Read La decadencia del ingenio Online
Authors: Jaime Rubio
No todos los italianos eran tan horribles como aquella vieja. Ni siquiera todas las italianas. Recuerdo que aquella noche mi abuelo me llevó a un prostíbulo.
—Aprovecharé que tu abuela se ha ido al bingo con la zíngara esa para dar una vuelta por mi local favorito de Europa. Sé que eres algo joven para ese sitio, pero, bah, Rebeca cuidará de ti.
Mi abuelo me explicó que los pocos viajes que había hecho en su vida habían sido justamente a Milán, donde había conocido aquel local en el que, por citar sus propias palabras, “al fin aprendí la gracia que tiene eso de follar, porque con tu abuela, joder, qué mal se jode”.
Lo irónico del caso era que si había viajado tanto a Milán había sido justamente por un delirio de grandeza de mi abuela, que se empeñó durante un par de años en que la camisería de su marido se convirtiera en un prestigioso centro de moda italiana en Barcelona.
A pesar de que era tarde —las nueve pasadas— y yo ya tenía por tanto sueño, la excursión propuesta por mi abuelo me pareció atractiva. La perspectiva de quedarme a solas con la tal Rebeca me parecía interesante. Dada su profesión y el hecho de que bajo su tutela mi abuelo había aprendido grandes cosas acerca del sexo, confiaba en poder intercambiar algunas palabras con ella, para aprender así algo más acerca de aquello que, por lo leído, no me parecía más que una serie de movimientos repetitivos que acababan con la eyaculación y con la posterior fecundación de un óvulo. Apenas conocía la mecánica e ignoraba el posible atractivo que esta mecánica pudiera tener.
Rebeca me hizo sentar en un mueble estilo Luis XIV y me sirvió un té, mientras mi abuelo se metía en una habitación con una señorita rubia con un culo grande y unas piernas largas, anchas y pesadas.
—Vaya, tan pequeñín y ya hablas italiano.
—Por eso mismo, signora.
Qué vieja, la pobre, y qué moño más horrible.
—Pues tu abuelo no lo ha aprendido. Y eso que nos conoce bien. Hacía años que no venía. Le ha extrañado ver a tanta rusa y a tanta negra. A tu abuelo siempre le hemos gustado las italianas. Pero este negocio es así. Hay que adaptarse, innovar, progresar, avanzar, desarrollar, crear.
—Entonces intuyo que mi abuelo está fabricando niños con esa señorita que al parecer es rusa.
A la señora le dio un ataque de risa.
—Niños, qué mono, niños, dice.
—¿El sexo no consiste en eso?
—No sólo en eso, cariño. De hecho, casi nunca consiste en eso.
—¿Y no podría usted enseñarme en qué consiste?
Y le dio un nuevo ataque de risa.
—Cuando crezcas, a lo mejor. Pero no seré yo, desde luego, yo no me dedico a eso. Una de mis chicas, quizá. Además, seguro que las prefieres a ellas, yo ya estoy mayor.
Eso era cierto. Estaba mayor. Hacía años que estaba mayor. Qué digo años, décadas.
En todo caso e igual que con los juicios y las prisiones, me encontraba con un campo vedado a los niños. Al parecer, estaban intentando ocultarnos todo su mundo, incluido el procedimiento mediante el que nos fabricaban. Se defendían a la desesperada, cosa que indicaba que no eran tan fuertes como parecía.
—Mira que me toca pocas veces hacer de canguro —explicó Rebeca—, aunque no es nada raro y menos en Italia, donde las familias están tan unidas. Pero normalmente los niños están más calladitos.
—Eso es porque están sedados.
Ahí acabó la conversación, ya que Rebeca tuvo que ausentarse y me dejó a solas con mi té hasta que un rato después volvió cogida del brazo de mi abuelo, que me llevó de vuelta al hotel.
—No están mal las rusas —me explicó mi abuelo por el camino—, pero yo siempre he preferido a las italianas. Abundantes, grandes por todas partes, sobre todo las que tienen las narices largas. Pero no te fíes de los tópicos: también dicen que los españoles somos bajitos y hablamos más que follamos. No es mi caso, claro. Yo sólo digo lo justo y de lo otro, bueno, la verdad… Y tampoco soy alto… En fin… Ah, si tu abuela te pregunta, hemos estado en la heladería.
Cuando se trataba de sexo, todo el mundo me acababa hablando de helados. Pero al final nadie me compraba ni una miserable piruleta.
Acerca de los nuevos aires de mi abuelo
La noche del estreno en Milán y tras el concierto, el público reclamó la presencia del autor en lo alto del escenario, mientras Roca aseguraba que se iba a correr, aunque no especificó por qué se quería mover ni hacia adónde. Yo comencé a caminar hacia la tarima, para disfrutar del bien merecido aplauso del público milanés entre el que sin duda no me costaría encontrar a muchos niños, dado el entusiasmo por verme. Pero, para mi sorpresa, mi abuelo me retuvo y me apartó con el brazo, para subir él mismo al escenario, saludando al ya no tan respetable con los brazos abiertos e incluso dejando escapar alguna lagrimilla y musitando un “gracias, gracias”.
Quise corretear indignado al escenario —de hecho, se me daba muy bien corretear y ya casi nunca me caía—, pero mi abuela me agarró con unos dedos delgados y acerados como tenazas.
—¿Dónde vas, dónde vas? Que te vas a caer.
De la rabia, me puse a llorar.
—Parece mentira que tengas ya tres años, todo el día llorando como un bebé e incapaz de pasarte diez minutos sentadito.
Pero eso no fue lo peor. Al día siguiente
Il corriere de la sera
publicó una entrevista con mi abuelo. Con foto. Reconocí el puticlub de fondo. La noche del estreno había vuelto sin mí y seguramente acompañado de aquel fotógrafo y aquel periodista, que titularon la pieza: “El autor de la
Sinfonía Infantil
conquista Italia con sus nuevos y envolventes sonidos”. El texto recogía las mentiras de mi abuelo: “A mí nunca me ha gustado la música, por eso pensé en hacer algo nuevo, algo… envolvente, eso era, ya me acuerdo, envolvente. (… ) Ja, ja, sí, lo de decir que mi nieto era el autor fue una buena idea, pero ya cansa. Hay que innovar, nosotros los creadores siempre estamos innovando. Ahora mismo, por ejemplo, estoy innovando y eso que nadie lo diría. (… ) Bueno, sí, es mi primera obra, hasta ahora no había hecho nada, pero, claro, es que la música es una mierda, me aburre muchísimo. (… ) Lo del solo de piano pues no es tan raro, ¿no? Al fin y al cabo cuando uno piensa en instrumentos, el primero que le viene a la cabeza es el piano, claro, como es tan grande”.
Y así.
Obviamente y en la misma mesa del hotel en la que desayunábamos le pedí explicaciones.
—Hombre, no sé, pero todo el mundo dice que tú eres demasiado pequeño para haber hecho algo así. Y que yo soy el genio. Entonces, qué quieres que te diga, pues seré el genio.
—¡Esto es un ultraje!
—¡No digas palabrotas! –saltó mi abuela—, y menos en la mesa y con la boca llena. Y deja a tu abuelo en paz, que está muy ocupado ahora que es un músico famoso.
Al final resultaba o parecía que resultaba que Alberto tenía razón: los adultos se apropiaban de mi obra sin ni siquiera comprenderla. Aunque por otro lado sí que era cierto que había incluido el piano porque es el instrumento que a uno le viene a la cabeza cuando piensa en instrumentos. Ese y el corno inglés.
El aeropuerto que no pudimos encontrar
Después de una semana de aplausos y pataleos, nos subimos todos al autocar con el tiempo justo para llegar al avión. Yo ya pensaba que lo perderíamos. Y todo por culpa de Lozano. Evidentemente.
El director despertó la mañana de nuestro viaje en el sofá del hall del hotel. Desnudo. Casi llaman a la policía, confundiéndolo con un loco, pero Roca estaba en recepción, con el papeleo del check-out, y se enteró de todo. Lozano no recordaba nada, aunque al subir a su habitación, el recepcionista y Roca (y Lozano) descubrieron que el director de orquesta no había dormido allí ni una sola de las noches. Ni estaban ni sus maletas.
—Mi habitación era más pequeña —explicó—. Y el baño estaba en el pasillo. Y había una señora que hacía el desayuno para mí y para un par de viajantes de comercio. Uno de ellos de Nápoles.
—Pero eso no es un hotel –le dijo Roca—, eso es una pensión.
—Sí, ahí he dormido yo: en la Pensión Milano.
Después de consultar la dirección en la guía, Roca y Lozano –éste ya vestido con un albornoz y unas zapatillas del hotel—fueron hasta allá, recogieron el equipaje y se despidieron de la signora Maria, que tan bien había tratado a Lozano durante su estancia en Milán.
Y con todo el trajín ya era tardísimo y cuando llegaron, los demás llevábamos media hora subidos al autocar.
El aeropuerto internacional de Milán está además a unos sesenta kilómetros de la ciudad. A la ida, Roca nos había explicado que hacía unos cuantos años había otro aeropuerto más cercano, pero que ya no se usaba para vuelos internacionales: una de sus pistas era paralela a la carretera y en una ocasión un avión aterrizó sobre la autopista, provocando la contrariedad de los conductores italianos, a pesar de que, por su forma de conducir, nadie diría que una nimiedad como un Boeing podía hacerles apretar el freno o al menos levantar el pie del acelerador con la tonta excusa de tomar alguna precaución.
—Pues sí —concluyó Roca—, aterrizó en la autopista. Y yo estaba en ese avión. ¿Y quién me acompañaba en aquel viaje en el que queríamos contratar a una soprano milanesa? Lozano. Lo que no pase con Lozano cerca, no pasa nunca.
Por supuesto.
De todas formas, el autocar parecía que llegaba a tiempo. Cogió la salida correspondiente y aparcó frente a la terminal más de una hora antes de que saliera el vuelo. No estaba mal del todo.
Bueno, eso en caso de que hubiera algún vuelo.
O, mejor dicho, algún aeropuerto.
Porque allí había un parking, carteles, vallas. Pero no terminales. Ni viajeros. Ni aviones. Ni pistas.
Obviamente vivimos lo que se dice momentos de confusión. Mirando mapas, comprobando la señalización, dando vueltas por el aparcamiento vacío, llamando por teléfono a información y a la aerolínea, que nos aseguraban que habíamos seguido el camino correcto.
Al final, el conductor del autocar puso la radio del vehículo. Las noticias nos informaron de lo sucedido: “Acaba de desaparecer el aeropuerto internacional de Milán —bramaba el locutor—. Aún se desconocen las causas de esta desaparición, que podría tratarse de un secuestro o de un acto terrorista. Tampoco se sabe qué ha ocurrido con los pasajeros y los aviones que estaban en tierra… ”
—Yo diría… —era Lozano—, yo diría que lo había dejado por aquí.
—¿De qué hablas ahora? –Le preguntó Roca.
—Yo estaba seguro… –se puso a buscar en los bolsillos del traje—… Lo había dejado… ¿Dónde… ?
Lo peor fue que no pudimos salir de allí. Nos subimos al autocar e intentamos regresar a la autopista, pero fue imposible encontrarla. Lo seguimos intentando durante aquellos días, pero al final nos quedamos sin gasolina. También llamamos por móvil a la policía y a los bomberos: aseguraban que estaban intentando localizarnos, pero que les era imposible acceder a la salida correspondiente de la autopista. Incluso aseguraron haber enviado varios helicópteros, aunque ninguno de ellos nos había encontrado a nosotros o al aeropuerto. Al cabo de unas semanas nos quedamos sin batería en ninguno de los teléfonos.
Nos tuvimos que organizar. Encontramos un riachuelo con agua potable, gracias al que pudimos beber y limpiarnos. Por allí también había una zona de vegetación con árboles que nos daban leña, aunque no fruta.
Seguimos ensayando la sinfonía, más que nada para no volvernos locos. Incluso introduje algunos cambios. Sobre todo para paliar la pérdida de otros tres violinistas, dos violoncelistas, una clarinetista y un trompetista, además de los que ya se habían perdido antes. Había que cuidar la partitura y reforzar las zonas en las que se comenzaba a evidenciar la menor dimensión de la orquesta.
Además, otros músicos fueron —ehem— murieron de causas, bueno, naturales y nos sirvieron de comida, al igual que el chófer del autocar, que murió en circunstancias —ehem— sospechosas poco después de acabarse la gasolina y de ser su presencia más una molestia que otra cosa.
El responsable de decidir quién serviría de cena era Roca. Uno de los momentos más tensos fue cuando todos, incluido él, exigimos que la gorda soprano nos cediera su grasa y hubo que enfrentarse a mi abuela, que le rompió el cuello a uno de los violoncelistas. Aprovechamos la circunstancia y nos lo comimos.
También hubo una pequeña crisis familiar, ya que mi abuelo le tiró los tejos a la clarinetista, para escándalo de mi abuela.
—De todas formas, no se lo reprocho —decía la mujer—: la chica se ha dejado seducir por un compositor de renombre. En cambio, Teodoro es un imbécil que ha visto las bragas de la quinceañera esa y se ha puesto a chochear como un condenado.
Poco después y coincidiendo con una charla entre mi abuela y Roca, el siempre discutido Sorteo de la Cena acabó con la clarinetista en la parrilla.
También pasamos momentos difíciles durante la Guerra del Neumático, que ganamos los airistas sobre los gomistas, y que culminó con una cena de reconciliación en la que nos comimos a las bajas.
Varios meses más tarde nos despertó un ruido atroz.
Era un avión. Aterrizando. Y allí estaban las terminales y la gente y los taxis y los carritos para llevar el equipaje.
Recortada contra el cielo vimos la silueta de Lozano, que reía y musitaba algo así como “si estaba ahí, en el lugar más tonto”.
Conseguimos coger nuestro avión, que había sufrido un retraso de unos cuantos meses. Al ver la fecha, por cierto, comprobé con horror que había cumplido cuatro años durante mi exilio en el aparcamiento de un aeropuerto que no estaba allí.
Nada más de interés en aquella larga espera antes de subir al avión que nos llevaría hasta Berlín, aparte de mencionar que Roca consiguió ajustar las fechas de los conciertos que quedaban por dar en nuestra gira.
La llegada a Berlín fue razonablemente bien: sólo perdimos cuatro maletas y dos violinistas. Otros dos violinistas perdieron además las piernas –no sé cómo ha pasado, las dejé aquí mismo, etcétera—, por lo que Roca tuvo que comprar un par de sillas de ruedas.
Acerca de mi primera bota ortopédica
Nada más llegar al hotel de Berlín, un enorme bloque de cemento con vistas a la Alexanderplatz, mi abuela se empeñó en hacerme la vida imposible, agobiándome con sus requerimientos y exigencias.
De entrada, se empeñó en que llamáramos a mi padre. No sirvió de nada explicarle que ya le había llamado al menos dos o tres veces desde que comenzara la gira y que ya estaba harto de que se pasara media hora explicándome sus problemas en las duchas y lamentando no haber sido testigo de cómo decía mi primera palabra. Mi abuela adujo que con la tontería de haber perdido el aeropuerto, su yerno llevaba meses sin saber nada de mí y seguro que estaría preocupado.