La decadencia del ingenio (26 page)

En todo caso, lo importante es que cedió.

Al fin podría visitar una de las instituciones que los adultos mantenían al margen de los niños. Hubiera preferido ir a la cárcel, pero el manicomio no estaba mal del todo. Un centro en el que se recogía a los adultos que eran demasiado adultos y no podían disimular delante de los niños su condición de tales. Ancianos antes de tiempo. Quizás incluso alguno como Lucas, demasiado niño como para encajar en un mundo adulto. Los extremos se tocan. Y alguno de esos extremos podía ser mi futuro.

Acerca de mi visita al manicomio y sobre cómo Salvador Bienvenido seguía respetando a los niños más que ningún otro adulto, incluidos los políticos

El hospital era un edificio gris azulado que estaba a las afueras de Barcelona, a apenas media horita en metro.

El psiquiátrico estaba detrás de este hospital y era un edificio prácticamente igual, sólo que en pequeño. Una versión mini. Me recordó al colegio. Un bloque de cemento con ventanas sucias y cuatro árboles raquíticos rodeando un patio de asfalto. Seguramente las cárceles serían iguales. Con sus muros y sus funcionarios vigilando que todo estuviera lo más en orden posible.

Y dentro, todos los días iguales.

Noelia había tardado tres semanas en llevarme hasta allí. No había sido culpa suya; de hecho, ni siquiera había hecho falta volver a amenazarla para que se diera cuenta de que no dudaría en explicarle a mi padre lo que ella hacía a sus espaldas. Pero precisamente como mi padre no podía enterarse, era fundamental no darle motivos de sospecha. Y como aún no había encontrado trabajo, resultaba complicado volver del colegio dos o tres horas más tarde de lo normal.

Pero al menos esa perspectiva me había ayudado a pasar algo mejor los días en el colegio. Las aburridas clases y las estúpidas exigencias de la maestra en forma de deberes ridículos que no servían para nada eran un paréntesis hasta que pudiera ir al manicomio y conocer algo más acerca del funcionamiento de la sociedad opresora adulta.

Aunque eso no quitaba que se me hiciera cuesta arriba lo de sumar números para obtener un resultado que la profesora ya conocía de antemano, o que la mujer insistiera en hacerme escribir usando una caligrafía rígida, cuadrada, anquilosada, que dificultaba justamente el proceso de escritura. Al menos me libré de las clases de gimnasia gracias a mi cojera. Al parecer, mi virtud hacía que los ejercicios de agarrotamiento muscular resultaran inútiles conmigo.

Aquellos días estuve algo mejor con Marcos. Su situación con la niña pelirroja se había estancado y a pesar de que los otros niños seguían con sus cánticos de Marcos y Mireia se quieren, yo ya comenzaba a creer la versión de mi amigo en lo que se refería a la relación que había entre ambos. Por tanto, seguí disfrutando de su compañía sin preocuparme demasiado por la niña y conformándome con echarle un vistazo mientras jugaba a saltar a la comba o se perdía haciendo cuentas con los dedos, como si se tratara de una vieja moribunda.

En todo caso, al fin estaba allí, en el hospital. Subimos a un ascensor ruidoso y pasamos por un par de pasillos con baldosas blancas y puertas metálicas azuladas. Llegamos a una que estaba cerrada por dentro. Una enfermera nos dejó pasar.

—Hola —dijo—, Salvador hoy está muy tranquilo —entonces me vio—. ¿Traes un niño?

—Sí… Se conocían… Y a él le encantaba Salvador… Le echa de menos.

—Bueno, supongo que no pasa nada.

—Oiga, enfermera —dije—, ¿cómo funciona exactamente su trabajo? Es decir, ¿atan a los… ¿

—Ay, qué gracioso el niño. Quieres ser médico. Mira, esto es para ti.

Y se sacó del bolsillo de la camisa un palo ancho y plano, como los que usaba mi pediatra para aplastarme la lengua hacia abajo cuando me hacía abrir la boca. Me lo dio. Lo tiré al suelo cuando no miraba, mientras nos guiaba por otro pasillo. Pero me vio. Se te ha caído, dijo, y me lo volvió a dar. Lo volví a tirar y lo volvió a recoger. Ay, esas manitas de mantequilla. Busqué una ventana abierta, pero todas estaban cerradas. De hecho, parecía que no hubiera forma de abrirlas desde dentro. Era imposible escapar de aquel edificio. Ni siquiera volando. Guardé el palo en el bolsillo, maldiciendo mi suerte.

Nos cruzamos con varios adultos que supuse enfermos y no médicos porque sus batas no eran blancas y de algodón, sino de tejidos y estampados algo más variados. Por lo demás, no se diferenciaban mucho de los demás adultos. O sí. En realidad y como ya imaginaba, era como si fueran
demasiado
adultos. Su caminar era aún más pesado de lo habitual: arrastraban las piernas, llevaban los brazos caídos y su mirada estaba perdida o simplemente dirigida al suelo. Y luego estaban esos rasgos propios de la senilidad: el labio inferior que colgaba, los ojos entrecerrados, el no vocalizar cuando hablaban.

Noelia paró a un médico.

—Doctor.

—Hola, Noelia. Hoy está mejor. Más tranquilo. Como han venido sus padres…

—Menos mal. La última vez…

—Sí, ya sabes, esto va a rachas.

—Paciencia.

—Paciencia.

Noelia me cogió de la mano y me llevó hasta una puerta.

—¿Está aquí? —Pregunté.

—Sí.

Le pedí a Noelia que me alzara hasta el cristal que permitía ver el interior de la habitación. Quería verle antes de entrar. Ver lo que hacía cuando creía que nadie le miraba.

Y allí estaba. Sentado en una cama, con un pijama blanco. Y jugaba. Jugaba con unos cubos de colores. Sobre la cama había también el muñequito de un soldado y en el suelo un par de puzzles a medio hacer, una pelota de goma, lápices de colores y un cuaderno de dibujos para colorear. Con un pato en la portada.

Le pedí a Noelia que me volviera a dejar en el suelo.

Era increíble.

Había organizado todo un santuario dedicado a la infancia o, mejor dicho, a lo que un adulto creía que era la infancia.

Conmovedor.

En serio. No pretendo ser irónico ni nada parecido.

Conmovedor.

Mucho.

Noelia me bajó. Abrió la puerta y pasamos adentro.

Salvador no nos hacía ni caso, seguía con sus cubos y farfullaba. Noelia se puso a hablarle. Como si estuviera sano. Hola, qué tal, cómo ha ido la semana, el médico dice que estás mejor, ya verás cómo te pondrás bien, ya verás. Pero como si le hablara a la pared: Salvador no hacía más que farfullar, bloblabló, soy un niño, blurpblurp, y juego, barrabarrabum, porque soy un niño, y casi no se le entendía porque hablaba bajito y babeaba.

—Hola Salvador —le dije—, ¿podrías explicarme algo acerca de tu experiencia en este centro? Me gustaría conocer el funcionamiento de la organización.

Levantó la cabeza y me miró. Parecía asustado, aunque casi ni parecía, ya que era como si ni siquiera estuviera allí. Volvió a bajar la cabeza y siguió farfullando blabloblá el niño soy yo el niño soy yo no le mires blupblup el niño blaaaa soy yo…

—Mira cómo te habla el niño, Salva, se acuerda de ti…

—Blarupblarup el niño soy yo el niño soy blugggghhhh…

—¿No te acuerdas del… ?

—¡EL NIÑO SOY YO!

Fue sólo un grito. Tras el cual le quedó colgando un hilillo de saliva. Un par de segundos de silencio y volvió con sus juguetes.

Nos fuimos.

Y muy rápido.

Noelia me arrastró, intentando que no se le notara que lloraba. No me dejó ni pararme a preguntarles cuatro cosas a las enfermeras y a los médicos, para poder tomar un par de notas.

Fue una tarde decepcionante. Esperaba aprender algo acerca del funcionamiento de aquella institución y todo había quedado en la visita a un retrasado.

Mi padre consigue un empleo

Durante las siguientes semanas seguí atrapado en la rutina del colegio, despertándome a horas absurdas para que una vieja cruel intentara hacerme aprender canciones y tablas de multiplicar. Obviamente me resistía y cada punto negativo que me ponía la maestra para mí era una victoria, al ser un retraso en el proceso de doma de mi cerebro.

Todos los días eran iguales y ni siquiera recuerdo nada especial que los diferenciara. Los viernes pasaban más deprisa, eso sí, y los domingos por la tarde eran tristes y oscuros: en seguida se hacía de noche y tenía que dejar a medias la frase musical que estuviera desarrollando, obligado por mi padre y por Noelia, que detestaban que se me pegaran las sábanas los lunes por la mañana, cuando no hay nada más natural que se le peguen a uno las sábanas. Los lunes, los martes, los miércoles y cualquier otro día de la semana.

Por aquella época mi padre encontró trabajo. Convenció a mi abuelo para que le dejara reabrir la camisería, a pesar de que Teodoro no quería ni oír hablar de aquella tienda que le había tenido, cito textualmente, “amargado durante cuarenta años en los que cada mañana tenía que convencerme a mí mismo de que pegarme un tiro en la sien no era buena idea, aunque no encontrara motivos que me convencieran del todo de tal cosa”.

Mi padre insistió en que lo llevaría todo él y le pagaría gran parte de los beneficios. Mi abuelo accedió, después de obligar a mi padre a que mejorara su oferta.

—Después de todo, eres un ex presidiario. Me estoy arriesgando mucho al contratarte.

A pesar de lo que decía acerca del negocio, lo cierto es que mi abuelo se aburría mucho en casa. Al ser un adulto y por tanto medio subnormal, no sabía qué hacer o simplemente cómo disfrutar de no hacer nada, por lo que echaba de menos ir cada día a trabajar. Además, así no pensaba en su ya ex mujer y la soprano húngara, y en lo que estarían haciendo y lo que se burlarían de él. En definitiva, casi cada mañana se pasaba por la tienda a dar su opinión sobre todo.

—No tienes ni idea. Esta tela es una porquería. No les va a durar nada. Y qué colores, qué colores… La moda, dice, me cago en la moda. Yo he trabajado en Milán, así que un respeto, que me conozco a la mitad de las putas de Italia. ¿Pero cómo puedes vender esta porquería de pantalones a este precio? Súbelo diez euros, estúpido, que me vas a arruinar… Sabía que me iba a salir mal esto de contratar a ex presidiarios. Lo de la reinserción es un mito. Sois todos unos ladrones.

Mi padre se defendía, pero poco.

Muy poco.

Es decir, apenas balbuceaba. Bueno, yo creo que, en fin, no es por nada, pero, claro, yo, bueno, tú sabrás, pero vale.

Con lo que llegaba a casa agobiado y cabreado. Tiraba los zapatos, encendía la tele y se ponía insultar a ese “viejo hijo de puta cabrón no me extraña que su mujer se largara con otra y eso que la mujer déjala estar la tía loca ah ojalá se mueran ojalá se mueran todos todos muertos ah sí que me dejen en paz todos muertos Noelia no empieces ahora con lo de la boda espérate unos meses porque la tienda va de pena ahora no joder ahora no hablemos de eso que bastante tengo ya a la mierda todos habernos casado cuando yo quería”.

Sin duda, mi padre fue un niño casi tan agresivo como yo, si aún le quedaban esos posos.

Por aquel entonces volví a visitar a los Alcázar. Tal y como me dijeron, los encontré en el centro comercial, mirando limpiaparabrisas.

—No me gustan nada los coches –les dije, a modo de saludo—, aunque al menos no hay peligro de que caigan como en el caso de los aviones.

—Ah, hola niño –dijo ella.

—No, si nosotros ya no tenemos coche –dijo Ramón, casi en un suspiro de resignación—, pero es que en la planta de los muebles hay un vigilante que nos mira mucho, vete a saber por qué, bueno, sí, como estamos siempre aquí… –y de nuevo se rieron como ratoncillos en caso de que los ratoncillos etcétera, etcétera.

—¿Muebles?

—Sí –explicó Montserrat—, a esta hora nos gusta sentarnos un ratito en los sofás o subir a la planta quinta y ver la tele un ratito. Ahora han puesto unos bancos frente a esos televisores tan modernos, para que la gente los mire y los compre.

—¿Y tú qué tal? ¿Cómo te va con tus amiguitos, el niño ese y la niña esa a los que les hacías la vida imposible?

—Ah, todo sigue igual. Y eran ellos los que me hacían la vida imposible a mí.

Y era más que cierto: todo seguía igual. Día tras día. Paseaba con Marcos durante los recreos y miraba de reojo a la niña pelirroja. Imaginaba lo que se dirían del colegio a casa y de casa al colegio: por la mañana, a mediodía dos veces y luego otra vez más por la tarde. Pensaba que hablarían de mí o, peor, que ni siquiera me nombraban. Se reirían y no a mi costa, cotillearían y ni siquiera sobre mí, charlarían sobre amigos y aficiones, y ni tan sólo pronunciarían mi nombre. Yo estaba al margen de aquel mundo. No me necesitaban para nada. Gracias, pero no, gracias.

—Huy, si ya son las nueve y veinte —dijo entonces Montserrat.

—Vamos, corre, corre. Lo siento, niño, pero te tenemos que dejar.

Y salieron trotando a pasos rápidos y cortitos, en dirección a las escaleras mecánicas.

Obviamente, les seguí. Por curisidad. Resultaba más que sencillo aprovechar mi pequeña estatura para que no se me viera caminando entre los estantes o detrás de algún tipo que ni siquiera era necesario que estuviera gordo.

Subieron hasta la segunda planta. Justamente la de los muebles. Caminaban de lado, intentando mantener cierto sigilo, a pesar de las risitas nerviosas de Montserrat. Y cuando él hizo un gesto con la mano, zas, se metieron los dos dentro de un armario doble.

—Niño, ¿qué haces aquí? —me giré y vi a un bigotudo trajeado que lucía tarjeta de plástico con su nombre en la solapa—, venga, busca a tus padres que cerramos.

Intenté despistarle, alejándome un poco, con la intención de meterme yo también en un armario y averiguar qué ocurría con los al parecer tan codiciados muebles para adultos de aquel centro, pero cada vez que me giraba veía a aquel tipo, con su chapa y su mostacho de morsa.

Al final me rendí, agarré las escaleras mecánicas y salí de aquel sitio.

Acerca de las notas y de sus efectos

Pasaron semanas antes de que volviera a ver a los Alcázar. Y es que les tuve que entregar a mi padre y a Noelia un sobre que contenía algo llamado notas y que tenían que firmar para entregárselo a la maestra.

Yo no tenía ni idea de qué podía ser aquello. Notas. No tenía intención ni de abrir el sobre. Cosas de adultos. Ya le echaría un vistazo mi padre. Que se apañara él. Pero vi que los otros niños sí que miraban y sacaban el papelito con las notas, de las que sólo sabía que no eran musicales. Algunos se mostraban muy contentos al leerlas. Otros parecían enfadados. Unos pocos, incluso tristes. Y la mayoría intentaba aparentar la normalidad más absoluta, como en el caso de la niña pelirroja, y digo aparentar porque se adivinaba por aquel ceño fruncido que yo podría dibujar con los ojos cerrados y una mano en la espalda que las cosas no habían sido todo lo buenas que deberían.

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