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Authors: Dante Alighieri

Tags: #clásicos

La divina comedia (16 page)

una máquina tal creí ver entonces;

luego, por aquel viento, busqué abrigo

tras de mi guía, pues no hallé otra gruta.

Ya estaba, y con terror lo pongo en verso,

donde todas las sombras se cubrían,

traspareciendo como paja en vidrio:

Unas yacen; y están erguidas otras,

con la cabeza aquella o con las plantas;

otra, tal arco, el rostro a los pies vuelve.

Cuando avanzamos ya lo suficiente,

que a mi maestro le plació mostrarme

la criatura que tuvo hermosa cara,

se me puso delante y me detuvo,

«Mira a Dite —diciendo—, y mira el sitio

donde tendrás que armarte de valor.»

De cómo me quedé helado y atónito,

no lo inquieras, lector, que no lo escribo,

porque cualquier hablar poco sería.

Yo no morí, mas vivo no quedé:

piensa por ti, si algún ingenio tienes,

cual me puse, privado de ambas cosas.

El monarca del doloroso reino,

del hielo aquel sacaba el pecho afuera;

y más con un gigante me comparo,

que los gigantes con sus brazos hacen:

mira pues cuánto debe ser el todo

que a semejante parte corresponde.

Si igual de bello fue como ahora es feo,

y contra su hacedor alzó los ojos,

con razón de él nos viene cualquier luto.

¡Qué asombro tan enorme me produjo

cuando vi su cabeza con tres caras!

Una delante, que era toda roja:

las otras eran dos, a aquella unidas

por encima del uno y otro hombro,

y uníanse en el sitio de la cresta;

entre amarilla y blanca la derecha

parecia; y la izquierda era tal los que

vienen de allí donde el Nilo discurre.

Bajo las tres salía un gran par de alas,

tal como convenía a tanto pájaro:

velas de barco no vi nunca iguales.

No eran plumosas, sino de murciélago

su aspecto; y de tal forma aleteaban,

que tres vientos de aquello se movían:

por éstos congelábase el Cocito;

con seis ojos lloraba, y por tres barbas

corría el llanto y baba sanguinosa.

En cada boca hería con los dientes

a un pecador, como una agramadera,

tal que a los tres atormentaba a un tiempo.

Al de delante, el morder no era nada

comparado a la espalda, que a zarpazos

toda la piel habíale arrancado.

«Aquella alma que allí más pena sufre

—dijo el maestro— es Judas Iscariote,

con la cabeza dentro y piernas fuera.

De los que la cabeza afuera tienen,

quien de las negras fauces cuelga es Bruto:

—¡mirale retorcerse! ¡y nada dice!—

Casio es el otro, de aspecto membrudo.

Mas retorna la noche, y ya es la hora

de partir, porque todo ya hemos visto.»

Como él lo quiso, al cuello le abracé;

y escogió el tiempo y el lugar preciso,

y, al estar ya las alas bien abiertas,

se sujetó de los peludos flancos:

y descendió después de pelo en pelo,

entre pelambre hirsuta y costra helada.

Cuando nos encontramos donde el muslo

se ensancha y hace gruesas las caderas,

el guía, con fatiga y con angustia,

la cabeza volvió hacia los zancajos,

y al pelo se agarró como quien sube,

tal que al infierno yo creí volver.

«Cógete bien, ya que por esta escala

—dijo el maestro exhausto y jadeante

es preciso escapar de tantos males.»

Luego salió por el hueco de un risco,

y junto a éste me dejó sentado;

y puso junto a mí su pie prudente.

Yo alcé los ojos, y pensé mirar

a Lucifer igual que lo dejamos,

y le vi con las piernas para arriba;

y si desconcertado me vi entonces,

el vulgo es quien lo piensa, pues no entiende

cuál es el trago que pasado había.

«Ponte de pie —me dijo mi maestro—:

la ruta es larga y el camino es malo,

y el sol ya cae al medio de la tercia.»

No era el lugar donde nos encontrábamos

pasillo de palacio, mas caverna

que poca luz y mal suelo tenía.

«Antes que del abismo yo me aparte,

maestro —dije cuando estuve en pie—,

por sacarme de error háblame un poco:

¿Dónde está el hielo?, ¿y cómo éste se encuentra

tan boca abajo, y en tan poco tiempo,

de noche a día el sol ha caminado?»

Y él me repuso: « Piensas todavía

que estás allí en el centro, en que agarré

el pelo del gusano que perfora

el mundo: allí estuviste en la bajada;

cuando yo me volví, cruzaste el punto

en que converge el peso de ambas partes:

y has alcanzado ya el otro hemisferio

que es contrario de aquel que la gran seca

recubre, en cuya cima consumido

fue el hombre que nació y vivió sin culpa;

tienes los pies sobre la breve esfera

que a la Judea forma la otra cara.

Aquí es mañana, cuando allí es de noche:

y aquél, que fue escalera con su pelo,

aún se encuentra plantado igual que antes.

Del cielo se arrojó por esta parte;

y la tierra que aquí antes se extendía,

por miedo a él, del mar hizo su velo,

y al hemisferio nuestro vino; y puede

que por huir dejara este vacío

eso que allí se ve, y arriba se alza.»

Un lugar hay de Belcebú alejado

tanto cuanto la cárcava se alarga,

que el sonido denota, y no la vista,

de un arroyuelo que hasta allí desciende

por el hueco de un risco, al que perfora

su curso retorcido y sin pendiente.

Mi guía y yo por esa oculta senda

fuimos para volver al claro mundo;

y sin preocupación de descansar,

subimos, él primero y yo después,

hasta que nos dejó mirar el cielo

un agujero, por el cual salimos

a contemplar de nuevo las estrellas.

Purgatorio

CANTO I

Por surcar mejor agua alza las velas

ahora la navecilla de mi ingenio,

que un mar tan cruel detrás de sí abandona;

y cantaré de aquel segundo reino

donde el humano espíritu se purga

y de subir al cielo se hace digno.

Mas renazca la muerta poesía,

oh, santas musas, pues que vuestro soy; .

y Calíope un poco se levante,

mi canto acompañando con las voces

que a las urracas míseras tal golpe

dieron, que del perdón desesperaron.

Dulce color de un oriental zafiro,

que se expandía en el sereno aspecto

del aire, puro hasta la prima esfera,

reapareció a mi vista deleitoso,

en cuanto que salí del aire muerto,

que vista y pecho contristado había.

El astro bello que al amor invita

hacía sonreir todo el oriente,

y los Peces velados lo escoltaban.

Me volví a la derecha atentamente,

y vi en el otro polo cuatro estrellas

que sólo vieron las primeras gentes.

Parecía que el cielo se gozara

con sus luces: ¡Oh viudo septentrión,

ya que de su visión estás privado!

Cuando por fin dejé de contemplarlos

dirigiéndome un poco al otro polo,

por donde el Carro desapareciera,

vi junto a mí a un anciano solitario,

digno al verle de tanta reverencia,

que más no debe a un padre su criatura.

Larga la barba y blancos mechones

llevaba, semejante a sus cabellos,

que al pecho en dos mechones le caían.

Los rayos de las cuatro luces santas

llenaban tanto su rostro de luz,

que le veía como al Sol de frente.

¿Quién sois vosotros que del ciego río

habéis huido la prisión eterna?

—dijo moviendo sus honradas plumas.

¿Quién os condujo, o quién os alumbraba,

al salir de esa noche tan profunda,

que ennegrece los valles del infierno?

¿Se han quebrado las leyes del abismo?

¿o el designio del cielo se ha mudado

y venís, condenados, a mis grutas?»

Entonces mi maestro me empujó,

y con palabras, señales y manos

piernas y rostro me hizo reverentes.

Después le respondió: «Por mí no vengo.

Bajó del cielo una mujer rogando

que, acompañando a éste, le ayudara.

Mas como tu deseo es que te explique

más ampliamente nuestra condición,

no puede ser el mío el ocultarlo.

Éste no ha visto aún la última noche;

mas estuvo tan cerca en su locura,

que le quedaba ya muy poco tiempo.

Y a él, como te he dicho, fui enviado

para salvarle; y no había otra ruta

más que esta por la cual le estoy llevando.

Le he mostrado la gente condenada;

y ahora pretendo las almas mostrarle

que están purgando bajo tu mandato.

Es largo de contar cómo lo traje;

bajó del Alto virtud que me ayuda

a conducirlo a que te escuche y vea.

Dignate agradecer que haya venido:

busca la libertad, que es tan preciada,

cual sabe quien a cambio da la vida.

Lo sabes, pues por ella no fue amarga

en Utica tu muerte; allí dejaste

la veste que radiante será un día.

No hemos quebrado las eternas leyes,

pues éste vive y Minos no me ata;

soy de la zona de los castos ojos

de tu Marcia, que sigue suplicando

que la tengas por tuya, oh santo pecho:

en nombre de su amor, senos benigno.

Deja que andemos por tus siete reinos;

le mostraré nuestro agradecimiento,

si quieres que te nombre allí debajo.»

«Tan placentera Marcia fue a mis ojos

mientras que estuve allí —dijo él entonces—

que cuanto me pidió le concedía.

Ahora que vive tras el río amargo,

no puede ya moverme, por la ley

que cuando me sacaron fue dispuesta.

Mas si te manda una mujer del cielo,

como has dicho, lisonjas no precisas:

basta en su nombre pedir lo que quieras.

Puedes marchar, mas haz que éste se ciña

con un delgado junco y lave el rostro,

y que se limpie toda la inmundicia;

porque no es conveniente que cubierto

de niebla alguna, vaya hasta el primero

de los ministros ya del Paraíso.

En todo el derredor de aquella islita,

allí donde las olas la combaten,

crecen los juncos sobre el blanco limo:

ninguna planta que tuviera fronda

o que dura se hiciera, viviría,

pues no soportaría sus embates.

Luego no regreséis por este sitio;

el sol os mostrará, que surge ahora,

del monte la subida más sencilla.»

Él desapareció; y me levanté

sin hablar, acercándome a mi guía,

dirigiéndole entonces la mirada.

Él comenzó: «Sigue mis pasos, hijo:

volvamos hacia atrás, que esta llanura

va declinando hasta su último margen.»

Vencía el alba ya a la madrugada

que escapaba delante, y a lo lejos

divisé el tremolar de la marina.

Por la llanura sola caminábamos

como quien vuelve a la perdida senda,

y hasta encontrarla piensa que anda en vano.

Cuando llegamos ya donde el rocío

resiste al sol, por estar en un sitio

donde, a la sombra, poco se evapora,

ambas manos abiertas en la hierba

suavemente puso mi maestro:

y yo, que de su intento me di cuenta,

volví hacia él mi rostro enlagrimado;

y aquí me descubrió completamente

aquel color que me escondió el infierno.

Llegamos luego a la desierta playa,

que nadie ha visto navegar sus aguas,

que conserve experiencias del regreso.

Me ciñó como el otro había dicho:

¡oh maravilla! pues cuando él cortó

la humilde planta, volvió a nacer otra

de donde la arrancó, súbitamente.

CANTO II

Ya había el sol llegado al horizonte

que cubre con su cerco meridiano

Jerusalén en su más alto punto;

y la noche, que a él opuesta gira,

del Ganges se salía con aquellas

balanzas, que le caen cuando ha triunfado;

tal que la blanca y sonrosada cara,

donde yo estaba, de la bella Aurora

mientras crecía se tornaba de oro.

A la orilla del mar nos encontrábamos,

como aquel que pensara su camino,

que va en corazón y en cuerpo se queda.

Y entonces, cual del alba sorprendido,

por el denso vapor Marte enrojece

sobre el lecho del mar por el poniente,

tal se me apareció, y así aún la viera,

una luz que en el mar tan rauda iba,

que al suyo ningún vuelo se parece.

Y separando de ella unos instantes

los ojos, a mi guía preguntando,

la vi de nuevo más luciente y grande.

Apareció después a cada lado

un no sabía qué blanco, y debajo

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