Read La decadencia del ingenio Online
Authors: Jaime Rubio
Resulta que la soprano húngara se había ido a vivir con ellos. La idea era pasar un par de semanas, visitando la ciudad y descansando tras la extenuante gira. Luego, entre llantos, les confesó que debido a la difícil situación económica de su país, se había quedado sin nada y les pedía que por favor la acogieran unos meses, hasta que le saliera un nuevo contrato y rehiciera su vida. Obviamente, mis abuelos no entendieron una sola palabra y yo se lo tuve que traducir.
—¿Seguro que dice eso? —Preguntó mi abuelo, con una cara de miedo que, aunque suene paradójico, me asustó—. ¿No eres muy pequeño para saber ruso?
—Húngaro.
—Pues eso, ruso.
Mi abuela consoló a la gorda y le dijo que cómo no, que ni un par de semanas ni nada, el tiempo que hiciera falta. Mi abuelo se puso todo rojo y comenzó a respirar muy fuerte. Salió a la calle y oímos desde aquel quinto piso cómo alguien se liaba a patadas con un contenedor de basura. ¿Quién? ¿Por qué? Nunca lo sabremos.
Dos días más tarde —dos días que mi abuelo pasó como siempre, bebiendo café y dando paseos por el barrio, sin levantar sospecha alguna—, la soprano desapareció. Mi abuela, llorando, explicaba que la mujer no contestaba al móvil —móvil que mi abuela le había regalado—y mi abuelo se puso a beber aún más café y a dar aún más paseos. Esto sí hizo sospechar a mi abuela. Qué raro, se dijo, nunca toma una quinta taza de café.
Mi abuela decidió agarrar el móvil de mi abuelo mientras éste se duchaba y vio varios números que no conocía. Los anotó y, durante uno de los paseos del padre de mi madre, se dedicó a llamar a estos teléfonos, que eran, por orden:
- El hijo secreto del abuelo, cuya madre le había confesado la identidad de su padre al verlo en los periódicos, retratado como un gran músico.
- La madre de este señor de cuarenta años, abogado y recientemente convertido al protestantismo.
- Un antiguo proveedor al que debía dinero.
- El dueño de un coche que estaba interesado en comprar.
Pero la llamada que más le dolió fue la quinta, la del granjero, la que le hizo cesar en su búsqueda.
—¿Un granjero? ¿Y mi marido qué hacía hablando con usted?
—¿Es su mujer? Lo digo porque no quiero meterme en líos familiares, yo…
—Sí, soy su mujer y tengo derecho a saber todo cuanto hace mi marido, sobre todo porque creo que es un asesino.
—¿Un asesino?
—Sí, creo que ha matado a una soprano húngara.
—Ah, por eso no se tiene que preocupar.
—Ay, ¿la conoce?
—Sí, se la compré al peso a su marido. Una pasta, ya se lo digo ahora, pero estas cosas hay que verlas como una inversión.
—¿Pero por qué la vendió?
—Me dijo que necesitaba dinero para comprarse un coche y para silenciar no sé qué guarra que le venía ahora con no sé qué historias de un hijo maricón.
—Eh… ¿Y usted para qué quiere una… ?
—Ni puta idea, pero los granjeros compramos y vendemos cosas al peso. En eso consiste nuestra profesión. Compramos vacas, vendemos leche. Aún no sé lo que dan las señoras gordas que cantan, pero imagino que es un mercado por explorar. Podría hacerme rico con el negocio de las sopranos. Claro que de momento no hay mucha demanda. Y es comprensible: son más una molestia que otra cosa. Pero todo es encontrar el nicho de mercado. Tendrá que ser un nicho muy grande porque si no, no cabrán. Como traga, la condenada.
No fui testigo de cuanto ocurrió después, pero sí oí cómo mi padre le explicaba a Noelia que a mi abuela le había costado reunir el dinero para recomprar a la soprano, porque mi abuelo ya se lo había gastado en el coche. Además, un coche feísimo, parece. Finalmente, mi abuela decidió afrontar que no podía seguir viviendo con aquel hombre que vendía a las personas a las que más estimaba y decidió alquilar un piso e irse a vivir con la soprano.
Los vecinos de mi abuela decían que la soprano y ella eran una pareja de viejas lesbianas muy agradables. Pero mi abuela insistía en que lo único que había entre ellas era una amistad muy bonita.
En cuanto al granjero, lo último que supe fue que había decidido comprar otras cuatro sopranos, con la esperanza de que alguna otra anciana se las comprara u obligara a su marido a comprárselas.
Tras las pruebas pertinentes, el hijo secreto y al parecer homosexual de mi abuelo resultó ser hijo de un señor de Murcia, cosa que al padre de mi madre le trajo un disgusto, ya que se había encariñado con aquel joven al que llamaba cariñosamente “sarasa de mierda”.
Pero en fin, el caso era que no me iba a dejar arrastrar al colegio, ni mucho menos.
Acerca de mi primer día de clase y de encuentros y reencuentros
Recuerdo mi primer día de colegio como si hubiera sido ayer.
Y no, no fue ayer.
Lloré tanto aquella mañana que Noelia tuvo que parar en el súper para comprar una botella de agua: me estaba deshidratando.
Y grité tanto que ya en el ascensor me quedé afónico. Durante el resto del camino sólo salía de mi garganta un gemido ronco y al final, esputos de sangre.
Pero no podía hacer nada más. Los adultos aventajan a los niños en una sola cosa: fuerza física. Una sola cosa, pero qué cosa.
Intenté contrarrestarla con inteligencia, velocidad y agilidad, pero Noelia me agarraba y no me soltaba. Usó además técnicas de chantaje para las que no estaba preparado. Me amenazó con no darme de comer nunca más en la vida y, tras la experiencia de Milán y del naufragio, y a pesar de que menos comida significaba también menos crecimiento, sabía que pasar hambre no resultaba una perspectiva agradable. Estaba bien no crecer, pero no a costa de no vivir.
Eso sí, por mucha fuerza bruta y mucho chantaje que empleara, no consiguió que dejara de llorar. Eso no.
Pero sí dejé de llorar nada más llegar a la puerta de la escuela, donde estaban las madres y algún que otro padre con sus hijos. Paré de pura sorpresa. Y es que entre aquellos niños, reconocí una cara: la de la niña pelirroja.
Incluso me quité las gafas de sol para verla mejor.
Sin duda, se trataba de ella. Mayor, cambiada, seguramente aún sin el control de sus facultades, negado por drogas, piscinas de pelotas y pediatras. Pero ella, al fin y al cabo.
—Noelia, ¿esa niña del pelo rojo viene conmigo a clase?
—Ay, si es Mercedes.
Y es que Noelia había reconocido a la abuela de la niña, con quien había coincidido en el parque. Mi canguro se acercó a saludar y yo me presenté.
—Yo me llamo Mireia.
—Es un nombre bonito. ¿En qué clase estás, Mireia?
—Primero.
—Oh, qué casualidad, como yo.
—¿Tienes chicapucs?
—¿Chicaqué?
Y se rió.
—Qué tonto, no sabes lo que es un chicapuc.
Me sentí absolutamente perdido. ¿Qué era un chicapuc? ¿Algún instrumento de cuerda? ¿Quizás un arma oriental?
—Mira, tengo el chicapuc rojo.
Y me enseñó su dedo índice. Que lucía, a modo de dedal, una especie de dragoncito rojo de pestañas largas que enseñaba la lengua.
Cielo santo, pobre niña, seguro que no sólo la trataban con calcio y vitaminas, lo mínimo la habían obligado a leer a Aristóteles y le habían golpeado la cabeza con bates de béisbol. Qué satisfecho me sentía por haber matado a los padres de esa niña, aquellos psicópatas insensibles. Pero ah, y qué sed de sangre, de seguir aquella tarea de limpieza con sus abuelos, sus tíos, su pediatra, incluso con la maestra de escuela a la que aún no conocía.
—Malditos adultos —exclamé—, qué habéis hecho, ¡qué habéis hecho! ¡QUÉ! ¡HABÉIS! ¡HECHO!
Mis gritos quedaron ahogados por el timbre de la escuela.
Noelia me dejó frente a la clase que me tocaba y me dejó allí tirado, rodeado de otros veinte o treinta niños con la mirada perdida. Al menos alguno mostraba cierta personalidad y conciencia de cuanto ocurría, y lloraba.
Delante nuestro había una vieja con gafas, una anciana de unos quizás treinta años, tirando a gorda y que sonreía mucho. Nos fue llamando por orden alfabético y nos hizo sentar en unas mesas de colores. A mí me tocó una roja y grande, que compartía con otros dos niños y tres niñas.
La vieja era lo que se llamaba una “maestra” y sería la encargada de someter nuestros cerebros rebeldes —algunos ya reblandecidos previamente—, mediante canciones, poemitas y tablas de multiplicar repetidas una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, hasta convertirnos en… en… adultos… en un proceso… llamado… educación…
—¡Cielos! ¡Esto es terrible!
No, no fui yo quien grité, a pesar de que habría podido soltar ese grito. Se trataba de otro muchacho sentado en otra mesa, otro con quien padres y pediatras no habían podido.
—¡Estoy contigo, compañero! —dije, alzándome—, ¡vayámonos de aquí!
—¡A ver si os vais a ir a ver al director en vuestra primera hora de clase!
La amenaza de la maestra surtió efecto. Si aquella clase nos parecía tenebrosa, la idea de que hubiera un director que fuera peor, nos pareció lo suficientemente escalofriante como para que nos sentáramos. Aquello me recordaba a la guardería, por lo que no no me hubiera extrañado que en el despacho de ese terrible monstruo hubiera una pila enorme de dibujos de patos por colorear.
—A ver, poneos todos las batas.
—¿Batas?
—Sí, seguro que tu mamá te ha puesto una en la mochila.
Entonces me di cuenta de que muchos de los niños ya habían venido con las batas puestas de casa. Increíble. Se habían atrevido a salir de casa con esos trapos absurdos puestos.
Abrí la cartera, temiendo encontrar lo que de hecho encontré. Una especie de levita de tela barata, a cuadros azules y blancos y con mi nombre bordado en letras rojas sobre el pecho. No pude evitar soltar un par de lágrimas mientras me ponía aquel humillante uniforme.
No entraré en detalles respecto a las dos horas que pasé antes de llegar al recreo, indispensable descanso para no acabar suicidándome. Baste decir que estábamos divididos en cinco equipos, según el color de nuestra mesa: el verde, el amarillo, el azul, el naranja, el blanco y el mío, que era el rojo. Esto se usaría para hacer competiciones de imbéciles, para darnos turno en las canciones o simplemente para salir a la pizarra a resolver la suma más idiota que uno se pudiera imaginar.
Ya en el patio se me acercó el niño que había dicho que aquello era espantoso. Se presentó, su nombre era Marcos.
—Menos mal que entre tanto drogado e incapacitado, hay un alma despierta —le dije.
—Lo mismo digo —me contestó—, sólo que yo no creo que estén drogados. Sinceramente, creo que nosotros somos unos escogidos, unos privilegiados. Ellos son los normales.
—Quizás tengas razón: lo mío parece más lógico, pero no tengo pruebas fiables. Alguna vez lo he pensado. Pero sería tan triste saber que en realidad no podemos hacer nada por cambiar las cosas aunque fuera cara a las futuras generaciones.
—De todas formas, imagino que nunca sabremos si es así.
—Sí, una de tantas preguntas eternas. ¿Por qué somos tan superiores a los demás?
Estuvimos conversando acerca de nuestras vidas. A él le sorprendió que me hubiera dedicado tan joven a matar –Marcos sólo se había iniciado el verano pasado, sin contar el suicidio más o menos provocado de su madre— y se solidarizó conmigo respecto a lo ocurrido con la sinfonía y mi abuelo.
—No te puedes fiar de los adultos. Yo mismo escribí unos cuantos artículos matemáticos en los que demostraba que la trigonometría no es más que un enorme error. Pero ni siquiera conseguí que los publicaran.
—No los entendieron.
—No. A pesar de que lo que explican es bastante evidente.
Le pedí que me los trajera al día siguiente, para leerlos, aunque he de decir que no me llamó la atención el tema escogido. Desde luego que era evidente que la trigonometría era absurda. ¿Senos? ¿Cosenos? Todo aquello no tenía sentido. Como casi todas las creencias de los adultos. Simplemente una de tantas ideas que se amoldaban al cerebro anquilosado de un mayor de edad y que más o menos y a pesar de los fallos y contratiempos, daban un resultado mínimamente aproximado a lo útil. En fin, trigonometría. Nada excepcional, desde luego.
Por no hablar de aquello de que éramos unos “escogidos”. ¿Acaso no se daba cuenta de cómo la sociedad adulta estaba pensada simplemente como una serie de mecanismos de defensa? ¿Cómo nos excluían, nos debilitaban, nos ridiculizaban? Todo para proteger el dominio que a los adultos les había dado el simple uso de la fuerza bruta, como Noelia había dejado claro aquella mañana.
Era evidente. ¿Normales, aquellos niños? Qué más quisieran los adultos.
Pero que nadie se lleve a engaño por mis quizás algo despectivas palabras: Marcos me pareció agradable y me consoló no poco el hecho de pensar que tendría a alguien como yo ayudándome a pasar aquel trago de las clases diarias. Porque aunque no estaba a mi altura, ambos gozábamos de una masa cerebral elástica, húmeda y estimulante.
Volvió a sonar el timbre. Teníamos que volver a clase.
—¿En qué grupo estás? –Me preguntó.
—En el rojo.
—Buen color. A mí me ha tocado el verde. No me gusta.
—A mí tampoco.
—Y menos ese tono.
—Y menos ese tono.
Pero me jodió que estuviera en la mesa verde. Porque en la mesa verde estaba la niña del pelo rojo. Maldito y arbitrario orden alfabético. Si ella era pelirroja y mi mesa era roja, ¿por qué no estaba conmigo?
Acerca de la rutina y sobre la relación entre Marcos y la niña pelirroja
Me costó hacerme con aquella rutina impuesta. Después de tantos años de paseos, parques, viajes, música y hoteles, se me hacía más que cuesta arriba despertarme cinco días a la semana a la misma hora. Y qué hora. A las siete y media de la mañana. En invierno aún no había amanecido. Una hora absurda para levantarse. Absurda para cualquier cosa que no fuera dormir. Era la hora a la que se despertaban las gallinas, la hora natural de salir del sueño y, en cuanto natural, nada civilizada, nada cultural. Inhumana.
Sobre todo teniendo en cuenta para qué salía de la cama. No para levantar edificios ni para componer la ópera que apenas había comenzado a esbozar, no, sino para ayudar a la terrible naturaleza a que mi cerebro quedara reducido a una papilla seca.
Horas eternas sentado en mi pupitre rojo, rodeado de muertos vivientes.
Al menos en los recreos podía charlar con Marcos. Juntos buscábamos además a otros niños como nosotros. Pero lo único que conseguíamos era recibir algún que otro balonazo cuando nos acercábamos a la pista de fútbol.