Read La decadencia del ingenio Online
Authors: Jaime Rubio
—¿Y lo de tu hermana?
—¿Hermana? Sí, creo recordar… Tenía una hermana. Pero la perdí. Hace años —. Un escalofrío me recorrió la nunca. —Pero ¿qué tiene eso que ver con el parque? El caso es que me recogieron y la primera vez sólo me lavaron y me volvieron a dejar otra vez allí a pesar de que intenté explicarles que el parque era una trampa, no, por favor, les decía, al parque no. La segunda vez que me cogieron ya les dije mi nombre y llamaron a la policía, a ver si había alguna denuncia puesta por mi desaparición.
Los recuerdos de su rapto hicieron que volvieran a escapárseme un par de lágrimas.
Pobre Lucas, arrancado del parque, del único lugar en el que se había vuelto a sentir indefenso, blando, sin movilidad. En definitiva, niño. Un niño que buscaba a su hermana para jugar o, en caso de que estuviera dopada por los adultos, practicarle la debida eutanasia. Igual incluso tenía bloqueado el recuerdo de la muerte de su hermana, ya que su débil cerebro adulto no había sido capaz de enfrentarse a la más que honrosa acción de librar a alguien de la pesada carga de un cerebro rígido y acartonado años antes de tiempo.
No cabía duda de que Lucas necesitaba mi ayuda. Era un niño intentando comportarse como un adulto. Tenía que empujarle a seguir siendo niño. Y a veces es más fácil subir escaleras que bajarlas. Sobre todo teniendo en cuenta que en realidad el cerebro de Lucas se había secado. Aunque conservaba parte de su elasticidad. Una elasticidad inconexa: lagunas de flexibilidad en un mar de granito.
Lo cual añadía más interrogantes a mi futuro: ¿me convertiría en un adulto como cualquier otro? ¿La cojera me ayudaría a recordar del mismo modo que Alberto recordaba? ¿O quizá la lucha contra mi propia decadencia me llevaría a convertirme en un superviviente, malherido y débil como Lucas?
Decidí dar un paseo por el Tiergarten. Lucas se quedó en la puerta, mirando aterrado el sendero de tierra, la hierba y los árboles. El pobre había perdido incluso el valor para volver a un parque y enfrentarse de nuevo con los restos de su verdadero yo, ese niño prodigio que aún habitaba en su cerebro, entre jadeos y estertores, apaleado y humillado.
En realidad, poco podía hacer por él.
Nada, mejor dicho.
Llegué al estanque y arrojé a un anciano para que le devoraran los patos.
El agua se tiñó de sangre y por mis mejillas volvieron a rodar lágrimas.
Limpié las gafas de sol.
Un día todo aquello dejaría de tener sentido para mí.
Aproveché la soledad, la poca luz y, sobre todo, la certeza de que mi abuela no estaba cerca para tirar la bota al río.
Volví al hotel, disfrutando de mi cojera.
Mi abuela montó en cólera e incluso llamó al traumatólogo para concertar una cita, pero por suerte no podía recibirnos antes de que saliera nuestro vuelo, así que se limitó a recordarnos que pidiéramos cita en Viena con el otro especialista.
De cómo Viena se hizo la esquiva
Con el ánimo compungido, subí al avión que nos llevaría de Berlín a Viena. Y no sólo porque tenía la impresión de que el día menos pensado uno de esos cacharros de acero se caería con nosotros dentro, sino también porque Lucas, una de las personas que más me había ayudado en mis primeros meses de vida se había convertido en un deshecho humano que dirigía orquestas con el freno de mano puesto y el motor apagado, cuesta abajo y de memoria, la tenue memoria que conservaba de cuando era niño.
Me encontraba tan desorientado que fui incapaz de darme cuenta de que había algo que fallaba. Ni yo ni nadie.
Claro que era de noche y estábamos cansados y en el aeropuerto nos esperaba el clásico autocar que nos llevaría al hotel. Como para ponerse a pensar mal.
Quizá tendría que haber prestado atención a algo curioso que sin duda me hubiera hecho sospechar: no habíamos perdido nada durante el vuelo: ni equipaje, ni músicos, ni instrumentos; nada.
El caso es que llegamos al hotel e incluso teníamos la reserva hecha y nos esperaban unas cómodas aunque anticuadas habitaciones. Muy marrones. Las paredes, las mantas, la moqueta, las manchas de humedad o de algo parecido a la humedad, las toallas. Todo era marrón.
Deshicimos las maletas y pasamos una noche más o menos agradable.
Bajamos a desayunar. Teníamos aquel día libre y mis abuelos y yo decidimos ir a conocer Viena. En el restaurante del hotel vimos a Roca y al concertino sentados en una mesa frente a una taza de café y los restos de un desayuno. El concertino ponía cara de estar preocupado, dejando que se le notara lo preocupado que estaba. Cualquier persona que pasara cerca de su mesa y le viera, pensaría: “Joder, qué preocupado está este tipo”. Y, mientras, Roca gritaba. Al principio pensé que le gritaba a la jarra de zumo, pero no. Gritaba por teléfono.
Obviamente nos acercamos.
Yo ya temí que nos hubieran cerrado la sala de conciertos o que todos los músicos se hubieran fugado con la soprano húngara.
Pero no.
Colgó.
Y nos explicó.
—¿Sabéis dónde estamos? ¡Estamos en Praga! ¿Cómo coño nos subimos a un avión que iba a Praga con billetes para Viena? ¡ME CAGÜEN LA PUTA DE OROS JODER YA Y EN EL AEROPUERTO QUE NO SABEN NADA Y LOS HIJOS DE PUTA DE VIENA QUE SI NO ESTAMOS ALLÍ MAÑANA POR LA NOCHE TENDREMOS QUE ESPERAR CASI CUATRO MESES PARA TOCAR Y NO HAY VUELOS HASTA EL MARTES Y JODER LOS AUTOCARES ESTÁN DE HUELGA Y TÚ SABES LO QUE CUESTA EL PUTO TREN!
Busqué a Lucas con la mirada, por si también estaba por allí desayunando. Aunque en realidad ya no era a Lucas a quien buscaba, era a Lozano; Lucas era otra persona, no aquel viejo que estaría por ahí con la mirada perdida, intentando disimular, pero sabiendo que otra vez había vuelto a meter la pata y mira tú ahora estamos en Praga yo no lo hice queriendo yo creía que ya íbamos bien estas cosas se arreglan lo que no tiene solución es la muerte y hacerse mayor tampoco no sé yo creía que íbamos bien para Viena joder lo siento bueno voy a tumbarme un rato Viena habérmelo dicho yo entendí Praga Viena Praga Budapest qué más da si lo venden todo junto en las agencias de viajes bah olvidémoslo pensemos en otra cosa.
Como si lo viera.
El caso era que a pesar de los gritos de Roca, nosotros disponíamos de un día libre a costa del auditorio, bueno, qué diablos, nada de a costa: nos estábamos ganando el sueldo con aquella gira. Total, que aprovechamos para dar una vuelta por Praga. Una ciudad muy infantil, reconozco que me gustó. Llena de adultos con cámaras fotográficas, pero también de torres puntiagudas y empedrados que le destrozaban las piernas a mi abuela. No era de extrañar: sus extremidades agarrotadas no se adaptaban a aquel asfalto como mis piernas, quizá más resistentes que cuando era joven, pero sin duda aún flexibles y blandas, casi todo grasa y huesos apenas soldados.
Tres días más tarde salió el avión para Viena.
Con nosotros dentro.
Todo iba muy bien.
A mí me dio la impresión de que el vuelo estaba durando algo más de lo previsible, pero como a mí volar no me resulta demasiado agradable, lo atribuí a mis propios y habituales miedos y sudores.
Pero el caso es que aterrizamos en Dublín.
No llegamos ni a bajarnos del avión. El comandante se disculpó, a pesar de que la culpa no había sido suya. Aunque, bueno, él no sabía que no había sido su culpa. El caso es que nos pusieron algo de combustible y despegamos de nuevo, esta vez en la dirección correcta.
Es curioso lo del combustible. Es decir, para volar, se utiliza un líquido altamente inflamable y se procura que “explote”. ¿Así cómo no va a haber accidentes? Lo extraño es que nada más despegar los aviones no estallen en mil pedazos. Todos.
Durante los dos vuelos a Viena, la soprano no dejó de explicarle a mi abuela lo maravilloso que era actuar en la ópera de esa ciudad. Aunque nosotros íbamos a otra sala y aunque mi abuela seguía sin entender el húngaro. Sí que entendió la palabra ópera y le explicó que mi abuelo estaba trabajando en una ópera. La soprano entendió que se refería al padre de mi madre, pero nada más.
Miré a mi abuelo.
Roncaba.
Miré a Lozano.
Estaba concentrado. No quería perderse otra vez.
No le fue mal del todo. Logramos aterrizar en Salzburg y desde allí pudimos coger un autocar. Sólo perdimos a un violinista. Roca lamentó que no hubiera sido uno de los dos que se habían quedado sin piernas y resultaban más un engorro que otra cosa.
Acerca de cómo Roca me enseñó a beber
Tuvimos que quedarnos casi cuatro meses en Viena, hasta que nos hicieron un hueco en el calendario de actuaciones. Fue agradable pasar las navidades allí: las segundas desde que salimos gira. Claro que eran las primeras que celebramos realmente: no es lo mismo comer un pavo acompañado de un curioso vino austriaco que comerse a una trompetista. La trompetista estaba bien jugosa, pero no había guarnición, ni estaba rellena y claro, las tradiciones son las tradiciones.
Durante aquellos meses conocí más a fondo a Roca, que se confirmó como el cretino bajito que creía que era, aunque me demostró cierta habilidad y agilidad mental que no dejaban de ser sorprendentes en un adulto, por muy pequeño que fuera.
Lo cierto es que me enseñó un par de cosas. A apreciar el vino, por ejemplo. “Si es verdad que has escrito una sinfonía, que sabes alemán y que tus abuelos te dejan pasear solo, bien podrás tomar una copita”, me dijo.
Reconozco que me costó acostumbrarme, sobre todo al tinto. Me gustaban más los espumosos, juguetones y vivarachos. Probé otras bebidas espiritosas, claro. Las destiladas, como el vodka o la ginebra, me parecían demasiado transparentes, en todos los sentidos: quedaba claro por olor, color y sabor que aquello era una bebida alcohólica. Eran innecesariamente francas. En cuanto a la cerveza, me pareció demasiado adulta. Era basta y previsible, y llenaba mi pequeño estómago demasiado deprisa.
Lo que más me sorprendió fue el efecto que el alcohol tenía sobre Roca. Primero se sentía eufórico y parlanchín, después le costaba vocalizar, luego caminar y un día que bebió algo más de algo más de la cuenta, llegó incluso a vomitar apoyado contra una farola. Al día siguiente siempre se levantaba mareado, con un penetrante dolor de cabeza. En ocasiones pedía que alguien le matara. Una vez lo intenté, pero se echó atrás y se resistió. No, si no es molestia. Para, loco, para. Y paré. Total.
—Joder, esto de no trabajar me va a matar. De borrachera con un niño. Porque follar no follo ni pagando. ¿Y tú no tienes resaca, chaval?
No tenía resaca. El vino apenas me daba sueño. Con lo que quedaba demostrado que las bebidas alcohólicas eran invención de un niño. Invención apropiada por un adulto y no apreciada convenientemente por su público actual. No era adecuada para ellos. Otra vez. Aunque fuera algo que por regla general se vedara a los niños. Quizá para que no recordaran que aquello había sido suyo y que dominaban mucho mejor que ellos.
Eso sí, a partir de entonces y durante el resto de la gira llevé siempre conmigo una petaquita llena de algún vino de buena añada, a pesar de las protestas de mi abuela, que insistía en que con tanto dulce me iba a salir una caries.
De todas formas, en Viena no podía hacer muchas otras cosas. Es decir, la ciudad estaba muy bien, a pesar del frío y la lluvia, pero es que a las seis de la tarde todo estaba cerrado. Uno tenía que madrugar incluso para ir al súper. Una noche de cena y copas con Roca acababa como muy tarde a las dos de la mañana. Y al volver al hotel a uno le daba la impresión de que estaba amaneciendo.
Durante aquellos días en Viena y aparte del estreno que hizo llorar de emoción a la húngara, que murmuraba a cada momento que era una pena no poder actuar en la ópera de la ciudad, y aparte también de la llamadita de rigor a mi padre, obligado por mi abuela, recibí una carta de Noelia.
“Querido niñito:
Estoy otra vez en Barcelona. Tu padre me ha explicado que estás viajando con los abuelos, que se han hecho muy famosos por una obra musical compuesta por don Teodoro.
Tengo muchas ganas de volverte a ver. ¡Lo que habrás crecido! Tu padre está bien. Su abogado ya ha salido de prisión y quiere dedicarse por entero a su caso. Es muy optimista. Quizá para cuando vuelvas, tu papaíto esté en casa. Y quizá haya más sorpresas. ¡Todo será mejor que antes, ya verás!
Creo que estoy preparada para casarme con tu padre. Él ahora ya no quiere, pero claro, está en la cárcel y no creo que pueda permitirse el lujo de escoger.
Te quiere mucho y te manda muchos besitos,
Noelia”
Noelia había vuelto a Barcelona. Y en su carta hablaba de mi padre y no de Bienvenido. ¿Qué se habría hecho de Bienvenido?, pensé. ¿Seguiría en su celda, golpeándose la cabeza contra las paredes acolchadas?
Probablemente sí.
También fui a ver a un traumatólogo, que insistió en colocarme de nuevo otra bota. Y luego otra. Y otra. Y otra más.
Cuatro meses dan para extraviar muchas botas.
Además, tenía un buen maestro en eso de perder cosas: Lucas/Lozano.
Baste decir que me despedí de Viena dejando que el director de orquesta saliera al escenario luciendo dos de las botas que había perdido.
A la prensa le encantó. Otra de las famosas locuras de Lozano. A mi abuelo, no, justamente porque le restó protagonismo ante los periodistas, a pesar de que ya había anunciado que en la ópera que estaba componiendo se verían tetas. “Es la única forma de que la gente se quede hasta el final de una mierda de estas”, aseguró. “Yo no tengo más remedio que quedarme, voy obligado, aunque ya sólo me presento en los estrenos, por mucho que mi nieto y mi mujer se empeñen en estar ahí cada noche. ¡Ridículo! Si me la sé de memoria, coño, la escribí yo, no me la voy a saber. Nanieno chimpón nanieno chimpón. Hasta los cojones, ya”.
Acerca del viaje en el tiempo
Y entonces nos tocó hacer algo horrible: viajar a Nueva York. Yo creía que el vuelo duraría un par de horitas, más o menos como todos los vuelos que habíamos sufrido. Pero no. Es decir, primero sí. Estuvimos un par de horas arriesgando nuestras vidas y aterrizamos milagrosamente en un aeropuerto que era como todos los aeropuertos. Pero en vez de salir de él, lo recorrimos de punta a punta y nos volvimos a sentar en una sala de espera.
—Abuelo —pregunté—, ¿por qué no vamos al hotel? Estoy harto de tanto aeropuerto, si os gusta pasear por aquí, venid una mañana por vuestra cuenta.