La decadencia del ingenio (28 page)

—¿Y qué más?

—Matemáticas… Esos conceptos retrasados sobre polígonos…

—¿Y?

—Plástica. No puedo con los patos.

—Tú tampoco.

—Yo tampoco.

—Aun así me decepcionas, Marcos. Sabes perfectamente que lo que haces no está bien, que no puedes rendirte y arrastrarte como lo estás haciendo, que los adultos acabarán convirtiéndote en uno de ellos.

—A ti también. Por mucho que te resistas. Lo mejor es intentar al menos ser feliz.

—No, Marcos, lo que hay que hacer es rebelarse. Si me han de aplastar, que al menos les cueste y les duela. Como mínimo, quiero recordarles lo que son y lo que soy. No podría ser feliz de otra forma.

Mi convencimiento de que hacía lo correcto no me servía para superar esa sensación de estar solo. Porque Marcos no sé dónde estaba, pero en todo caso no estaba conmigo. Y no me ayudaba el pensar que muchos otros niños antes que yo se habrían sentido igual.

Al final del día, mi más o menos amigo se despidió de mí hasta septiembre. Y se fue, en dirección contraria, charlando animadamente con la niña pelirroja, que ni siquiera me miró.

Por la noche, lo primero que hizo mi padre fue coger las notas. Y confirmarme que me iba a pasar todo el verano encerrado en la habitación estudiando.

—¡Que sepas que por tu culpa no nos vamos de vacaciones!

—No le digas eso al niño –intentó defenderme Noelia.

—Pues es la verdad. Bueno, eso y que el hijo de puta de mi suegro no quiere cerrar en agosto.

—¿Vas a trabajar todo el verano?

—Sí, joder, sí. Dice que agosto es el mejor mes para trabajar. Que como estará todo cerrado, todo el mundo vendrá a nuestra tienda. Como si El Corte Inglés cerrara, este tío es gilipollas. Y en cuanto le llevo la contraria, me viene con lo de que soy un ex presidiario y que le quiero robar hasta la camisa. Luego se ríe y dice: “Nunca mejor dicho lo de la camisa”. Gilipollas.

Al menos me alivió saber que los grandes almacenes no cerraban en verano: los Alcázar no se quedarían sin casa durante los meses más duros del año.

Acerca del crudo y largo verano

Sin duda fue un verano durísimo. Hizo mucho calor y más en mi habitación. Me pasé la mayor parte del tiempo encerrado con las sumas y las restas, o al menos, sentado frente a ellas, ya que mi imaginación salía por la ventana y se iba volando por la Rambla de Catalunya, donde clavaba tenedores en las sienes de las ancianas y cabalgaba sobre dobermans para ir devorando (yo, no el perro) las pantorrillas de los policías municipales.

A veces, aprovechando que Noelia se iba a hacer la compra y que mi padre estaba vendiendo las camisas de mi abuelo, a mi imaginación le acompañaba mi cuerpo. Salía por la ventana y me agarraba a la rama de un platanero que llegaba justo a la altura de la habitación, para luego resbalar tronco abajo.

Con la edad, mis brazos y piernas ya eran lo suficientemente fuertes como para trepar.

Así aprovechaba esas mañanas de calor húmedo y desagradable para al menos sentir la brisa calentuza en la cara y acercarme al centro comercial a charlar con los Alcázar acerca de mi futuro, de la pusilanimidad de Marcos y de la indiferencia de Mireia.

—Si sois amiguitos, no te debes enfadar —dijo Montserrat—, estarán en la playa, jugando con el agua y haciendo castillos de arena.

Aquella frase me hizo rabiar. ¿Quería decir que estaban juntos? ¿Y ella cómo lo sabía? Le di vueltas hasta que noté escozor en la corteza del cerebro. Pasé dos o tres noches sin apenas dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Marcos y a Mireia caminando juntitos sobre la arena, chapoteando en el agua y tomando el sol sobre toallas de colores, riendo, comiendo bocadillos y bebiendo refrescos de naranja ante la mirada atenta de unos padres y unos abuelos que ya habrían pactado su matrimonio. Y todo para acabar de aniquilar a un niño, Marcos, que ni siquiera merecía sus cualidades, al no saber aprovecharlas ni defenderlas.

Además el fin de semana siguiente mi padre propuso que fuéramos a la playa. Obviamente, no supuse que me iba a encontrar a mis compañeros de clase allí: era consciente de que el número de playas era demasiado grande y cada playa demasiado extensa como para que diera la casualidad de que coincidiéramos, pero al menos tenía el consuelo de que en septiembre yo podría decir: “Yo también estuve en una playa”. Incluso: “Yo también estuve con una pelirroja en la playa”. Aunque, dada la escasa proporción de pelirrojas, sin duda me tendría que conformar con alguna rubia o una morena.

Al final, aquel domingo y los domingos de playa que le siguieron, lo único que hice fue sudar. Sudar en el coche, que además no se movía porque al parecer los coches tendían a quedarse parados en grupo en mitad de la autopista, imagino que porque el calor derretiría las ruedas y éstas se pegarían al asfalto o algo así. Sudar en la arena, sobre todo teniendo en cuenta que me daba asco el agua, tan llena de algas y de alquitrán. Sudar incluso bajo la sombrilla, mientras buscaba a través de mis fieles gafas de sol a una pelirroja.

Pero no encontré a nadie.

En vista del panorama no tardé en pedirle a mi padre que no me volviera a llevar allí.

—Mira, niño, no me jodas el único día libre que me da el negrero de tu abuelo.

—Ay, ¿no te gusta la playita, mi cielo? –Añadía Noelia—. Pero si puedes jugar con el agüita y hacer castillitos de arena.

Los castillitos de arena me deprimían. Cuando veía a algún niño drogado levantando torpemente esos inútiles bultos marrones, pensaba en la arquitecta de la guardería y en los buenos tiempos, cuando no tenía que madrugar y nadie me daba notas y mi mayor preocupación era saber a quién iba a matar aquella semana.

Pero había cosas que no cambiaban. Como las discusiones entre mi padre y Noelia por el tema de la boda.

—¡Volví porque quería casarme contigo!

—Que sí, que ya nos casaremos, pero espera a que se asiente el negocio, que mi suegro me tiene loco. Además, esa es otra, si me caso contigo, tendré dos suegros, creo que no podría soportarlo.

—No te hagas el gracioso. Esto es importante para mí. Cualquier día podrían echarme de España.

—Que sí, que sí, que nos casaremos.

—¿Y me dejarás que trabaje contigo en la camisería?

—Si yo ya te hubiera dejado. Si es mi suegro el que no quiere a una mujer trabajando en una camisería. Y menos cobrando. Y menos sudaca.

—¿Me llama sudaca?

—Sí…

—No te impones. Eres un débil. Insultan a tu mujer y no eres capaz ni de defenderla, medio hombre, gallina, tendría que… Tendría que…

—Tendrías que qué, lista.

—Nada.

—¿Que haberte ido con el policía?

—¡Nada, te digo!

—Pues vete con él. ¡Al manicomio! ¡Ese sí que te defenderá! Trabajo cincuenta horas a la semana para traer un sueldo a casa y aún tengo que escuchar reproches. ¡Cásate con el loco ese, si tanto te gusta! ¡Sudaca!

Todo acababa en lágrimas, reproches y disculpas arrastradas.

Mi padre seguía empeñado en que estudiara. En una ocasión, dijo algo que realmente llamó mi atención:

—Si no apruebas, tendrás que repetir curso.

—¿Repetir? Quieres decir, ¿hacer lo mismo otra vez?

—Lo mismo.

Exactamente lo mismo. Menudo desastre. Seguramente alguien me lo había dicho antes. Pero yo no había prestado ninguna atención. Ah, todo culpa de mi edad, un detalle, qué digo detalle, un desastre así no me hubiera pasado desapercibido durante mi perspicaz juventud.

Ante tal perspectiva, la semana de septiembre que tuve que presentarme a los exámenes hice un esfuerzo de concentración como nunca antes y me dediqué a aquellas operaciones de álgebra y correcciones ortográficas con todo el empeño del que era capaz, a pesar de que aquello suponía una humillación, una rendición y una tortura.

Al terminar la semana, dormí diecisiete horas seguidas. El esfuerzo valió la pena: lo aprobé todo menos Conocimiento del medio, que sigo sin saber lo que es. Suficiente para pasar al curso superior.

Acerca del inevitable retorno a clase y sobre la constatación de mi cada vez peor estado físico y mental

El verano terminó. Y, encima de que tenía que volver al colegio, seguía haciendo calor. Mis súplicas, llantos e intentos de fuga no sirvieron de nada. Un pegajoso lunes de septiembre Noelia volvía a arrastrarme por la calle camino de la escuela. Me dejó tirado en el patio, tras un hastiado “hala, vete a ver a tus amiguitos”. Y ciertamente allí estaban mis compañeros del año pasado, por desgracia iguales a como estaban hacía tres meses.

No vi a Marcos, pero sí a la niña pelirroja. Me consoló pensar que al menos aquel día, que no era poco importante, no habían coincidido en su camino a aquel matadero de cerebros.

Se me ocurrió que podía aprovechar la ausencia de mi amigo para dirigirme a Mireia. Noté que nada más ocurrírseme la idea, mis piernas se pusieron a temblar. Supuse que seguramente no habría dormido lo suficiente, dada la emoción del primer día de clase. Luego me comenzó a faltar el aire. Respiré fuerte un par de veces y, finalmente, me acerqué a la niña con tal de saludarla y preguntarle educadamente por sus vacaciones.

No quiero relatar cómo fue nuestra llamémosla conversación. Baste decir que cuando llegó Marcos casi corrí hacia él y, bañado en sudor frío, incapaz de explicarle nada, dejé que me ayudara a apoyarme contra una columna. Más tarde, ya en el recreo, pude contarle lo que me había pasado. O, mejor, pude explicarle que no sabía lo que me había pasado.

—Fui incapaz de articular una frase con sentido. Con anterioridad ya había notado que con ella delante, en alguna ocasión me costaba expresarme más de lo normal, pero esta vez fue peor, mucho peor. Anacolutos, interrupciones, paréntesis, dudas, vocales alargadas que morían ante la mirada perpleja de aquella niña idiota, calor en las orejas… Y todo simplemente por querer preguntarle qué tal el verano y qué había hecho y a quién había visto.

—No te preocupes. No sé, igual Mireia te pone nervioso.

—No digas tonterías. Lo que ocurre es que ya no soy un chaval. Siete años, nada menos. Lo mejor ha quedado atrás. Me veo incapaz de asesinar a Noelia o a mi padre o a la maestra. Me asusta lo que puedan pensar los demás al respecto. No logro componer música y el violín me aburre. Ni siquiera en verano conseguí reunir fuerzas, con la excusa del calor y los estudios. Y ahora esto. Soy incapaz de mantener una conversación normal. Bueno, de intentarlo porque, en todo caso, ella es una retrasada.

—Sí, supongo que yo también me siento un poco así.

—¿También te cuesta hablar con ella?

—No, pero…

—Di, ¿por qué te paras?

—Me da vergüenza confesarlo.

—Ánimo. ¿Acaso no somos amigos? ¿Acaso no nos tenemos más que el uno al otro, a pesar de todo?

Bajó la mirada. Tal y como pretendía, entendió el “a pesar de todo” como una referencia a sus traiciones con la niña pelirroja. Pero finalmente se confesó.

—Verás, este verano… Este verano… En el pueblo de mis padres…

—Sé fuerte.

—Un par de tardes… Unos niños… Me invitaron a jugar a fútbol. Y acepté. Y he de confesar que incluso me gustó.

Tuve que apoyarme de nuevo contra la pared.

—Lo sé, lo sé. Pero aún hay más.

—¿Más?

—Marqué un par de goles.

Silencio.

—Nos hacemos viejos, Marcos.

—Nos hacemos viejos.

Aquel primer día de clase conocí a nuestra nueva maestra. Al principio me pareció muy diferente: algo mayor, el cabello teñido de otro color, las manos más grandes y la voz más ronca. No tardaría en descubrir que todas las profesoras son iguales. Era como si las maestras se fabricaran en serie: las mismas frases y los mismos reproches.

Vi a la del año pasado en el recreo, poco después de que Marcos me confesara que había jugado a fútbol. Me sonrió y me saludó. Como si ambos no supiéramos lo que había ocurrido el año pasado. Las humillaciones, las broncas, los castigos, los estudios, el desaprendizaje.

Tampoco pude cogerle el ritmo de las clases. Marcos me decía que lo mejor era dedicarle cada día un poquito, hacer los deberes y luego concentrarse durante las pocas horas que duraban los exámenes. Así, uno sólo pasaría amargado nueve meses al año y no doce.

Pero a mí no me compensaba, a pesar de que el razonamiento era impecable. No conseguía reunir fuerzas suficientes para mantener esa constancia. Como mucho, durante cinco o diez minutos a la semana hacía un esfuerzo titánico que me dejaba agotado, y concluía así parte de los deberes de aquella jornada. Me sentía atrapado y furioso. Sin salida, por mucho que llorara y gritara. Cada vez menos yo y más adulto.

Fui al centro comercial, a intentar hablar con los Alcázar. Nosotros también nos hacemos viejos, fue lo único que me dijeron.

Me despedí de ellos sin acabarme el té, intentando disimular mi rabia. Esos pobres viejos sólo pensaban en sí mismos, a pesar de su evidente nula importancia. Eran incapaces de centrarse en lo importante: que mi vida entera se desmoronaba. Y era mi vida la que tenía importancia, no la suya. Al fin y al cabo, ellos llevaban sesenta años muertos.

—Ay, qué niño más bonito —miré arriba. Una señora casi tan maquillada como mi abuela aunque algo más joven sonreía mostrándome unos dientes amarillos y brillantes.

—¿Y tú qué quieres ser de mayor, machote? —Esta vez quien hablaba era su acompañante, un tipo también viejo, gordo y encorbatado—. ¿Ya tienes novia? ¿Eh? Je, je, je…

No tuve más remedio que agarrar un tenedor (aún no había salido de la cafetería) y clavárselo en el cuello. Siete veces. Sonreí al escuchar los gritos de pánico de los testigos y sobre todo de la mujer. Aunque mi recuerdo más agradable es el de la sangre caliente resbalando por mi brazo.

Salí acelerando el paso, algo impropio en mí, mientras un camarero preguntaba pero cómo ha sido y la mujer le explicaba al camarero que su marido se había clavado un tenedor en el cuello seis o siete veces sin querer.

—¡Eso ha estado muy mal!

Me giré. Era Montserrat.

—Lo siento, Montse, pero ahora no tengo ganas de hablar.

—¡No puedes ir clavándole tenedores a la gente!

—Me ha soltado una impertinencia y paso por una mala época. Necesitaba desahogarme.

—Pero ese señor no te había hecho nada.

—Sí, me ha recordado que me estoy haciendo viejo.

—Y también que aún no lo eres.

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