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Authors: Dante Alighieri

Tags: #clásicos

La divina comedia (13 page)

Mientras que forma fui de carne y huesos

que mi madre me dio, fueron mis obras

no leoninas sino de vulpeja;

las acechanzas, las ocultas sendas

todas las supe, y tal llevé su arte,

que iba su fama hasta el confín del mundo.

Cuando vi que llegaba a aquella parte

de mi vida, en la que cualquiera debe

arriar las velas y lanzar amarras,

lo que antes me plació, me pesó entonces,

y arrepentido me volví y confeso,

¡ah miserable!, y me hubiera salvado.

El príncipe de nuevos fariseos,

haciendo guerra cerca de Letrán,

y no con sarracenos ni judíos,

que su enemigo todo era cristiano,

y en la toma de Acre nadie estuvo

ni comerciando en tierras del Sultán;

ni el sumo oficio ni las sacras órdenes

en sí guardó, ni en mí el cordón aquel

que suele hacer delgado a quien lo ciñe.

Pero, como a Silvestre Constantino,

allí en Sirati a curarle de lepra,

así como doctor me llamó éste

para curarle la soberbia fiebre:

pidióme mi consejo, y yo callaba,

pues sus palabras ebrias parecían.

Luego volvió a decir: «Tu alma no tema;

de antemano te absuelvo; enséñame

la forma de abatir a Penestrino.

El cielo puedo abrir y cerrar puedo,

porque son dos las llaves, como sabes,

que mi predecesor no tuvo aprecio.»

Los graves argumentos me punzaron

y, pues callar peor me parecia,

le dije: "Padre, ya que tú me lavas

de aquel pecado en el que caigo ahora,

larga promesa de cumplir escaso

hará que triunfes en el alto solio."

Luego cuando morí, vino Francisco,

mas uno de los negros querubines

le dijo: "No lo lleves: no me enfades.

Ha de venirse con mis condenados,

puesto que dio un consejo fraudulento,

y le agarro del pelo desde entonces;

que a quien no se arrepiente no se absuelve,

ni se puede querer y arrepentirse,

pues la contradicción no lo consiente."

¡Oh miserable, cómo me aterraba

al agarrarme diciéndome: "¿Acaso

no pensabas que lógico yo fuese?"

A Minos me condujo, y ocho veces

al duro lomo se ciñó la cola,

y después de morderse enfurecido,

dijo: "Este es reo de rabiosa llama",

por lo cual donde ves estoy perdido

y, así vestido, andando me lamento.»

Cuando hubo terminado su relato,

se retiró la llama dolorida,

torciendo y debatiendo el cuerno agudo.

A otro lado pasamos, yo y mi guía,

por cima del escollo al otro arco

que cubre el foso, donde se castiga

a los que, discordiando, adquieren pena.

CANTO XXVIII

Aun si en prosa lo hiciese, ¿quién podría

de tanta sangre y plagas como vi

hablar, aunque contase mochas veces?

En verdad toda lengua fuera escasa

porque nuestro lenguaje y nuestra mente

no tienen juicio para abarcar tanto.

Aunque reuniesen a todo aquel gentío

que allí sobre la tierra infortunada

de Apulia, foe de su sangre doliente

por los troyanos y la larga guerra

que tan grande despojo hizo de anillos,

cual Livio escribe, y nunca se equivoca;

y quien sufrió los daños de los golpes

por oponerse a Roberto Guiscardo;

y la otra cuyos huesos aún se encuentran

en Caperano, donde fue traidor

todo el pullés; y la de Tegliacozzo,

que venció desarmado el viejo Alardo,

y cuál cortado y cuál roto su miembro

mostrase, vanamente imitaría

de la novena bolsa el modo inmundo.

Una cuba, que duela o fondo pierde,

como a uno yo vi, no se vacía,

de la barbilla abierto al bajo vientre;

por las piernas las tripas le colgaban,

vela la asadura, el triste saco

que hace mierda de todo lo que engulle.

Mientras que en verlo todo me ocupaba,

me miró y con la mano se abrió el pecho

diciendo: «¡Mira cómo me desgarro!

imira qué tan maltrecho está Mahoma!

Delante de mí Alí llorando marcha,

rota la cara del cuello al copete.

Todos los otros que tú ves aquí,

sembradores de escándalo y de cisma

vivos fueron, y así son desgarrados.

Hay detrás un demonio que nos abre,

tan crudamente, al tajo de la espada,

cada cual de esta fila sometiendo,

cuando la vuelta damos al camino;

porque nuestras heridas se nos cierran

antes que otros delante de él se pongan.

Mas ¿quién eres, que husmeas en la roca,

tal vez por retrasar ir a la pena,

con que son castigadas tus acciones?»

«Ni le alcanza aún la muerte, ni el castigo

—respondió mi maestro— le atormenta;

mas, por darle conocimiento pleno,

yo, que estoy muerto, debo conducirlo

por el infierno abajo vuelta a vuelta:

y esto es tan cierto como que te hablo.»

Mas de cien hubo que, cuando lo oyeron,

en el foso a mirarme se pararon

llenos de asombro, olvidando el martirio.

« Pues bien, di a Fray Dolcín que se abastezca,

tú que tal vez verás el sol en breve,

si es que no quiere aquí seguirme pronto,

tanto, que, rodeado por la nieve,

no deje la victoria al de Novara,

que no sería fácil de otro modo.»

Después de alzar un pie para girarse,

estas palabras díjome Mahoma;

luego al marcharse lo fijó en la tierra.

Otro, con la garganta perforada,

cortada la nariz hasta las cejas,

que una oreja tenía solamente,

con los otros quedó, maravillado,

y antes que los demás, abrió el gaznate,

que era por fuera rojo por completo;

y dijo: «Oh tú a quien culpa no condena

y a quien yo he visto en la tierra latina,

si mucha semejanza no me engaña,

acuérdate de Pier de Medicina,

si es que vuelves a ver el dulce llano,

que de Vercelli a Marcabó desciende.

Y haz saber a los dos grandes de Fano,

a maese Guido y a maese Angiolello,

que, si no es vana aquí la profecía,

arrojados serán de su bajel,

y agarrotados cerca de Cattolica,

por traición de tirano fementido.

Entre la isla de Chipre y de Mallorca

no vio nunca Neptuno tal engaño,

no de piratas, no de gente argólica.

Aquel traidor que ve con sólo uno,

y manda en el país que uno a mi lado

quisiera estar ayuno de haber visto,

ha de hacerles venir a una entrevista;

luego hará tal, que al viento de Focara

no necesitarán preces ni votos.»

Y yo le dije: «Muéstrame y declara,

si quieres que yo lleve tus noticias,

quién es el de visita tan amarga.»

Puso entonces la mano en la mejilla

de un compañero, y abrióle la boca,

gritando: «Es éste, pero ya no habla;

éste, exiliado, sembraba la duda,

diciendo a César que el que está ya listo

siempre con daño el esperar soporta.»

¡Oh cuán acobardado parecía,

con la lengua cortada en la garganta,

Curión que en el hablar fue tan osado!

Y uno, con una y otra mano mochas,

que alzaba al aire oscuro los muñones,

tal que la sangre le ensuciaba el rostro,

gritó: «Te acordarás también del Mosca,

que dijo: "Lo empezado fin requiere",

que fue mala simiente a los toscanos.»

Y yo le dije: «Y muerte de tu raza.»

Y él, dolor a dolor acumulado,

se fue como persona triste y loca.

Mas yo quedé para mirar el grupo,

y vi una cosa que me diera miedo,

sin más pruebas, contarla solamente,

si no me asegurase la conciencia,

esa amiga que al hombre fortifica

en la confianza de sentirse pura.

Yo vi de cierto, y parece que aún vea,

un busto sin cabeza andar lo mismo

que iban los otros del rebaño triste;

la testa trunca agarraba del pelo,

cual un farol llevándola en la mano;

y nos miraba, y «¡Ay de mí!» decía.

De sí se hacía a sí mismo lucerna,

y había dos en uno y uno en dos:

cómo es posible sabe Quien tal manda.

Cuando llegado hubo al pie del puente,

alzó el brazo con toda la cabeza,

para decir de cerca sus palabras,

que fueron: «Mira mi pena tan cruda

tú que, inspirando vas viendo a los muertos;

mira si alguna hay grande como es ésta.

Y para que de mí noticia lleves

sabrás que soy Bertrand de Born, aquel

que diera al joven rey malos consejos.

Yo hice al padre y al hijo enemistarse:

Aquitael no hizo más de Absalón

y de David con perversas punzadas:

Y como gente unida así he partido,

partido llevo mi cerebro, ¡ay triste!,

de su principio que está en este tronco.

Y en mí se cumple la contrapartida.»

CANTO XXIX

La mucha gente y las diversas plagas,

tanto habian mis ojos embriagado,

que quedarse llorando deseaban;

mas Virgilio me dijo: «¿En qué te fijas?

¿Por qué tu vista se detiene ahora

tras de las tristes sombras mutiladas?

Tú no lo hiciste así en las otras bolsas;

piensa, si enumerarlas crees posible,

que millas veintidós el valle abarca.

Y bajo nuestros pies ya está la luna:

Del tiempo concedido queda poco,

y aún nos falta por ver lo que no has visto.»

«Si tú hubieras sabido —le repuse—

la razón por la cual miraba, acaso

me hubieses permitido detenerme.»

Ya se marchaba, y yo detrás de él,

mi guía, respondiendo a su pregunta

y añadiéndole: «Dentro de la cueva,

donde los ojos tan atento puse,

creo que un alma de mi sangre llora

la culpa que tan caro allí se paga.»

Dijo el maestro entonces: «No entretengas

de aquí adelante en ello el pensamiento:

piensa otra cosa, y él allá se quede;

que yo le he visto al pie del puentecillo

señalarte, con dedo amenazante,

y llamarlo escuché Geri del Bello.

Tan distraído tú estabas entonces

con el que tuvo Altaforte a su mando,

que se fue porque tú no le atendías.»

«Oh guía mío, la violenta muerte

que aún no le ha vengado —yo repuse—

ninguno que comparta su vergüenza,

hácele desdeñoso; y sin hablarme

se ha marchado, del modo que imagino;

con él por esto he sido más piadoso.»

Conversamos así hasta el primer sitio

que desde el risco el otro valle muestra,

si hubiese allí más luz, todo hasta el fondo.

Cuando estuvimos ya en el postrer claustro

de Malasbolsas, y que sus profesos

a nuestra vista aparecer podían,

lamentos saeteáronme diversos,

que herrados de piedad dardos tenían;

y me tapé por ello los oídos.

Como el dolor, si con los hospitales

de Valdiquiana entre junio y septiembre,

los males de Maremma y de Cerdeña,

en una fosa juntos estuvieran,

tal era aquí; y tal hedor desprendía,

como suele venir de miembros muertos.

Descendimos por la última ribera

del largo escollo, a la siniestra mano;

y entonces pude ver más claramente

allí hacia el fondo, donde la ministra

del alto Sir, infafble justicia,

castiga al falseador que aquí condena.

Yo no creo que ver mayor tristeza

en Egina pudiera el pueblo enfermo,

cuando se llenó el aire de ponzoña,

pues, hasta el gusanillo, perecieron

los animales; y la antigua gente,

según que los poeta aseguran,

se engendró de la estirpe de la hormiga;

como era viendo por el valle oscuro

languidecer las almas a montones.

Cuál sobre el vientre y cuál sobre la espalda,

yacía uno del otro, y como a gatas,

por el triste sendero caminaban.

Muy lentamente, sin hablar, marchábamos,

mirando y escuchando a los enfermos,

que levantar sus cuerpos no podían.

Vi sentados a dos que se apoyaban,

como al cocer se apoyan teja y teja,

de la cabeza al pie llenos de pústulas.

Y nunca vi moviendo la almohaza

a muchacho esperado por su amo,

ni a aquel que con desgana está aún en vela,

como éstos se mordían con las uñas

a ellos mismos a causa de la saña

del gran picor, que no tiene remedio;

y arrancaban la sarna con las uñas,

como escamas de meros el cuchillo,

o de otro pez que las tenga más grandes.

«Oh tú que con los dedos te desuellas

—se dirigió mi guía a uno de aquéllos—

y que a veces tenazas de ellos haces,

dime si algún latino hay entre éstos

que están aquí, así te duren las uñas

eternamente para esta tarea.»

«Latinos somos quienes tan gastados

aquí nos ves —llorando uno repuso—;

¿y quién tú, que preguntas por nosotros?»

Y el guía dijo: «Soy uno que baja

con este vivo aquí, de grada en grada,

y enseñarle el infierno yo pretendo.»

Entonces se rompió el común apoyo;

y temblando los dos a mí vinieron

con otros que lo oyeron de pasada.

El buen maestro a mí se volvió entonces,

diciendo: «Diles todo lo que quieras»;

y yo empecé, pues que él así quería:

«Así vuestra memoria no se borre

de las humanas mentes en el mundo,

mas que perviva bajo muchos soles,

decidme quiénes sois y de qué gente:

vuestra asquerosa y fastidiosa pena

el confesarlo espanto no os produzca.»

«Yo fui de Arezzo, y Albero el de Siena

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