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Authors: Dante Alighieri

Tags: #clásicos

La divina comedia (29 page)

asombrados os tiene alguna duda;

mas luz el salmo Delestasti otorga,

que puede disipar vuestro intelecto.

Y tú que estás delante y me rogaste,

dime si quieres más oír; pues presta

a resolver tus dudas he venido.

«El son de la floresta —dije , el agua,

me hacen pensar en una cosa nueva,

de otra cosa distinta que he escuchado.»

Y ella: «Te explicaré cómo deriva

de su causa este hecho que te asombra,

despejando la niebla que te ofende.

El sumo bien que sólo en Él se goza,

hizo bueno y al bien al hombre en este

lugar que le otorgó de paz eterna.

Pero aquí poco estuvo por su falta;

por su falta en gemidos y en afanes

cambió la honesta risa, el dulce juego.

Y para que el turbar que abajo forman

los vapores del agua y de la tierra,

que cuanto pueden van tras del calor,

al hombre no le hiciese guerra alguna,

subió tanto hacia el cielo esta montaña,

y libre está de él, donde se cierra.

Mas como dando vueltas por entero

con la primera esfera el aire gira,

si el círculo no es roto en algún punto,

en esta altura libre, el aire vivo

tal movimiento repercute y hace,

que resuene la selva en su espesura;

tanto puede la planta golpeada,

que su virtud impregna el aura toda,

y ella luego la esparce dando vueltas;

y según la otra tierra sea digna,

por su cielo y por sí, concibe y cría

de diversa virtud diversas plantas.

Luego no te parezca maravilla,

oído esto, cuando alguna planta

crezca allí sin semilla manifiesta.

Y sabrás que este campo en que te hallas,

repleto está de todas las simientes,

y tiene frutos que allí no se encuentran.

El agua que aquí ves no es de venero

que restaure el vapor que el hielo funde,

como un río que adquiere o pierde cauce;

mas surge de fontana estable y cierta,

que tanto del querer de Dios recibe,

cuando vierte en dos partes separada.

Por este lado con el don desciende

de quitar la memoria del pecado;

por el otro de todo el bien la otorga;

Aquí Leteo; igual del otro lado

Eünoé se llama, y no hace efecto

si en un sitio y en otro no es bebida:

este supera a todos los sabores.

Y aunque bastante pueda estar saciada

tu sed para que más no te descubra,

un corolario te daré por gracia;

no creo que te sea menos caro

mi decir, si te da más que prometo.

Tal vez los que de antiguo poetizaron

sobre la Edad de oro y sus delicias,

en el Parnaso este lugar soñaban.

Fue aquí inocente la humana raíz;

aquí la primavera y fruto eterno;

este es el néctar del que todos hablan.»

Me dirigí yo entonces hacia atrás

y a mis poetas vi que sonrientes

escucharon las últimas razones;

luego a la bella dama torné el rostro.

CANTO XXIX

Cantando cual mujer enamorada,

al terminar de hablar continuó:

'Beati quorum tacta sunt peccata.'

Y cual las ninfas que marchaban solas

por las sombras selváticas, buscando

cuál evitar el sol, cuál recibirlo,

se dirigió hacia el río, caminando

por la ribera; y yo al compás de ella,

siguiendo lentamente el lento paso.

Y ciento ya no había entre nosotros,

cuando las dos orillas dieron vuelta,

y me quedé mirando hacia levante.

Tampoco fue muy largo así el camino,

cuando a mí la mujer se dirigió,

diciendo: «Hermano mío, escucha y mira.»

Y se vio un resplandor súbitamente

por todas partes de la gran floresta,

que acaso yo pensé fuera un relámpago.

Pero como éste igual que viene, pasa,

y aquel, durando, más y más lucía,

decía para mí. «¿Qué cosa es ésta;?»

Resonaba una dulce melodía

por el aire esplendente; y con gran celo

yo a Eva reprochaba de su audacia,

pues donde obedecían cielo y tierra,

tan sólo una mujer, recién creada,

no consintió vivir con velo alguno;

bajo el cual si sumisa hubiera estado,

habría yo gozado esas delicias

inefables, aún antes y más tiempo.

Mientras yo caminaba tan absorto

entre tantas primicias del eterno

placer, y deseando aún más deleite,

cual un fuego encendido, ante nosotros

el aire se volvió bajo el ramaje;

y el dulce son cual canto se entendía.

Oh sacrosantas vírgenes, si fríos

por vosotras sufrí, vigilias y hambres,

razón me urge que a favor os mueva.

El manar de Helicona necesito,

y que Urania me inspire con su coro

poner en verso cosas tan abstrusas.

Más adelante, siete árboles áureos

falseaba en la mente el largo trecho

del espacio que había entre nosotros;

pero cuando ya estaba tan cercano

que el objeto que engaña los sentidos

ya no perdía forma en la distancia,

la virtud que prepara el intelecto,

me hizo ver que eran siete candelabros,

y Hosanna era el cantar de aquellas voces.

Por encima el conjunto flameaba

más claro que la luna en la serena

medianoche en el medio de su mes.

Yo me volví de admiración colmado

al bueno de Virgilio, que repuso

con ojos llenos de estupor no menos.

Volví la vista a aquellas maravillas

que tan lentas venían a nosotros,

que una recién casada las venciera.

La mujer me gritó: «¿Por qué contemplas

con tanto ardor las vivas luminarias,

y lo que viene por detrás no miras?»

Y tras los candelabros vi unas gentes

venir despacio, de blanco vestidas;

y tanta albura aquí nunca la vimos.

Brillaba el agua a nuestro lado izquierdo,

el izquierdo costado devolviéndome,

si se miraba en ella cual espejo.

Cuando estuve en un sitio de mi orilla,

que sólo el río de ellos me apartaba,

para verles mejor detuve el paso,

y vi las llamas que iban por delante

dejando tras de sí el aire pintado,

como si fueran trazos de pinceles;

de modo que en lo alto se veían

siete franjas, de todos los colores

con que hace el arco el Sol y Delia el cinto.

Los pendones de atrás eran más grandes

que mi vista; y diez pasos separaban,

en mi opinión, a los de los extremos

Bajo tan bello cielo como cuento,

coronados de lirios, veinticuatro

ancianos avanzaban por parejas.

Cantaban: «Entre todas Benedicta

las nacidas de Adán, y eternamente

benditas sean las bellezas tuyas.»

Después de que las flores y la hierba,

que desde el otro lado contemplaba,

se vieron libres de esos elegidos,

como luz a otra luz sigue en el cielo,

cuatro animales por detrás venían,

de verde fronda todos coronados.

Seis alas cada uno poseía;

con ojos en las plumas; los de Argos

tales serían, si vivo estuviese.

A describir su forma no dedico

lector, más rimas, pues que me urge otra

tarea, y no podría aquí alargarme;

pero léete a Ezequiel, que te lo pinta

como él los vio venir desde la fría

zona, con viento, con nubes, con fuego;

y como lo verás en sus escritos,

tales eran aquí, salvo en las plumas;

Juan se aparta de aquel y está conmigo.

En el espacio entre los cuatro había,

sobre dos ruedas, un carro triunfal,

que de un grifo venía conducido.

Hacia arriba tendía las dos alas

entre la franja que había en el centro

y las tres y otras tres, mas sin tocarlas.

Subían tanto que no se veían;

de oro tenía todo lo de pájaro,

y blanco lo demás con manchas rojas.

No sólo Roma en carro tan hermoso

no honrase al Africano, ni aun a Augusto,

mas el del sol mezquino le sería;

aquel del sol que ardiera, extraviado,

por petición de la tierra devota,

cuando fue Jove arcanarnente justo.

Tres mujeres en círculo danzaban

en el lado derecho; una de rojo,

que en el fuego sería confundida;

otra cual si los huesos y la carne

hubieran sido de esmeraldas hechos;

cual purísima nieve la tercera;

y tan pronto guiaba la de blanco,

tan pronto la de rojo; y a su acento

caminaban las otras, raudas, lentas.

Otras cuatro a la izquierda solazaban,

de púrpura vestidas, con el ritmo

de una de ellas que tenía tres ojos.

Detrás de todo el nudo que he descrito

vi dos viejos de trajes desiguales,

mas igual su ademán grave y honesto.

Uno se parecía a los discípulos

de Hipócrates, a quien natura hiciera

para sus animales más queridos;

contrario afán el otro demostraba

con una espada aguda y reluciente,

tal que me amedrentó desde mi orilla.

Luego vi cuatro de apariencia humilde;

y de todos detrás un viejo solo,

que venía durmiendo, iluminado.

Y estaban estos siete como el grupo

primero ataviados, mas con lirios

no adornaban en torno sus cabezas,

sino con rosas y bermejas flores;

se juraría, aun vistas no muy lejos,

que ardían por encima de los ojos.

Y cuando el carro tuve ya delante,

un trueno se escuchó, y las dignas gentes

parecieron tener su andar vedado,

y se pararon junto a las enseñas.

CANTO XXX

Y cuando el septentrión del primer cielo,

que no sabe de ocaso ni de orto;

ni otra niebla que el velo de la culpa,

y que a todos hacía sabedores

de su deber, como hace aquí el de abajo

al que gira el timón llegando a puerto,

inmóvil se quedó: la gente santa

que entre el grito y aquel primero

vino, como a su paz se dirigió hacia el carro;

y uno de ellos, del cielo mensajero,

'Veni sponsa de Libano', cantando

gritó tres veces, y después los otros.

Cual los salvados al último bando

prestamente alzarán de su caverna,

aleluyando en voces revestidas,

sobre el divino carro de tal forma

cien se alzaron, ad vocem tanti senis,

ministros y enviados del Eterno.

'¡Benedictus qui venis!' entonaban,

tirando flores por todos los lados

'¡Manibus, oh, date ilia plenis'

Yo he visto cuando comenzaba el día

rosada toda la región de oriente,

bellamente sereno el demás cielo;

y aún la cara del sol nacer en sombras,

tal que, en la tibiedad de los vapores,

el ojo le miraba un largo rato:

lo mismo dentro de un turbión de flores

que de manos angélicas salía,

cayendo dentro y fuera: coronada,

sobre un velo blanquísimo, de olivo,

contemplé una mujer de manto verde

vestida del color de ardiente llama.

Y el espíritu mío, que ya tanto

tiempo había pasado que sin verla

no estaba de estupor, temblando, herido,

antes de conocerla con los ojos,

por oculta virtud de ella emanada,

sentió del viejo amor el poderío.

Nada más que en mi vista golpeó

la alta virtud que ya me traspasara

antes de haber dejado de ser niño,

me volví hacia la izquierda como corre

confiado el chiquillo hacia su madre

cuando está triste o cuando tiene miedo,

por decir a Virgilio: «Ni un adarme

de sangre me ha quedado que no tiemble:

conozco el signo de la antigua llama.»

Mas Virgilio privado nos había

de sí, Virgilio, dulcísimo padre,

Virgilio, a quien me dieran por salvarme;

todo lo que perdió la madre antigua,

no sirvió a mis mejillas que, ya limpias,

no se volvieran negras por el llanto.

«Dante, porque Virgilio se haya ido

tú no llores, no llores todavía;

pues deberás llorar por otra espada.»

Cual almirante que en popa y en proa

pasa revista a sus subordinados

en otras naves y al deber les llama;

por encima del carro, hacia la izquierda,

al volverme escuchando el nombre mío,

que por necesidad aquí se escribe,

vi a la mujer que antes contemplara

oculta bajo el angélico halago,

volver la vista a mí de allá del río.

Aunque el velo cayendo por el rostro,

ceñido por la fronda de Minerva,

no me dejase verla claramente,

con regio gesto todavía altivo

continuó lo mismo que quien habla

y al final lo más cálido reserva:

«¡Mírame bien!, soy yo, sí, soy Beatriz,

¿cómo pudiste llegar a la cima?

¿no sabías que el hombre aquí es dichoso?»

Los ojos incliné a la clara fuente;

mas me volvía a la yerba al reflejarme,

pues me abatió la cara tal vergüenza.

Tan severa cree el niño que es su madre,

así me pareció; puesto que amargo

siente el sabor de la piedad acerba.

Ella calló; y los ángeles cantaron

de súbito: 'in te, Domine, speravi';

pero del 'pedes meos' no siguieron.

Como la nieve entre los vivos troncos

en el dorso de Italia se congela,

azotada por vientos boreales,

luego, licuada, en sí misma rezuma,

cuando la tierra sin sombra respira,

y es como el fuego que funde una vela;

mis suspiros y lágrimas cesaron

antes de aquel cantar de los que cantan

tras de las notas del girar eterno;

mas luego que entendí que el dulce canto

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