ciego, lo menos era tener un buen oído. Vaya desgracia, si no.
Me despedí por tanto de mis abuelos, que se quedaron un tanto parados al verme marchar, y cogí un taxi hasta el piso de Alberto. Hubiera ido en triciclo, pero se había quedado en mi casa —en la de mi padre, vaya— y aún no había podido pasar a recogerlo.
Alberto me recibió con una amplia sonrisa y me hizo pasar a la sala de estar.
—Cuánto tiempo. Espero que tengas muchas cosas que contarme.
—Pues sí, no lo dudes. Buenas noticias.
—Dime, ¿qué has hecho? ¿Has encontrado a alguien como tú? ¿Habéis podido comenzar a trabajar a lo grande? Cuenta, cuenta…
—Pues sí y no. He conocido a una niña como yo.
—Eso es bueno.
—Pero no hemos hecho nada. Todavía.
—¿Nada? ¿Y por qué no?
—Pues porque ella estaba terminando unos planos para un auditorio y yo estoy trabajando en una sinfonía.
—¿En una sinfonía?
—Sí. Una sinfonía esférica.
—¿Una sinfonía? ¿Esférica?
Me extrañó que volviera a preguntar por la sinfonía. Por un momento temí que también se estuviera quedando sordo. Me supo relativamente mal. Sordo y ciego, además de adulto. Aunque si la ceguera le había conservado la memoria, igual la sordera le resucitaba alguna otra aptitud infantil.
—Sí, verás —le expliqué—, creo que la configuración actual y adulta de las orquestas…
Callé. Porque no me escuchaba. Aunque creo que sí me oía.
Se levantó y me dio la espalda.
Luego se volvió a girar hacia mí.
—¿Cómo puedes ser tan egoísta?
—Alberto, no soy egoísta, pero creo que se pueden compatibilizar…
—¡No se puede compatibilizar nada!
—Pero verás…
—Nada de peros. Lo único que haces es retrasar la causa.
—No opino lo mismo.
—Me da igual lo que tú opines. ¿Es que no te das cuenta del sacrificio que hemos hecho tantos para que en un futuro los bebés que vengan puedan disfrutar de una libertad real y no de una prótesis como la que tú disfrutas? ¿Crees que a mí y a los míos no nos hubiera gustado levantar edificios y dirigir orquestas? ¡No perdí los ojos para que tú vengas ahora a hablarme de música!
—Sí, Alberto, lo comprendo, la causa es lo primero y no pienso dejar de matar, pero al mismo tiempo creo que es necesario mostrarle al mundo y en especial a los nuestros lo que podemos hacer, para que se den cuenta de que la revolución es inevitable y de que tarde o temprano perderán.
—¡No! ¡Lo único que haces es seguirles el juego a los adultos! ¡Trabajar para ellos y dejar que sean ellos quienes se lleven el mérito al final! ¿O crees que tú serás famoso por tu sinfonía esférica? ¡Se la apropiarán, como se apropiaron la Gioconda, San Pedro, el Guggenheim y
El Capital,
que escribió el hijo de Engels! ¡Sí, el hijo! ¡De Engels!
—Me parece una teoría un tanto paranoica. En todo caso, hoy en día resultaría más complicado hacer algo así: hay medios de comunicación que…
—¡Que no están al alcance de la gente como tú! ¡Son medios de comunicación adultos! ¡Eres un esbirro a su servicio! ¡Estás trabajando en contra de los tuyos! ¡Por culpa tuya y de la arquitecta, muchos sufrirán! Si no quieres matar, no hagas nada, pero al menos no refuerces el sistema.
—Alberto, te equivocas. Y estás demasiado alterado, mira cómo sudas.
—No me equivoco, recuerda que yo recuerdo. ¡Yo recuerdo! ¡Y he vivido más que tú!
—Mira, Alberto, me voy a casa y cuando estés más tranquilo, charlamos un poco más y te comento cómo va mi sinfonía.
—Lo siento, pero tú no irás a ninguna parte.
—¿Cómo?
—No te puedo dejar ir. Si sales por esa puerta será para trabajar para los adultos y no para los niños, a quienes te debes. Si tú no estás dispuesto a sacrificarte, yo sí estoy dispuesto a sacrificarte a ti. Aunque luego… La cárcel… La gente…
—¿Qué quieres decir?
No contestó. Al menos, no con palabras. Alzó una silla y me intentó golpear con ella. Quise saltar del sofá, pero con la sorpresa no me dio tiempo a apartarme del todo y me alcanzó en la pierna izquierda.
—¡Alberto! ¡Soy un niño! Un adulto no puede matar a un niño, piensa en lo que los demás dirán de ti.
—No me importa, tengo que hacerlo.
Volvió a alzar la silla, pero dudó.
Fue sólo un momento, pero dudó.