Read La decadencia del ingenio Online
Authors: Jaime Rubio
Un momento muy breve, porque era ciego y no me veía y eso le ayudaba a golpearme, porque sólo golpeaba un bulto y no veía lo que Bienvenido había visto cuando me apuntaba: un inocente bebito. Pero pese a no verme, sí que sabía que el bulto era yo y que yo era un niño. Y a pesar de que recordaba, era un adulto y los adultos piensan que los niños son buenos y adorables.
Y, claro, su cerebro de adulto dudó. Un poco.
Y en ese breve momento en el que dudó, me dio tiempo a moverme antes de que bajara la silla, que se rompió contra el suelo. Y yo ya estaba justo debajo de su entrepierna, que mordí lo más fuerte que pude.
Suerte que no llevaba tejanos.
Del dolor, Alberto cayó de rodillas. Entonces aproveché para coger un cenicero de la mesa y rompérselo en el cráneo.
Quedó inconsciente, pero no muerto. De todas formas, pude cojear hasta la cocina, agarrar un cuchillo de carne y clavárselo en el cuello.
Me dolía mucho la pierna. Apenas si podía caminar.
De todas formas, llegué al ascensor, bajé a la calle y pedí un taxi.
La escandalera de mi abuela al verme llegar fue más que notable.
—Ay pero dónde te has metido con tanta sangre y mira si tienes la pierna hinchada ay ya te dije Teodoro que no le debimos dejar ir solo que es muy pequeño ay que se nos podría haber muerto.
—No caerá esa breva.
—Abuela, abuelo, no os preocupéis. Sólo necesito descansar un poco.
Pero ni por esas. Tras un par de nuevos gritos de mi abuela y a pesar del refunfuñeo de su marido, me arrastraron hasta el coche y me llevaron al hospital.
Un sitio curioso, el hospital. Si no fuera por mi habituales entereza y sangre fría, diría que incluso terrorífico. Un hospital es una fábrica de muertos. La gente —y en especial los niños— entra con toda la tranquilidad del mundo, algunos incluso durmiendo mientras les resbala la sangre por la cara, y los médicos, que son como los pediatras sólo que también tratan adultos, les suministran toda clase de drogas y les sacan del cuerpo todo lo que sobra y que la edad ha ido produciendo, como tumores, heridas, piedras y demás.
Es un sistema complejo: a los niños, con ayuda de los pediatras, les empujan a la edad adulta cuanto antes mejor, anestesiándoles, agarrotándoles, vitaminándoles. Cualquier cosa con tal de que no hagan uso de su poder. En cambio, a los adultos les ayudan a pasar cuantos años más de muerte en vida sea posible: abriéndoles, dándoles pastillas, quitándoles y poniéndoles sangre o órganos enteros. Lo que haga falta.
A mí me pusieron una escayola.
Lloré como hacía tiempo que no había llorado, al ver cómo mi pierna quedaba inmovilizada. Sentí cómo si aquella fuera ya la pierna de un adulto. Y es que por culpa de la escayola y como si se tratara de un miembro adulto, mi pierna era resistente y firme, pero también agarrotada, poco flexible y dolorida.
Una vez la pierna estuvo envuelta en yeso, me dejaron un rato tumbado, en espera de que se secara. Mientras tanto, mis abuelos charlaban a unos metros de distancia con los médicos. Mi abuela lloraba. Otra vez. Igual por eso estaba tan arrugada: porque no le quedaba agua dentro y la piel se plegaba en ausencia de relleno que la mantuviera tersa. Al fin y al cabo, estamos hechos de agua y si se nos va, nos vaciamos por dentro.
Durante el camino de vuelta, mi abuela siguió con sus lloriqueos.
—Abuela —le dije—, un hospital es un sitio muy deprimente, pero ya nos hemos ido de allí. Ahora estamos en el coche, camino de casa, y podemos tranquilizarnos.
—¡No le debimos dejar salir, Teodoro! Mira cómo tiene la pierna. Enyesada desde el tobillo hasta la cintura. ¡Y a lo mejor le tienen que operar, Teodoro, que operar!
—No hace falta que grites —dijo mi abuelo—, que yo ya te oigo. Y vas a asustar al niño.
—¡Que igual se queda cojo, Teodoro! ¡Cojo!
Reconozco que me asustó la posibilidad de quedarme cojo. Una de las pocas ventajas de hacerse adulto era la de disponer de un cuerpo más fuerte y resistente. Yo no tendría ni eso. Pero al poco rato, y me imagino que en un intento por consolarme buscando el aspecto positivo de aquel problema, pensé en la posibilidad de que me pasara algo parecido a lo que le ocurrió a Alberto. Es decir, por lo que sabía, recordaba por haberse quedado ciego. Yo igual cuando creciera también recordaría, al haberme quedado cojo.
Pero, claro, era una esperanza vana. No sabía si me iba a quedar cojo y no sabía qué consecuencias traería esa posible cojera, si es que traía alguna. A lo mejor incluso la ceguera provocaba el recuerdo y la cojera, una amnesia o incluso un envejecimiento acelerado.
Lo que no tenía sentido era preocuparme antes de tiempo. Así que aproveché que aún era lo suficientemente joven como para dormirme en cualquier sitio y cerré los ojos en el coche. Desperté ya en el sofá, con el olor de la cena, uno de esos platos elaborados y con sabor a viejo que preparaba mi abuela. Platos que no sólo daban la impresión de haberse cocinado como se hacía años atrás, sino que uno creía que realmente habían sido cocinados hacía décadas y sólo ahora se servían, aún calientes por algún tipo de milagro, llenos de fósiles y de especies ya extinguidas de verduras.
Concluyo mi sinfonía
Al cabo de un par de días leí en el periódico una nota acerca de la muerte de Alberto: “Muere asesinado Alberto Albero Alberca en extrañas circunstancias”. Según el periodista que narraba los hechos basándose en lo que había dicho la policía, no estaba nada claro el móvil del crimen, al no haberse producido ningún robo. Sí que se mencionaba el curioso hecho de que el cuñado y la madre de Alberto hubieran sido asesinados en apenas unas semanas. Al parecer, continuaba el redactor, se daba el caso “de que la víctima poseía gran cantidad de fotos y libros sobre niños, aunque la policía ha aclarado que no se trataba de material pornográfico. Su hermana es pediatra, cosa que igual podría ayudar a aclarar del todo este extraño punto”. El redactor añadía que “el asesino del cuñado de la víctima ya ha sido juzgado y condenado, pero no se descarta que haya conexión entre esta muerte, la de Alberto Albero Alberca y la de su madre, Alba Alberca Albaricoque, al tratarse de crímenes similares”.
Podrían preguntarle a Salvador. Él podría aclararles desde el manicomio la conexión entre esas tres muertes.
Una pena. Lo de Alberto, no lo de Bienvenido. Pensaba que el ciego tendría más amplitud de miras —ja, no lo he podido evitar. Pero, claro, no se podía esperar otra actitud de un adulto. Una cosa era que recordara y otra que razonara a partir de sus recuerdos.
Nada que ver con Lucas. Él mantuvo su pensamiento infantil, ágil y despierto. Claro que eso fue lo que hizo que se le marginara y, como comenzaba a temer, asesinara, eliminara, erradicara. Cuánto echaba de menos a Lucas, pero cuánto.
Pasé unas semanas tranquilo, casi sin salir de mi habitación y componiendo, a pesar del desagradable timbre de voz de mi abuela, que me destrozaba los nervios con su “mira cómo pinta los pentagramas”. Mi abuelo, en cambio, se limitaba a ignorarnos tanto a ella como a mí. Lo único que hacía era mirar películas en blanco y negro y beber café. En una ocasión me confesó que apenas le gustaba el café, pero que lo tomaba con la única intención de hacer rabiar a mi abuela, que temía por su tensión. Al parecer era más alta de lo deseable, a pesar de su carácter tranquilo y reservado.
Logré acabar la sinfonía justo antes de que me llevaran al hospital para quitarme la escayola. Me abrieron el yeso con una sierra eléctrica circular, instrumento que hubiera deseado adquirir, ya que su utilidad era evidente y no sólo para el yeso.
—Bueno, el hueso ha soldado bien —dijo el doctor—. Pero es una edad muy mala. Que venga aquí cada tres meses: hay que controlarlo para que crezca bien. Ahora le costará caminar, cojeará, se lo notará un poco débil. Es normal. Que vaya andando poco a poco. Y que haga ejercicio suave.
Lo cierto es que al intentar ponerme de pie me dio un pinchazo considerable en el peroné y solté un gañido que incluso a mí mismo —y, por la cara que puso, diría que también a mi abuelo— me recordó el timbre de voz de mi abuela. Quien, por cierto, no dudó en agarrarme y sentarme en el carrito.
—¿Dónde te crees que vas? Ni se le ocurra moverse de aquí, señorito.
Lo dijo en un tono de voz que me hizo temer en la posibilidad de que tuviera que quedarme sentado allí para siempre.
Dormí más que bien aquella noche. Sin la bota de yeso, me veía la pierna pequeña y eso me hizo recordar que todo yo era aún pequeño. Y ya tenía varios asesinatos y una sinfonía en mi haber. Me esperaba un futuro espléndido. Me propuse comenzar al día siguiente la búsqueda y contratación de una orquesta eficaz que pusiera sobre el escenario mi sinfonía esférica. O quizá debería decir mi Sinfonía número 1,
Esférica.
Claro que al final lo tuve que posponer un día más: y es que la mañana siguiente, mi abuela me despertó con la noticia de que había cumplido tres años. Los besos, las canciones, la tarta de la tarde y los regalos me hundieron en la miseria. Tres años. Ya. Una cuarta parte de mi vida. Casi sin darme cuenta. Y sólo un puñado de asesinatos y una sinfonía en mi haber. Con la decrepitud acechando a la vuelta de la esquina, con esos dientes amarillos y afilados que me sacarían las ganas de vivir.
Me regalaron un cómodo pijama, unas cálidas y útiles zapatillas y unos juguetes estúpidos que ahora no recuerdo. Una escopeta de plástico y unos muñequitos de goma, creo. También me dejaron hablar con mi padre por teléfono. Le pedí detalles acerca de su estancia en prisión, pero se limitó a dar besitos al aire y a soltar cursiladas. Lloré de rabia hasta que me entró hipo.
—Pobrecito —dijo mi abuela—, que echa de menos a su padre.
—A la madre no la echará de menos, el cabrón.
—Calla y no digas eso.
—¡Quiero ver la cárcel! ¡Quiero que me llevéis a ver la cárcel!
—Ay, que quiere ver a su padre.
—No, a mi padre no, la cárcel. A mi padre ya lo he visto muchas veces.
—Ya saldrá, ya saldrá, que aquí no hay penas de muerte, por desgracia.
—¡Teodoro!
Algo más tarde y algo más calmado, recordé mi triciclo y decidí reclamarlo. Y es que ya llevaba dos o tres meses sin poder disfrutar de él.
—Total, ni siquiera supondría un gasto —argüí—, sólo tendríais que pasar por mi casa y…
—No-no-no-no-no –dijo mi abuela, poniendo la boca como el culo de una gallina—. Nada de triciclos hasta que el doctor diga que tienes la pierna bien.
—Pero si sólo…
—No-no-no-no-no.
—Pero si ya…
—Mira el trenecito. Chucu-chucu-chucu.
—Abuela, haga el favor de escucharme.
—¡Es rojo!
—Si incluso mencionó que debía ejerci…
—¡Rojo! ¡Tu color favorito!
Era inútil discutir con ella. Siempre. Pero cuando agarraba el tren, era aún peor.
Acerca de la visita al auditorio y la charla con el director
—Teresa —dijo mi abuelo—, el niño ha dicho su primera palabra.
—Ay, qué mono —gritó mi abuela desde la cocina. Ella sí que estaba hecha un chimpancé—. ¿Y qué ha dicho? ¿Mamá? ¿Papá?
—Auditorio.
—De verdad, Teodoro, tus gracias nunca me han gustado.
—En serio, ha dicho auditorio.
En realidad había dicho más cosas, pero mis abuelos ya llevaban un tiempo empeñados en que tarde o temprano tendría que hablar, como si no llevara ya más de tres años haciéndolo. Lo peor era cuando mi abuela se arrodillaba delante de mí y abría su boca marrón para decir “pa-paaaaa, ma-maaaaa, yaya, la yaaaaaa-yaaaaaa”. Una vez pasé más de media hora llorando de la impresión.
El caso era que yo le había preguntado a mi abuelo por la dirección del auditorio, para llevar mi sinfonía. Y es que los padres de mi madre no tenían internet y yo no me aclaraba con la guía en papel de la que disponían.
Con algo de esfuerzo logré hacerme entender, a pesar de que se empeñaron en que sólo había dicho “auditorio”. De todas formas, mi abuela se indignó al comprender que quería ir por mi cuenta y convenció a mi abuelo de que me acompañara, cosa que hizo a regañadientes. “Total, tampoco sería tan grave que le atropellaran”.
La ventaja fue que me llevó en su coche y no tuve por tanto que soportar el mal genio de los taxistas. Curiosamente y a pesar del aspecto de la cafetera en cuestión, funcionaba con gasolina y no con leña o arrastrada por caballos. Llegamos sanos y salvos, a pesar de que mi abuelo casi tira una moto y atropella a un veinteañero. “Es que como van con los cascos —arguyó— y no oyen el claxon… ¡Pero tira para alante, joder, a ver si me voy a tener que bajar a empujarte, que el semáforo lleva media hora en verde!”
Sin duda, mi abuelo era un tipo enérgico, crítico y observador. Dentro de lo que eran los márgenes de lo que venía siendo un adulto, claro.
El auditorio no tenía nada que ver con el diseñado por mi compañera de guardería. Era una especie de caja de cerillas negra. Cualquiera con ligeros conocimientos de materiales sabría que aquel edificio no era el más indicado para escuchar música, y menos la mía, que solucionaba algunos problemas técnicos y artísticos a los que los adultos habían sido incapaces de enfrentarse.
Una vez dentro —y confirmados mis temores acerca de la acústica con sólo ver la enorme entrada— preguntamos a la taquillera por el director.
—¿Quién desea verle?
—Yo mismo —contesté.
—Huy, qué mono, ¿y para qué quieres ver al director?
—Pues para enseñarle mi sinfonía —respondí mostrándole la partitura.
—Ay, qué rico, si ha compuesto una sinfonía. Un momento por favor.
Después de esperar casi un media hora y de hablar con otro par de empleados, nos hicieron pasar a un pequeño despacho. Sentado en la mesa e invitándonos a su vez a sentarnos, había un tipo calvo, tirando a redondo y no muy alto. Era como una mezcla grotesca de bebé y adulto. Como si hubiera sido un experimento ridículo y fallido para conservar parte de la belleza del cuerpo de un niño. Era casi repulsivo.
—Bueno, usted dirá —le dijo a mi abuelo.
—No, si yo sólo le acompaño —contestó, señalándome con la mirada.
—Buenos días —dije—, le traigo una sinfonía para que la interpreten en el auditorio.
El director del centro agarró la partitura, se caló las gafas y pasó un par de minutos mirando los pentagramas.