La delicadeza (18 page)

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Authors: David Foenkinos

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Las abuelas, tal vez porque han vivido la guerra, siempre tienen lo necesario para alimentar a las nietas que aparecen de repente por la noche con un sueco.

—Espero que no hayáis cenado todavía. He hecho sopa.

—¿Ah, sí? ¿De qué? —preguntó Markus.

—Es la sopa del viernes. No se lo puedo explicar. Estamos a viernes, así que es la sopa del viernes.

—Es una sopa sin corbata —concluyó Markus.

Nathalie se acercó a él:

—Abuela, a veces Markus dice cosas raras. No tienes que preocuparte.

—Huy, hija, yo desde 1945 ya no he vuelto a preocuparme por nada, así que tranquila. Venga, sentaos a la mesa.

Madeleine estaba llena de vitalidad. Había un verdadero contraste entre la energía empleada en preparar la cena y la visión inicial de esa anciana sentada delante de la chimenea. La visita de su nieta le producía un apetito de movimientos. Se atareaba en la cocina, y no quería ayuda. A Nathalie y a Markus les enternecía el ajetreo de ese ratoncito. Todo parecía tan lejos ahora: París, la empresa, los expedientes... El tiempo también volaba: el principio de la tarde en la oficina era un recuerdo en blanco y negro. Sólo el nombre de la sopa, «viernes», los mantenía un poco anclados en la realidad de los días.

La cena transcurrió tranquilamente. En silencio.

Los abuelos no suelen acompañar la felicidad embelesada de ver a los nietos con largas parrafadas. Unos a otros se preguntan cómo están, y enseguida se sumergen en el placer sencillo de estar juntos, sin más. Después de la cena, Nathalie ayudó a su abuela a lavar los platos. Se preguntó: ¿por qué he olvidado lo bien que se está aquí? Era como si, al momento, todas sus felicidades recientes se hubieran visto condenadas a la amnesia. Sabía que ahora tenía la fuerza de retener esa felicidad.

En el salón, Markus se estaba fumando un puro. Él, que apenas toleraba el humo de los cigarrillos, había querido complacer a Madeleine. «Le encanta que los hombres se fumen un puro después de las comidas. No intentes entenderlo. Tú dale gusto, y ya está», le había susurrado Nathalie en el momento en que Markus tenía que contestar al ofrecimiento de la voluta. Éste entonces había declarado una gran apetencia de puro, exagerando bastante mal su entusiasmo, pero Madeleine no se había dado cuenta de nada. De modo que ahí estaba Markus, jugando al amo y señor, en una casa normanda. Una cosa sí lo asombró: no le dolía la cabeza. Peor aún, empezaba a apreciar el sabor del puro. La virilidad se instalaba en él, sin sorprenderse apenas de estar ahí. Experimentaba ese sentimiento paradójico de agarrar violentamente la vida a efímeras bocanadas. Con ese puro era Markus
el Magnífico.

Madeleine estaba feliz de ver sonreír a su nieta. Había llorado tanto con la muerte de François: no pasaba un solo día sin que pensara en ello. Madeleine había conocido muchas desgracias en su vida, pero ésa había sido la más violenta. Sabía que había que seguir hacia delante, que la vida consistía sobre todo en seguir viviendo. Por ello, ese momento la aliviaba profundamente. Y por si fuera poco, sentía una auténtica simpatía instintiva por ese sueco.

—Tiene buen fondo.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo sabes?

—Lo noto. Instintivamente. Su fondo es maravilloso.

Nathalie volvió a besar a su abuela. Era hora de irse a la cama. Markus apagó su puro diciéndole a Madeleine:

—El sueño es el camino que lleva a la sopa del mañana.

Madeleine dormía abajo, porque subir las escaleras era ya muy cansado para ella. Los otros dormitorios estaban en la planta de arriba. Nathalie miró a Markus: «Así no podrá molestarnos.» Esa frase podía significar cualquier cosa, una alusión sexual o un simple dato práctico: mañana por la mañana podremos dormir tranquilamente. Markus no quería reflexionar. ¿Iba a dormir con ella sí o no? Quería hacerlo, claro, pero entendió que había que subir los peldaños de la escalera sin pensar en ello. Una vez arriba, de nuevo lo sorprendió lo estrecho que era todo. Después del camino que había tomado el coche, después del segundo camino para rodear la casa, era la tercera vez que se sentía falto de espacio. En ese extraño pasillo había varias puertas, que se abrían a otras tantas habitaciones. Nathalie lo recorrió de un extremo a otro y volvió sobre sus pasos, sin decir nada. Ya no había luz eléctrica en esa planta. Encendió las dos velas que estaban sobre una mesita. Su rostro se veía naranja, pero un naranja más bien amanecer que atardecer. Ella también vacilaba, vacilaba de verdad. Sabía que le correspondía a ella decidir. Miró al fuego fijamente a los ojos. Y luego abrió una puerta.

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Charles cerró la puerta. Estaba como ido, desvanecido incluso, de tan lejos como se sentía de su propio cuerpo. Después de los golpes recibidos a lo largo del día, le dolía la cara. Sabía muy bien que se había comportado como un cerdo, y que le podía caer una muy gorda si las altas instancias suecas se enteraban de que había querido trasladar a un empleado por conveniencias personales. Pero bueno, no había muchas probabilidades de que se supiera. Estaba convencido de que no se los volvería a ver. Su huida tenía el sabor de lo definitivo. Y eso era seguramente lo que más daño le hacía. No volver a ver a Nathalie nunca más. Era todo culpa suya. Había actuado de manera disparatada y se arrepentía muchísimo. Sólo quería verla un segundo, intentar hacerse perdonar, intentar dejar de ser patético a sus ojos. Quería encontrar por fin las palabras que tanto había buscado. Vivir en un mundo en el que aún tuviera una oportunidad de ser amado por Nathalie, un mundo de amnesia afectiva donde pudiera aún verla por primera vez.

Ahora avanzaba por su salón. Y, visión inamovible, se encontró con su mujer en el sofá. Esa escena vespertina era un museo con un único cuadro.

—¿Qué tal? —preguntó, con un hilo de voz.

—Bien, ¿y tú?

—¿No estabas preocupada?

—Preocupada ¿por qué?

—Pues por lo de anoche.

—Pues... no. ¿Qué pasó anoche?

Laurence apenas había vuelto la cabeza. Charles le había hablado al cuello de su mujer. Acababa de comprender que ni siquiera se había percatado de su ausencia la noche anterior. Que no había ninguna diferencia entre el vacío y él. Era abisal. Quiso golpearla: equilibrar la cuenta de las agresiones del día. Devolverle al menos una de las tortas que había recibido, pero su mano quedó un instante en suspenso. Se puso a observarla. Su mano estaba ahí, en el aire, solitaria. Comprendió de pronto que ya no soportaba esa falta de amor, que se ahogaba de vivir en un mundo tan reseco. Nadie lo abrazaba nunca, nadie le dedicaba jamás la más mínima muestra de cariño.

¿Por qué eran así las cosas? Había olvidado la existencia de la ternura. Estaba excluido de la delicadeza.

Su mano bajó despacio, y la posó sobre el cabello de su mujer. Se sintió conmovido, verdaderamente conmovido, sin saber muy bien por qué surgía así tanta emoción. Se dijo que su mujer tenía un cabello bonito. Quizá fuera por eso. Bajó un poco más la mano, para tocarle la nuca. Sobre algunos centinelas de su piel sentía el vestigio de sus besos pasados. Los recuerdos de su ardor. Quería hacer de la nuca de su mujer el punto de partida de la reconquista de su cuerpo. Rodeó el sofá para colocarse delante de ella. Se puso de rodillas y trató de besarla.

—¿Qué haces? —le preguntó ella con voz pastosa.

—Te deseo.

—¿Ahora?

—Sí, ahora.

—Me pillas desprevenida.

—¿Y qué? ¿Es que hay que pedir cita para besarte?

—No... no seas tonto.

—¿Y sabes lo que estaría bien también?

—No, ¿el qué?

—Que nos fuéramos a Venecia. Sí, lo voy a organizar. .. Nos vamos un fin de semana... los dos... Nos sentará bien...

—... Sabes que me mareo en barco.

—¿Y qué? No importa... A Venecia se va en avión.

—Lo digo por las góndolas. Es una pena no poder montar en góndola, ¿no te parece?

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Reflexión de otro pensador polaco:

Sólo las velas conocen el secreto de la agonía.

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Nathalie entró en el cuarto donde solía dormir. Avanzaba a la luz de las velas, pero conocía tan bien cada rincón de la habitación que habría podido moverse a oscuras. Guiaba a Markus, que la seguía, cogiéndola por las caderas. Era la oscuridad más luminosa de su vida. Temía que su felicidad, al ser tan intensa, le privara de sus facultades. Es frecuente que el exceso de agitación paralice. No había que pensar en ello, tan sólo dejarse llevar por cada segundo, por cada respiración como un mundo. Nathalie dejó las velas sobre la mesita de noche. Estaban ahí, uno frente a otro, en el movimiento conmovedor de las sombras.

Nathalie apoyó la cabeza en su hombro, y él le acarició el pelo. Podrían haberse quedado así, de pie, toda la noche. La suya de todas maneras era una relación muy extraña. Pero hacía mucho frío. Era también el frío de la ausencia; nadie iba ya nunca por allí. Era como un lugar que hubiera que reconquistar, en el que hubiera que añadir recuerdos a los recuerdos. Se tendieron bajo las mantas. Markus seguía acariciando sin tregua el cabello de Nathalie. Le gustaba tanto, quería conocer uno a uno cada pelo, familiarizarse con su historia y sus pensamientos. Quería viajar por su cabello. Nathalie se sentía bien con la delicadeza de ese hombre que velaba por no forzar la situación. No obstante, no le faltaba iniciativa. Ya la estaba desnudando, y su corazón latía con una fuerza desconocida.

Nathalie estaba ahora desnuda y pegaba su piel a la suya. Su emoción era tan fuerte que sus movimientos se hicieron más lentos. Una lentitud que casi parecía un repliegue. Markus se dejaba carcomer por el inmenso temor, se volvía desmañado. A Nathalie le gustaron esos momentos en que Markus se mostraba torpe, en que vacilaba. Comprendía que eso era lo que había querido por encima de todo, regresar a los hombres a través de uno que no fuera el clásico conquistador. Redescubrir juntos el manual de instrucciones de la ternura. Había algo muy tranquilizador en la idea de estar con él. Quizá fuera orgulloso o superficial por su parte, pero le parecía que ese hombre siempre se alegraría de estar con ella. Nathalie tenía la sensación de que formarían una pareja extremadamente estable, que nada podría ocurrir, que su ecuación física era un antídoto de la muerte. Nathalie pensaba todo eso a retazos, sin grandes certezas. Sabía sólo que era el momento, y que en esas situaciones, quien decide siempre es el cuerpo. Markus estaba ahora sobre ella. Y ella se aferraba a él.

Las lágrimas resbalaron por sus sienes. Él besó sus lágrimas.

Y de esos besos nacieron otras lágrimas, esta vez las de Markus.

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Principio del capítulo séptimo de
Rayuela,
de Julio Cortázar,
libro leído por Nathalie
al principio de esta novela:

«Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.»

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Ya estaba ahí el alba. Era casi como si la noche no hubiera existido. Nathalie y Markus habían alternado los momentos de vigilia y de abandono, confundiendo así las fronteras entre sueño y realidad.

—Me gustaría bajar al jardín —dijo Nathalie.

—¿Ahora?

—Sí, ya verás. Cuando era pequeña, iba siempre por la mañana. Al amanecer hay una atmósfera extraña.

Se levantaron deprisa y se vistieron despacio
[13]
. Mirándose, descubriéndose bajo la luz fría. Era sencillo. Bajaron la escalera sin hacer ruido, para no despertar a Madeleine. Una precaución inútil, pues apenas dormía cuando tenía visita. Pero no los iba a molestar. Sabía que a Nathalie le gustaba la calma de las mañanas en el jardín (allá cada cual con sus ritos). Hiciera el tiempo que hiciera, siempre que venía a su casa, en cuanto abría los ojos iba a sentarse en el banco. Estaban fuera. Nathalie se detuvo para observar cada detalle. La vida podía avanzar, la vida podía arrasarlo todo, pero allí nada se movía: era la esfera de lo inmutable.

Se sentaron. Había entre ellos un auténtico embeleso, el del placer físico. Algo que era lo maravilloso de los cuentos, de los instantes robados a la perfección. Minutos que uno se graba en la memoria en el momento mismo en que los vive. Segundos que son nuestra futura nostalgia. «Me siento bien», murmuró Nathalie, y Markus fue verdaderamente feliz. Nathalie se levantó. Él la miró caminar delante de las flores y de los árboles. Deambuló despacio de un lado a otro, como en una dulce ensoñación, dejando que su mano tocara cuanto estaba a su alcance. Allí, su relación con la naturaleza era muy íntima. Entonces se detuvo y se acercó a un árbol.

—Cuando jugaba al escondite con mis primos, había que apoyarse en este árbol para contar. Se hacía largo. Contábamos hasta 117.

—¿Por qué hasta 117?

—¡No lo sé! Habíamos decidido ese número, así, sin más.

—¿Quieres que juguemos ahora? —propuso Markus.

Nathalie le sonrió. Le encantaba que le propusiera jugar. Tomó posición contra el árbol, cerró los ojos y empezó a contar. Markus salió en busca de un buen escondite. Vana ambición: era el reino de Nathalie. Seguro que se sabía los mejores sitios. Mientras buscaba, pensó en todos los rincones donde ella ya se habría escondido. Caminaba por las edades de Nathalie. Con siete años, se habría escondido detrás de ese árbol. Con doce, seguramente se habría ocultado en ese arbusto. De adolescente, habría desdeñado los juegos de su infancia, y habría pasado delante de las zarzas, con un mohín de tristeza. Y al verano siguiente, la niña que se había sentado en el banco era ya una muchacha, soñadora y poeta, con el corazón embargado de esperanza romántica. Su vida de muchacha había dejado huellas en distintos lugares, ¿quizá incluso hubiera hecho el amor detrás de esas flores? François había corrido detrás de ella, tratando de arrancarle el camisón, sin hacer mucho ruido para no despertar a sus abuelos, quedaba el rastro de una carrera desenfrenada y silenciosa por todo el jardín. Hasta que la había alcanzado. Ella había intentado debatirse, sin muchas ganas. Había vuelto la cabeza, soñando con sus besos. Habían rodado por el suelo, y luego ella se había quedado sola. ¿Dónde estaba François? ¿Escondido en alguna parte? Ya no estaba ahí. Ya nunca estaría ahí. En ese lugar ya no había hierba. Nathalie la había arrancado toda, movida por la rabia. Se había quedado postrada ahí durante horas, y los intentos de su abuela de hacerla volver a casa habían sido en vano. Markus, al caminar sobre ese lugar exacto, pisoteaba su dolor. Atravesaba las lágrimas de su amor. Mientras siguiera buscando su escondite, caminaría también sobre todos los lugares donde Nathalie iría en el futuro. Aquí y allá, resultaba conmovedor imaginar la anciana que sería.

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