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Authors: Dante Alighieri

Tags: #clásicos

La divina comedia (14 page)

—repuso uno— púsome en el fuego,

pero no me condena aquella muerte.

Verdad es que le dije bromeando:

"Yo sabré alzarme en vuelo por el aire"

y aquél, que era curioso a insensato,

quiso que le enseñase el arte; y sólo

porque no le hice Dédalo, me hizo

arder así como lo hizo su hijo.

Mas en la última bolsa de las diez,

por la alquimia que yo en el mundo usaba,

me echó Minos, que nunca se equivoca.»

Y yo dije al maestro: «tHa habido nunca

gente tan vana como la sienesa?

cierto, ni la francesa llega a tanto.»

Como el otro leproso me escuchara,

repuso a mis palabras: «Quita a Stricca,

que supo hacer tan moderados gastos;

y a Niccolò, que el uso dispendioso

del clavo descubrió antes que ninguno,

en el huerto en que tal simiento crece;

y quita la pandilla en que ha gastado

Caccia d'Ascian la viña y el gran bosque,

y el Abbagliato ha perdido su juicio.

Mas por que sepas quién es quien te sigue

contra el sienés, en mí la vista fija,

que mi semblante habrá de responderte:

verás que soy la sombra de Capoccio,

que falseé metales con la alquimia;

y debes recordar, si bien te miro,

que por naturaleza fui una mona.»

CANTO XXX

Cuando Juno por causa de Semele

odio tenia a la estirpe tebana,

como lo demostró en tantos momentos,

Atamante volvióse tan demente,

que, viendo a su mujer con los dos hijos

que en cada mano a uno conducía,

gritó: «¡Tendamos redes, y atrapemos

a la leona al pasar y a los leoncitos!»;

y luego con sus garras despiadadas.

agarró al que Learco se llamaba,

le volteó y le dio contra una piedra;

y ella se ahogó cargada con el otro.

Y cuando la fortuna echó por tierra

la soberbia de Troya tan altiva,

tal que el rey junto al reino fue abatido,

Hécuba triste, mísera y cautiva,

luego de ver a Polixena muerta,

y a Polidoro allí, junto a la orilla

del mar, pudo advertir con tanta pena,

desgarrada ladró tal como un perro;

tanto el dolor su mente trastornaba.

Mas ni de Tebas furias ni troyanas

se vieron nunca en nadie tan crueles,

ni a las bestias hiriendo, ni a los hombres,

cuanto en dos almas pálidas, desnudas,

que mordiendo corrían, vi, del modo

que el cerdo cuando deja la pocilga.

Una cogió a Capocchio, y en el nudo

del cuello le mordió, y al empujarle,

le hizo arañar el suelo con el vientre.

Y el aretino, que quedó temblando,

me dijo: « El loco aquel es Gianni Schichi,

que rabioso a los otros así ataca.»

«Oh —le dije— así el otro no te hinque

los dientes en la espalda, no te importe

el decirme quién es antes que escape.»

Y él me repuso: «El alma antigua es ésa

de la perversa Mirra, que del padre

lejos del recto amor, se hizo querida.

El pecar con aquél consiguió ésta

falsificándose en forma de otra,

igual que osó aquel otro que se marcha,

por ganarse a la reina de las yeguas,

falsificar en sí a Buoso Donati,

testando y dando norma al testamente.»

Y cuando ya se fueron los rabiosos,

sobre los cuales puse yo la vista,

la volví por mirar a otros malditos.

Vi a uno que un laúd parecería

si le hubieran cortado por las ingles

del sitio donde el hombre se bifurca.

La grave hidropesía, que deforma

los miembros con humores retenidos,

no casado la cara con el vientre,

le obliga a que los labios tenga abiertos,

tal como a causa de la sed el hético,

que uno al mentón, y el otro lleva arriba.

«Ah vosotros que andáis sin pena alguna,

y yo no sé por qué, en el mundo bajo

—él nos dijo—, mirad y estad atentos

a la miseria de maese Adamo:

mientras viví yo tuve cuanto quise,

y una gota de agua, ¡ay triste!, ansío.

Los arroyuelos que en las verdes lomas

de Casentino bajan hasta el Arno,

y hacen sus cauces fríos y apacibles,

siempre tengo delante, y no es en vano;

porque su imagen aún más me reseca

que el mal con que mi rostro se descarna.

La rígida justicia que me hiere

se sirve del lugar en que pequé

para que ponga en fuga más suspiros.

Está Romena allí, donde hice falsa

la aleación sigilada del Bautista,

por lo que el cuerpo quemado dejé.

Pero si viese aquí el ánima triste

de Guido o de Alejandro o de su hermano,

Fuente Branda, por verlos, no cambiase.

Una ya dentro está, si las rabiosas

sombras que van en torno no se engañan,

¿mas de qué sirve a mis miembros ligados?

Si acaso fuese al menos tan ligero

que anduviese en un siglo una pulgada,

en el camino ya me habría puesto,

buscándole entre aquella gente infame,

aunque once millas abarque esta fosa,

y no menos de media de través.

Por aquellos me encuentro en tal familia:

pues me indujeron a acuñar florines

con tres quilates de oro solamente.»

Y yo dije: «¿Quién son los dos mezquinos

que humean, cual las manos en invierno,

apretados yaciendo a tu derecha?»

«Aquí los encontré, y no se han movido

—me repuso— al llover yo en este abismo

ni eternamente creo que se muevan.

Una es la falsa que acusó a José;

otro el falso Sinón, griego de Troya:

por una fiebre aguda tanto hieden.»

Y uno de aquéllos, lleno de fastidio

tal vez de ser nombrados con desprecio,

le dio en la dura panza con el puño.

Ésta sonó cual si fuese un tambor;

y maese Adamo le pegó en la cara

con su brazo que no era menos duro,

diciéndole: «Aunque no pueda moverme,

porque pesados son mis miembros, suelto

para tal menester tengo mi brazo.»

Y aquél le respondió: « Al encaminarte

al fuego, tan veloz no lo tuviste:

pero sí, y más, cuando falsificabas.»

Y el hidrópico dijo: «Eso es bien cierto;

mas tan veraz testimonio no diste

al requerirte la verdad en Troya.»

«Si yo hablé en falso, el cuño falseaste

—dijo Sinón— y aquí estoy por un yerro,

y tú por más que algún otro demonio.»

«Acuérdate, perjuro, del caballo

—repuso aquel de la barriga hinchada—;

y que el mundo lo sepa y lo castigue.»

«Y te castigue a ti la sed que agrieta

—dijo el griego— la lengua, el agua inmunda

que al vientre le hace valla ante tus ojos.»

Y el monedero dilo: «Así se abra

la boca por tu mal, como acostumbra;

que si sed tengo y me hincha el humor,

te duele la cabeza y tienes fiebre;

y a lamer el espejo de Narciso,

te invitarían muy pocas palabras.»

Yo me estaba muy quieto para oírles

cuando el maestro dijo: «¡Vamos, mira!

no comprendo qué te hace tanta gracia.»

Al oír que me hablaba con enojo,

hacia él me volví con tal vergüenza,

que todavía gira en mi memoria.

Como ocurre a quien sueña su desgracia,

que soñando aún desea que sea un sueño,

tal como es, como si no lo fuese,

así yo estaba, sin poder hablar,

deseando escusarme, y escusábame

sin embargo, y no pensaba hacerlo.

«Falta mayor menor vergüenza lava

—dijo el maestro—, que ha sido la tuya;

así es que ya descarga tu tristeza.

Y piensa que estaré siempre a tu lado,

si es que otra vez te lleva la fortuna

donde haya gente en pleitos semejantes:

pues el querer oír eso es vil deseo.»

CANTO XXXI

La misma lengua me mordió primero,

haciéndome teñir las dos mejillas,

y después me aplicó la medicina:

así escuché que solía la lanza

de Aquiles y su padre ser causante

primero de dolor, después de alivio,

Dimos la espalda a aquel mísero valle

por la ribera que en torno le ciñe,

y sin ninguna charla lo cruzamos.

No era allí ni de día ni de noche,

y poco penetraba con la vista;

pero escuché sonar un alto cuerno,

tanto que habría a los truenos callado,

y que hacia él su camino siguiendo,

me dirigió la vista sólo a un punto.

Tras la derrota dolorosa, cuando

Carlomagno perdió la santa gesta,

Orlando no tocó con tanta furia.

A poco de volver allí mi rostro,

muchas torres muy altas creí ver;

y yo: «Maestro, di, ¿qué muro es éste?»

Y él a mí: «Como cruzas las tinieblas

demasiado a lo lejos, te sucede

que en el imaginar estás errado.

Bien lo verás, si llegas a su vera,

cuánto el seso de lejos se confunde;

así que marcha un poco más aprisa.»

Y con cariño cogióme la mano,

y dijo: «Antes que hayamos avanzado,

para que menos raro te parezca,

sabe que no son torres, mas gigantes,

y en el pozo al que cerca esta ribera

están metidos, del ombligo abajo.»

Como al irse la niebla disipando,

la vista reconoce poco a poco

lo que esconde el vapor que arrastra el aire,

así horadando el aura espesa y negra,

más y más acercándonos al borde,

se iba el error y el miedo me crecía;

pues como sobre la redonda cerca

Monterregión de torres se corona,

así aquel margen que el pozo circunda

con la mitad del cuerpo torreaban

los horribles gigantes, que amenaza

aún desde el cielo Júpiter tronando.

Y yo miraba ya de alguno el rostro,

la espalda, el pecho y gran parte del vientre,

y los brazos cayendo a los costados.

Cuando dejó de hacer Naturaleza

aquellos animales, muy bien hizo,

porque tales ayudas quitó a Marte;

Y si ella de elefantes y ballenas

no se arrepiente, quien atento mira,

más justa y más discreta ha de tenerla;

pues donde el argumento de la mente

al mal querer se junta y a la fuerza,

el hombre no podría defenderse.

Su cara parecía larga y gruesa

como la Piña de San Pedro, en Roma,

y en esta proporción los otros huesos;

y así la orilla, que les ocultaba

del medio abajo, les mostraba tanto

de arriba, que alcanzar su cabellera

tres frisones en vano pretendiesen;

pues treinta grandes palmos les veía

de abajo al sitio en que se anuda el manto.

«Raphel may amech zabi almi»,

a gritar empezó la fiera boca,

a quien más dulces salmos no convienen.

Y mi guía hacia él: « ¡Alma insensata,

coge tu cuerno, y desfoga con él

cuanta ira o pasión así te agita!

Mirate al cuello, y hallarás la soga

que amarrado lo tiene, alma turbada,

mira cómo tu enorme pecho aprieta.»

Después me dijo: «A sí mismo se acusa.

Este es Nembrot, por cuya mala idea

sólo un lenguaje no existe en el mundo.

Dejémosle, y no hablemos vanamente,

porque así es para él cualquier lenguaje,

cual para otros el suyo: nadie entiende.»

Seguimos el viaje caminando

a la izquierda, y a un tiro de ballesta,

otro encontramos más feroz y grande.

Para ceñirlo quién fuera el maestro,

decir no sé, pero tenía atados

delante el otro, atrás el brazo diestro,

una cadena que le rodeaba

del cuello a abajo, y por lo descubierto

le daba vueltas hasta cinco veces.

«Este soberbio quiso demostrar

contra el supremo Jove su potencia

—dijo mi guía— y esto ha merecido.

Se llama Efialte; y su intentona hizo

al dar miedo a los dioses los gigantes:

los brazos que movió, ya más no mueve.»

Y le dije: «Quisiera, si es posible,

que del desmesurado Briareo

puedan tener mis ojos experiencia.»

Y él me repuso: «A Anteo ya verás

cerca de aquí, que habla y está libre,

que nos pondrá en el fondo del infierno.

Aquel que quieres ver, está muy lejos,

y está amarrado y puesto de igual modo,

salvo que aún más feroz el rostro tiene.»

No hubo nunca tan fuerte terremoto,

que moviese una torre con tal fuerza,

como Efialte fue pronto en revolverse.

Más que nunca temí la muerte entonces,

y el miedo solamente bastaría

aunque no hubiese visto las cadenas.

Seguimos caminando hacia adelante

y llegamos a Anteo: cinco alas

salían de la fosa, sin cabeza.

«Oh tú que en el afortunado valle

que heredero a Escipión de gloria hizo,

al escapar Aníbal con los suyos,

mil leones cazaste por botín,

y que si hubieses ido a la alta lucha

de tus hermanos, hay quien ha pensado

que vencieran los hijos de la Tierra;

bájanos, sin por ello despreciarnos,

donde al Cocito encierra la friura.

A Ticio y a Tifeo no nos mandes;

éste te puede dar lo que deseas;

inclínate, y no tuerzas el semblante.

Aún puede darte fama allá en el mundo,

pues que está vivo y larga vida espera,

si la Gracia a destiempo no le llama.»

Así dijo el maestro; y él deprisa

tendió la mano, y agarró a mi guía,

con la que a Hércules diera el fuerte abrazo.

Virgilio, cuando se sintió cogido,

me dijo: «Ven aquí, que yo te coja»;

luego hizo tal que un haz éramos ambos.

Cual parece al mirar la Garisenda

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