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Authors: Dante Alighieri

Tags: #clásicos

La divina comedia (11 page)

y ve cerca de sí la llama ardiente,

que coge al hijo y huye y no se para,

teniendo, más que de ella, de él cuidado,

aunque tan sólo vista una camisa.

Y desde lo alto de la dura margen,

de espaldas resbaló por la pendiente,

que cierra la otra bolsa por un lado.

No corre por la aceña agua tan rauda,

para mover la rueda del molino,

cuando más a los palos se aproxima,

cual mi maestro por aquel barranco,

sosteniéndome encima de su pecho,

como a su hijo, y no cual compañero.

Y llegaron sus pies al lecho apenas

del fondo, cuando aquéllos a la cima

sobre nosotros; pero no temíamos,

pues la alta providencia que los quiere

hacer ministros de la quinta fosa,

poder salir de allí no les permite.

Allí encontramos a gente pintada

que alrededor marchaba a lentos pasos,

llorando fatigados y abatidos.

Tenían capas con capuchas bajas

hasta los ojos, hechas del tamaño

que se hacen en Cluní para los monjes:

por fuera son de oro y deslumbrantes,

mas por dentro de plomo, y tan pesadas

que Federico de paja las puso.

¡Oh eternamente fatigoso manto!

Nosotros aún seguimos por la izquierda

a su lado, escuchando el triste lloro;

mas cansados aquéllos por el peso,

venían tan despacio, que con nuevos

compañeros a cada paso estábamos.

Por lo que dije al guía: «Ve si encuentras

a quien de nombre o de hechos se conozca,

y los ojos, andando, mueve entorno.»

Uno entonces que oyó mi hablar toscano,

de detrás nos gritó: « Parad los pasos,

los que corréis por entre el aire oscuro.

Tal vez tendrás de mí lo que buscabas.»

Y el guía se volvió y me dijo: «Espera,

y luego anda conforme con sus pasos.»

Me detuve, y vi a dos que una gran ansia

mostraban, en el rostro, de ir conmigo,

mas la carga pesaba y el sendero.

Cuando estuvieron cerca, torvamente,

me remiraron sin decir palabra;

luego a sí se volvieron y decían:

«Ése parece vivo en la garganta;

y, si están muertos ¿por qué privilegio

van descubiertos de la gran estola?»

Dijéronme: «Oh Toscano, que al colegio

de los tristes hipócritas viniste,

dinos quién eres sin tener reparo.»

«He nacido y crecido —les repuse—

en la gran villa sobre el Arno bello,

y con el cuerpo estoy que siempre tuve.

¿Quién sois vosotros, que tanto os destila

el dolor, que así veo por el rostro,

y cuál es vuestra pena que reluce?»

«Estas doradas capas —uno dijo—

son de plomo, tan gruesas, que los pesos

hacen así chirriar a sus balanzas.

Frailes gozosos fuimos, boloñeses;

yo Catalano y éste Loderingo

llamados, y elegidos en tu tierra,

como suele nombrarse a un imparcial

por conservar la paz; y fuimos tales

que en torno del Gardingo aún puede verse.»

Yo comencé: «Oh hermanos, vuestros males »

No dije más, porque vi por el suelo

a uno crucificado con tres palos.

Al verme, por entero se agitaba,

soplándose en la barba con suspiros;

y el fraile Catalán que lo advirtió,

me dijo: «El condenado que tú miras,

dijo a los fariseos que era justo

ajusticiar a un hombre por el pueblo.

Desnudo está y clavado en el camino

como ves, y que sienta es necesario

el peso del que pasa por encima;

y en tal modo se encuentra aquí su suegro

en este foso, y los de aquel concilio

que a los judíos fue mala semilla.»

Vi que Virgilio entonces se asombraba

por quien se hallaba allí crucificado,

en el eterno exilio tan vilmente.

Después dirigió al fraile estas palabras:

«No os desagrade, si podéis, decirnos

si existe alguna trocha a la derecha,

por la cual ambos dos salir podamos,

sin obligar a los ángeles negros,

a que nos saquen de este triste foso.»

Repuso entonces: «Antes que lo esperes,

hay un peñasco, que de la gran roca

sale, y que cruza los terribles valles,

salvo aquí que está roto y no lo salva.

Subir podréis arriba por la ruina

que yace al lado y el fondo recubre.»

El guía inclinó un poco la cabeza:

dijo después: « Contaba mal el caso

quien a los pecadores allí ensarta.»

Y el fraile: « Ya en Bolonia oí contar

muchos vicios del diablo, y entre otros

que es mentiroso y padre del embuste.»

Rápidamente el guía se marchó,

con el rostro turbado por la ira;

y yo me separé de los cargados,

detrás siguiendo las queridas plantas.

CANTO XXIV

En ese tiempo en el que el año es joven

y el sol sus crines bajo Acuario templa,

y las noches se igualan con los días,

cuando la escarcha en tierra se asemeja

a aquella imagen de su blanca hermana,

mas poco dura el temple de su pluma;

el campesino falto de forraje,

se levanta y contempla la campiña

toda blanca, y el muslo se golpea,

vuelve a casa, y aquí y allá se duele,

tal mezquino que no sabe qué hacerse;

sale de nuevo, y cobra la esperanza,

viendo que al monte ya le cambió el rostro

en pocas horas, toma su cayado,

y a pacer fuera saca las ovejas.

De igual manera me asustó el maestro

cuando vi que su frente se turbaba,

mas pronto al mal siguió la medicina;

pues, al llegar al derruido puente,

el guía se volvió a mí con el rostro

dulce que vi al principio al pie del monte;

abrió los brazos, tras de haber tomado

una resolución, mirando antes

la ruina bien, y se acercó a empinarme.

Y como el que trabaja y que calcula,

que parece que todo lo prevea,

igual, encaramándome a la cima

de un peñasco, otra roca examinaba,

diciendo: «Agárrate luego de aquélla;

pero antes ve si puede sostenerte.»

No era un camino para alguien con capa,

pues apenas, él leve, yo sujeto,

podíamos subir de piedra en piedra.

Y si no fuese que en aquel recinto

más corto era el camino que en los otros,

no sé de él, pero yo vencido fuera.

Mas como hacia la boca Malasbolsas

del pozo más profundo toda pende,

la situación de cada valle hace

que se eleve un costado y otro baje;

y así llegamos a la punta extrema,

donde la última piedra se destaca.

Tan ordeñado del pulmón estaba

mi aliento en la subida, que sin fuerzas

busqué un asiento en cuanto que llegamos.

«Ahora es preciso que te despereces

—dijo el maestro—, pues que andando en plumas

no se consigue fama, ni entre colchas;

el que la vida sin ella malgasta

tal vestigio en la tierra de sí deja,

cual humo en aire o en agua la espuma.

Así que arriba: vence la pereza

con ánimo que vence cualquier lucha,

si con el cuerpo grave no lo impide.

Hay que subir una escala aún más larga;

haber huido de éstos no es bastante:

si me entiendes, procura que te sirva.»

Alcé entonces, mostrándome provisto

de un ánimo mayor del que tenía,

« Vamos —dije—. Estoy fuerte y animoso.»

Por el derrumbe empezamos a andar,

que era escarpado y rocoso y estrecho,

y mucho más pendiente que el de antes.

Hablando andaba para hacerme el fuerte;

cuando una voz salió del otro foso,

que incomprensibles voces profería.

No le entendí, por más que sobre el lomo

ya estuviese del arco que cruzaba:

mas el que hablaba parecía airado.

Miraba al fondo, mas mis ojos vivos,

por lo oscuro, hasta el fondo no llegaban,

por lo que yo: «Maestro alcanza el otro

recinto, y descendamos por el muro;

pues, como escucho a alguno que no entiendo,

miro así al fondo y nada reconozco.

«Otra respuesta —dijo— no he de darte

más que hacerlo; pues que demanda justa

se ha de cumplir con obras, y callando.»

Desde lo alto del puente descendimos

donde se cruza con la octava orilla,

luego me fue la bolsa manifiesta;

y yo vi dentro terrible maleza

de serpientes, de especies tan distintas,

que la sangre aún me hiela el recordarlo.

Más no se ufane Libia con su arena;

que si quelidras, yáculos y faras

produce, y cancros con anfisibenas,

ni tantas pestilencias, ni tan malas,

mostró jamás con la Etiopía entera,

ni con aquel que está sobre el mar Rojo.

Entre el montón tristísimo corrían

gentes desnudas y aterrorizadas,

sin refugio esperar o heliotropía:

esposados con sierpes a la espalda;

les hincaban la cola y la cabeza

en los riñones, encima montadas.

De pronto a uno que se hallaba cerca,

se lanzó una serpiente y le mordió

donde el cuello se anuda con los hombros.

Ni la O tan pronto, ni la I, se escribe,

cual se encendió y ardió, y todo en cenizas

se convirtió cayendo todo entero;

y luego estando así deshecho en tierra

amontonóse el polvo por si solo,

y en aquel mismo se tornó de súbito.

Así los grandes sabios aseguran

que muere el Fénix y después renace,

cuando a los cinco siglos ya se acerca:

no pace en vida cebada ni hierba,

sólo de incienso lágrimas y amomo,

y nardo y mirra son su último nido.

Y como aquel que cae sin saber cómo,

porque fuerza diabólica lo tira,

o de otra opilación que liga el ánimo,

que levantado mira alrededor,

muy conturbado por la gran angustia

que le ha ocurrido, y suspira al mirar:

igual el pecador al levantarse.

¡Oh divina potencia, cuán severa,

que tales golpes das en tu venganza!

El guía preguntó luego quién era:

y él respondió: «Lloví de la Toscana,

no ha mucho tiempo, en este fiero abismo.

Vida de bestia me plació, no de hombre,

como al mulo que fui: soy Vanni Fucci

bestia, y Pistoya me fue buena cuadra.»

Y yo a mi guía: «Dile que no huya,

y pregunta qué culpa aquí le arroja;

que hombre le vi de maldad y de sangre.»

Y el pecador, que oyó, no se escondía,

mas volvió contra mí el ánimo y rostro,

y de triste vergüenza enrojeció;

y dijo: «Más me duele que me halles

en la miseria en la que me estás viendo,

que cuando fui arrancado en la otra vida.

Yo no puedo ocultar lo que preguntas:

aquí estoy porque fui en la sacristía

ladrón de los hermosos ornamentos,

y acusaron a otro hombre falsamente;

mas porque no disfrutes al mirarme,

si del lugar oscuro tal vez sales,

abre el oído y este anuncio escucha:

Pistoya de los negros enflaquece:

luego en Florencia cambian gente y modos.

De Val de Magra Marte manda un rayo

rodeado de turbios nubarrones;

y en agria tempestad impetuosa,

sobre el campo Piceno habrá un combate;

y de repente rasgará la niebla,

de modo que herirá a todos los blancos.

¡Esto te digo para hacerte daño!»

CANTO XXV

El ladrón al final de sus palabras,

alzó las manos con un par de higas,

gritando: «Toma, Dios, te las dedico.»

Desde entonces me agradan las serpientes,

pues una le envolvió entonces el cuello,

cual si dijese: «No quiero que sigas»;

y otra a los brazos, y le sujetó

ciñéndose a sí misma por delante.

que no pudo con ella ni moverse.

¡Ah Pistoya, Pistoya, por qué niegas

incinerarte, así que más no dures,

pues superas en mal a tus mayores!

En todas las regiones del infierno

no vi a Dios tan soberbio algún espíritu,

ni el que cayó de la muralla en Tebas.

Aquel huyó sin decir más palabra;

y vi venir a un centauro rabioso,

llamando: «¿Dónde, dónde está el soberbio?»

No creo que Maremma tantas tenga,

cuantas bichas tenía por la grupa,

hasta donde comienzan nuestras formas.

Encima de los hombros, tras la nuca,

con las alas abiertas, un dragón

tenía; y éste quema cuanto toca.

Mi maestro me dijo: « Aquel es Caco,

que, bajo el muro del monte Aventino,

hizo un lago de sangre muchas veces.

No va con sus hermanos por la senda,

por el hurto que fraudulento hizo

del rebaño que fue de su vecino;

hasta acabar sus obras tan inicuas

bajo la herculea maza, que tal vez

ciento le dio, mas no sintió el deceno.»

Mientras que así me hablaba, se marchó,

y a nuestros pies llegaron tres espíritus,

sin que ni yo ni el guía lo advirtiésemos,

hasta que nos gritaron: «¿Quiénes sois?»:

por lo cual dimos fin a nuestra charla,

y entonces nos volvimos hacia ellos.

Yo no les conocí, pero ocurrió,

como suele ocurrir en ocasiones,

que tuvo el uno que llamar al otro,

diciendo: «Cianfa, ¿dónde te has metido?»

Y yo, para que el guía se fijase,

del mentón puse el dedo a la nariz.

Si ahora fueras, lector, lento en creerte

lo que diré, no será nada raro,

pues yo lo vi, y apenas me lo creo.

A ellos tenía alzada la mirada,

y una serpiente con seis pies a uno,

se le tira, y entera se le enrosca.

Los pies de en medio cogiéronle el vientre,

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