Authors: David Foenkinos
—¡Y a mí todo el mundo me adora!
—Para que veas...
—Nada, lo que hay que hacer es pasar de todo. Mira la carta. Eso sí es importante. ¿De primero qué quieres, la ensalada de endivias con roquefort o la sopa del día? Eso es lo único que cuenta.
Seguramente tenía razón. Pero aun así, Nathalie no conseguía relajarse. No entendía por qué reaccionaba de manera tan violenta. Quizá necesitara tiempo para comprender que todo estaba ligado al sentimiento que ya estaba naciendo en ella. Era una sensación vertiginosa que ella transformaba en agresividad. Contra todos, y sobre todo contra Charles:
—¿Sabes?, cuanto más lo pienso más me parece que la reacción de Charles es una vergüenza.
—Yo creo que es que te quiere, nada más.
—No es una razón para comportarse así contigo.
—Cálmate, tampoco es tan grave.
—No puedo calmarme, no puedo...
Nathalie anunció que iría a ver a Charles después del almuerzo para decirle que se dejara de tanta tontería. Markus la vio tan decidida que prefirió no llevarle la contraria. Dejó que se instalara el silencio un ratito, y ella lo rompió reconociendo así:
—Perdona, es que estoy nerviosa...
—No tiene importancia. Y además, la actualidad evoluciona rápidamente, ¿sabes?... Dentro de dos días ya nadie hablará de nosotros... Acaba de llegar una secretaria nueva, y creo que a Berthier le gusta... Así que, ya ves...
—Eso no tiene mucho interés. A ése le gusta todo lo que lleve falda.
—Sí, es verdad. Pero en este caso es distinto. Te recuerdo que acaba de casarse con la contable... así que a mí me da que esto va a ser un culebrón, ya lo verás.
—Yo sobre todo lo que creo es que me siento perdida.
Nathalie pronunció esa frase de golpe y porrazo. Sin la más mínima transición. Instintivamente, Markus cogió un pedazo de pan y se puso a desmigarlo.
—¿Qué haces? —le preguntó Nathalie.
—Pues como en el cuento de
Pulgarcito.
Si estás perdida, tienes que dejar miguitas de pan a tu paso. Así podrás encontrar el camino.
—¿Y supongo que el camino me lleva hasta aquí... hasta ti?
—Sí. A no ser que tenga hambre y decida comerme las miguitas de pan mientras te espero.
Primer plato que eligió Nathalie
en su almuerzo con Markus:
Sopa del día.
[10]
Charles ya no era en absoluto el hombre que había pasado la noche con Markus. A media mañana se había recuperado del todo y se arrepentía de su actitud. Se preguntaba también por qué había perdido los papeles de esa manera al descubrir a ese sueco. Quizá no fuera Charles un hombre muy realizado, tenía distintas angustias, pero no era motivo para reaccionar así. Y sobre todo ante testigos. Se sentía avergonzado. Ello lo iba a llevar a la violencia. De la misma manera que un amante puede mostrarse agresivo después de una actuación sexual poco gloriosa. Sentía que lo embargaban poco a poco todas las partículas de la lucha. Se puso a hacer unas flexiones pero, en ese preciso instante, entró Nathalie en su despacho. Charles se levantó del suelo:
—Podrías haber llamado a la puerta —le dijo en tono seco.
Nathalie avanzó hacia él, de la misma manera que había avanzado hacia Markus para besarlo. Pero esta vez fue para darle una bofetada.
—Hala, ya está hecho.
—¡Pero bueno, ¿tú qué te has creído?! Te puedo echar por esto.
Charles se tocaba la cara. Y repitió su amenaza temblando.
—Y yo puedo acusarte de acoso. ¿Quieres que te enseñe los e-mails que me has enviado?
—Pero ¿por qué me hablas así? Yo siempre he sido respetuoso con tu vida.
—Sí, claro, venga ya... Sólo querías acostarte conmigo.
—Francamente, no te entiendo.
—Yo lo que no entiendo es lo que has ido a hacer con Markus.
—¡Como si no tuviera derecho a cenar con un empleado!
—¡Sí, bueno, pues ya basta! ¿Entendido? —gritó ella.
A Nathalie, decirle eso a Charles le sentó de gloria, y le habría gustado cantarle las cuarenta un poco más. Su reacción era excesiva. Al defender así su territorio con Markus, traicionaba su turbación. Esa turbación que nunca había sido capaz de definir. El diccionario Larousse termina ahí donde empieza el corazón. Y quizá fuera por eso por lo que Charles había dejado de leer definiciones al volver Nathalie a la empresa. No había nada que decir, bastaba con dejar que hablaran por sí solas las reacciones primitivas.
Cuando estaba a punto de salir del despacho, Charles declaró:
—He cenado con él porque quería conocerlo... saber cómo habías podido elegir a un hombre tan feo, tan insignificante. Puedo entender que me rechaces, pero esto, perdona que te diga, esto no lo entenderé nunca...
—¡Cállate!
—Si crees que voy a dejar que esto quede así estás muy equivocada. Acabo de hablar con los accionistas por teléfono. De un momento a otro, tu querido Markus va a recibir una propuesta muy importante. Una propuesta que sería suicida rechazar. La única pequeña pega es que el puesto es en Estocolmo. Pero con la pasta que le van a pagar, me parece que su vacilación será sólo pasajera.
—Eres patético. Sobre todo porque nada me impide presentar mi dimisión para irme con él.
—¡No puedes hacer eso! ¡Te lo prohíbo!
—Qué pena me das, de verdad...
—¡Y tampoco se lo puedes hacer a François!
Nathalie lo miró fijamente. Charles quiso disculparse al instante, sabía que había ido demasiado lejos. Pero ya no podía moverse. Ella tampoco. Esa última frase los paralizó a los dos. Nathalie salió por fin del despacho de Charles, despacio, sin decir una palabra. Éste se quedó solo, con la certeza de haberla perdido para siempre. Avanzó hacia la ventana para contemplar el vacío, con una inmensa tentación.
Una vez sentada a su mesa, Nathalie consultó su agenda y llamó a Chloé para pedirle que anulara todas sus citas.
—¡Pero no puede ser! Tiene que presidir la comisión dentro de una hora.
—Sí, ya lo sé —la interrumpió Nathalie—. Bueno, muy bien, ya la llamaré luego.
Nathalie colgó, sin saber qué hacer. Era una reunión importantísima, llevaba mucho tiempo preparándola. Pero era evidente que ya no podría trabajar en esa empresa, después de lo que acababa de pasar. Recordó entonces la primera vez que había venido a ese edificio. En aquella época todavía era una chica joven. Recordó los primeros tiempos, los consejos de François. Quizá fuera eso lo más duro de su fallecimiento: la ausencia repentina y brutal de sus conversaciones. La muerte de esos momentos en que se habla, en que se comenta la vida del otro. Nathalie estaba sola en el borde del precipicio, y se daba perfecta cuenta de que la fragilidad la contaminaba; que llevaba tres años representando la comedia más patética que existe; que, en lo más hondo de sí misma, nunca había estado convencida de querer vivir. Su sentimiento de culpa, cuando pensaba en el domingo de la muerte de su marido, era aún tan grande, tan grande y tan absurdo... Debería haberlo retenido, no haber dejado que se marchara a correr. ¿No es ése el papel de una esposa? Hacer que los hombres dejen de correr. Debería haberlo retenido, haberlo besado, haberlo querido. Debería haber dejado su libro, haber interrumpido su lectura en lugar de permitir que François hiciera pedazos su vida.
Ya se le había pasado el enfado. Contempló todavía un instante su mesa y luego guardó algunos efectos personales en su bolso. Apagó el ordenador, ordenó los cajones y salió de su despacho. Se alegró de no cruzarse con nadie, de no tener que pronunciar una sola palabra. Su huida tenía que ser silenciosa. Cogió un taxi y le pidió al taxista que la llevara a la estación Saint-Lazare, donde compró un billete. Cuando el tren abandonó la estación, Nathalie se puso a llorar.
Horarios del tren París-Lisieux
tomado por Nathalie:
Salida: 16.33h - París Saint-Lazare
Llegada: 18.02h - Lisieux
La desaparición de Nathalie alteró inmediatamente la dinámica de toda la planta. Tenía que presidir la reunión más importante de todo el trimestre. Se había marchado sin dejar la más mínima instrucción, sin avisar a nadie. Algunos protestaban por los pasillos, criticando su falta de profesionalidad. En pocos minutos, perdió muchísimos puntos: se impuso la hegemonía del presente sobre una reputación adquirida a lo largo de los años. Como todos conocían su vínculo con Markus, no dejaban de ir a verlo: «¿A lo mejor tú sabes dónde está?» Él tuvo que reconocer que no. Lo que casi equivalía a decir: «No, no tengo ningún vínculo especial con ella. No me pone al corriente de todos sus movimientos.» Era una pesadez tener que justificarse así. Con ese nuevo episodio, iba a perder el prestigio acumulado desde el día anterior. Era como si la gente recordara de pronto que tampoco era tan importante. Y todos se preguntaban incluso cómo habían llegado a pensar, por un momento siquiera, que pudiera ser íntimo de Natalie Portman.
Markus intentó llamarla varias veces. Sin resultado. Su teléfono estaba apagado. No podía concentrarse en el trabajo. Recorría nervioso su despacho de un extremo a otro. No era un recorrido muy largo, porque era un despacho muy pequeño. ¿Qué hacer? La confianza de esos últimos días se desmoronaba rápidamente. En su cabeza repasaba una y otra vez el almuerzo: «Lo importante es saber qué tomar de primero.» Recordaba haber dicho algo así. ¿Cómo se podía hablar así? La cosa estaba muy clara. No había estado a la altura. Y eso que Nathalie le había dicho claramente que estaba perdida, pero él, subido a su nube, sólo había sido capaz de ofrecerle frasecitas huecas. ¡Pulgarcito! Pero ¿en qué mundo vivía? Desde luego no en uno en el que las mujeres te dejan su dirección antes de salir huyendo. Todo era culpa suya y de nadie más. Hacía que las mujeres salieran corriendo. A lo mejor hasta se metía a monja. Hacía que las mujeres cogieran trenes y aviones para huir del aire que él respiraba. Le dolía. Le dolía haber actuado mal. El sentimiento amoroso es el que más culpabilidad provoca. Se puede llegar a pensar que uno tiene la culpa de todas las heridas del otro. Se puede llegar a pensar, siempre en esa locura, en un arrebato casi demiúrgico, que se es el núcleo mismo del corazón del otro. Que la vida se resume a unas válvulas pulmonares sin relación con el mundo exterior. El mundo de Markus era el de Nathalie. Era un mundo íntegro y totalitario, donde él era a la vez responsable de todo e insignificante.
Y, poco a poco, el mundo sencillo volvió a él. Lentamente, logró recuperar el control de su estado de ánimo; equilibrar el blanco y el negro. Se rememoró toda la ternura de los instantes que habían pasado juntos. Esa ternura del todo real que no podía borrarse de un plumazo. El miedo de perder a Nathalie lo había confundido. Lo que más lo angustiaba era su fragilidad, esa misma fragilidad que también podía ser su mayor atractivo. Tanta fragilidad al final acaba siendo una fortaleza. No sabía qué hacer, ya no quería trabajar, ya no pensaba en ese día de manera racional. Le apetecía hacer una locura, huir él también, coger un taxi y subirse al primer tren que pasara.
Entonces el director de recursos humanos lo llamó a su despacho. Decididamente, todo el mundo quería verlo. Acudió a la cita sin una sombra de temor. Ya se había librado de su miedo a la autoridad. Desde hacía varios días, todo era pura comedia. El señor Bonivent lo recibió con una sonrisa de oreja a oreja. Markus pensó enseguida: esa sonrisa es un crimen. Lo esencial en un director de recursos humanos es que parezca que se implica en la carrera de un empleado como si se tratara de su propia vida. Markus constató que el tal señor Bonivent se merecía su puesto:
—Ah, señor Lundell... cuánto me alegro de verlo. Hace ya un tiempo que sigo de cerca su trayectoria en la empresa, ¿sabe?...
—¿En serio? —contestó Markus, convencido (con razón) de que ese hombre acababa de descubrir su existencia.
—Por supuesto... Cada trayectoria es importante para mí... y tengo que reconocer que siento verdadero afecto por usted. Por esa forma suya de ser siempre tan discreto, de no pedir nunca nada. Es muy sencillo, si no fuera porque soy muy concienzudo, perfectamente podría no haberme percatado siquiera de su presencia en el seno de esta empresa...
—Ah...
—Es usted el empleado que todo directivo sueña con tener.
—Es usted muy amable. ¿Puede decirme por qué quería verme?
—¡Ah, eso es típico de usted! ¡La eficacia, siempre la eficacia! ¡Nada de perder tiempo! ¡Ojalá todo el mundo fuera como usted!
—¿Y bien?
—Bueno... voy a exponerle la situación con toda franqueza: la dirección quiere ofrecerle un puesto de director de grupo. Con un aumento de sueldo importante, por supuesto. Es usted un elemento esencial en el reposicionamiento estratégico de nuestra empresa... Y tengo que decir que esta promoción me alegra mucho... pues hace ya tiempo que la respaldo activamente.
—Gracias... No sé qué decir.
—Así que, por supuesto, le facilitaremos todos los trámites administrativos para su traslado.
—¿Mi traslado?
—Sí. El puesto es en Estocolmo. ¡En su país!
—No pienso volver a Suecia bajo ningún concepto. Prefiero irme al paro antes que volver a Suecia.
—Pero...
—No hay pero que valga.
—Pues yo creo que sí, me parece que no tiene usted elección.
Markus no se tomó la molestia de contestar y se marchó del despacho sin decir una palabra.
El Círculo de las paradojas
Creado a finales de 2003 con el fin de dar a conocer la ANDRH
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a los directivos de recursos humanos que aún no eran miembros, el Círculo de las paradojas reúne a directores de recursos humanos una vez al mes en la Casa de los Recursos Humanos para debatir algún tema de interés para estos profesionales que diariamente tienen que afrontar las contradicciones de la empresa. Estos encuentros mensuales buscan ser sabiamente iconoclastas; en ellos se trata algún tema sensible, en tono profesional pero relajado. ¡El humor es bienvenido, pero no así la palabrería hueca.
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Habitualmente, Markus se tomaba su tiempo cuando recorría un pasillo. Siempre había considerado esos desplazamientos como una pausa. Podía levantarse y decir: «Voy a estirar un poco las piernas» como otros salen a fumarse un pitillo. Pero ya no se trataba de tomarse la vida con calma, ahora Markus iba que se las pelaba. Era tan extraño verlo avanzar así, como impulsado por la furia. Era un coche diesel con el motor trucado. También en él había algo trucado: le habían hurgado en los cables sensibles, en los nervios que van directos al corazón.