Freda, con la cara muy pálida, yacía sobre el lado izquierdo en un charco de su propia sangre. Tenía los ojos cerrados, pero los abrió y los fijó en R.J. Hank le había bajado los tejanos hasta media pierna. Estaba arrodillado, apretando una toalla empapada sobre la parte inferior del muslo, y tenía las manos y las mangas manchadas.
—Dios mío, mire lo que le he hecho. -Estaba abrumado de aflicción, pero conservaba el dominio de sí mismo-. He llamado a la ambulancia del pueblo -añadió.
—Bien. Coja una toalla limpia, póngala encima de la empapada y siga haciendo fuerza. -Se puso de rodillas y palpó la unión del muslo con el cuerpo, junto al vello púbico que se traslucía a través de las bragas de algodón de Freda.
Cuando notó las pulsaciones de la arteria femoral, colocó el canto de la mano en ese punto y apretó.
Freda era una mujer corpulenta, y los años de trabajo en la granja la habían vuelto musculosa. R.J. tuvo que apretar con fuerza para tratar de comprimir la arteria, y Freda abrió la boca para gritar, pero sólo le salió un gemido ronco.
—Lo siento... -Mientras los dedos de la mano izquierda de R.J. mantenían la presión, la mano derecha exploró con delicadeza la parte inferior del muslo. Cuando encontró el orificio de salida, Freda se estremeció.
R.J. estaba tomándole el pulso en la garganta cuando les llegó el primer plañido animal de la sirena.
Poco después se detuvieron dos vehículos ante la casa y se oyó el ruido de las portezuelas al cerrarse. Entraron tres personas, un fornido policía de edad madura y un hombre y una mujer vestidos con sendas chaquetas de poliéster rojo.
La mujer llevaba una bombona de oxígeno portátil.
—Soy médico -les explicó-.
Está herida de bala, tiene un fémur roto y la arteria lesionada, quizá seccionada. Hay una herida de entrada y otra de salida.
El pulso está a 119 y es filiforme.
El técnico de urgencias médicas asintió con la cabeza.
—En estado de “shock”, claro.
Ha perdido cantidad de sangre, ¿eh? -comentó, contemplando las manchas del suelo-. ¿Puede seguir sujetando el punto de presión, doctora?
—Sí.
—Bien, pues hágalo. –Se arrodilló al otro lado de Freda y, sin pérdida de tiempo, empezó a hacerle un rápido examen físico.
Era ancho de espaldas, grueso y joven, poco más que un muchacho, pero con manos habilidosas-. ¿Sólo ha habido un tiro, Hank? -preguntó.
—Sí -replicó Hank Krantz con enojo por las implicaciones de la pregunta.
—Sí, ya veo, una herida de entrada y otra de salida -dijo el técnico de urgencias cuando terminó el examen.
La mujer, rubia y chiquita, ya le había tomado la presión a Freda.
—Presión 81-3.8 -dijo, y el otro técnico hizo un gesto de asentimiento. La mujer montó la bombona de oxígeno portátil y fijó una mascarilla de oxígeno sobre la boca y la nariz de Freda.
Luego le cortó los tejanos y las bragas para quitárselos, le cubrió la entrepierna con una toalla y le quitó la zapatilla deportiva y el calcetín del pie correspondiente a la herida. A continuación cogió el pie descalzo con ambas manos y empezó a tirar de un modo regular y concentrado.
El joven colocó un enganche de tobillo en torno al pie de la paciente.
—Esto va a resultar delicado, doctora -le advirtió-. Hemos de colocar la férula hasta el fondo, más allá de donde tiene usted la mano, así que deberá interrumpir la presión durante unos segundos.
Cuando lo hizo, la sangre de Freda volvió a saltar a borbotones.
Trabajando a toda prisa, los técnicos procedieron a inmovilizar la pierna con un entablillado de tracción Hare, un armazón de metal que se adaptaba cómodamente a la pelvis por un extremo y, por el otro, se extendía hasta más allá del pie. R.J. volvió a aplicar presión sobre la arteria femoral en cuanto le fue posible, y la hemorragia se redujo. Los técnicos sujetaron el entablillado a la pierna por medio de correas, y en el otro extremo lo fijaron al enganche de tobillo. Una vez asegurado, un pequeño torno les permitió tensarlo, de modo que no hizo falta seguir aplicando tracción manual.
Freda emitió un suspiro, y el técnico asintió con la cabeza.
—Supongo que debe de notarse una mejora, ¿verdad?
Ella asintió a su vez, pero se le escapó un grito cuando la izaron, y al depositarla en la camilla estaba llorando. Salieron todos formando un pequeño séquito, Hank y el policía en la parte delantera de la camilla, el técnico joven tras la cabeza de Freda, la técnica rubia sosteniendo la bombona de oxígeno portátil, y R.J. tratando de mantener todo su peso sobre el punto de presión mientras caminaba.
Metieron la camilla en la ambulancia y la encajaron en su lugar.
La rubia desconectó la mascarilla de Freda de la bombona portátil y la conectó a la reserva de oxígeno de la ambulancia; acto seguido le elevaron las piernas y la cubrieron con mantas calientes para protegerla de la conmoción.
—Nos falta un miembro del equipo. ¿Quiere venir con nosotros?-le preguntó el técnico a R.J.
—Naturalmente -respondió ella, y él inclinó brevemente la cabeza.
La técnica rubia se instaló ante el volante, con Hank a su lado en el asiento delantero.
Mientras se alejaban de la granja, la conductora utilizó la radio para comunicar al operador que ya habían recogido a la paciente y se dirigían al hospital. El automóvil de la policía abría la marcha, con la luz del techo dando vueltas y la sirena en funcionamiento. Los intermitentes de la ambulancia habían permanecido encendidos mientras estaba aparcada, y en aquel momento la mujer rubia conectó una sirena de dos tonos, alternativos.
A R.J. le costaba mantener el punto de presión estando de pie en la ambulancia, que traqueteaba debido a las irregularidades del camino y se bamboleaba de un modo alarmante en las curvas.
—Está sangrando otra vez -anunció.
—Lo sé. -El técnico de urgencias ya había empezado a extender lo que parecía la mitad inferior de un traje espacial, una prenda voluminosa de la que brotaban cables y tubos. Comprobó rápidamente la presión sanguínea de la víctima, el pulso y la frecuencia respiratoria, y a continuación descolgó el auricular del radioteléfono instalado en la pared del vehículo y llamó al hospital para solicitar autorización para utilizar los pantalones MAST. Tras una breve conversación le fue concedido el permiso, y R.J. le ayudó a colocar los pantalones en su lugar por encima del entablillado. Se oyó un siseo cuando el aire comprimido empezó a llenar la prenda sobre la pierna lesionada, hasta que se hinchó por completo y quedó rígida.
—Me encanta este invento. ¿Lo ha utilizado alguna vez, doctora?
—No he practicado mucha medicina de urgencia.
—Bien, pues esto lo resuelve todo a la vez -le explicó el joven-.
Detiene la hemorragia, refuerza el entablillado Hare para estabilizar la pierna y envía la sangre hacia el corazón y el cerebro. Pero antes de utilizarlo hemos de pedir permiso al control médico, porque si hubiera una hemorragia interna contribuiría a intensificarla y enviaría toda la sangre a la cavidad abdominal.
-Comprobó que Freda estuviera bien, e inmediatamente sonrió y extendió la mano-. Steve Ripley.
—Yo soy Roberta Cole.
—Nuestra endiablada conductora se llama Toby Smith.
—¡Hola, doctora! -No apartó la mirada de la carretera, pero R.J.
vio una alegre sonrisa en el espejo retrovisor.
—Hola, Toby -contestó.
En la entrada de ambulancias había enfermeras esperando, que inmediatamente se llevaron a Freda. Los dos técnicos de urgencias quitaron las sábanas ensangrentadas de la camilla y las cambiaron por otras limpias del almacén de suministros del hospital; luego desinfectaron la camilla y volvieron a prepararla antes de meterla otra vez en la ambulancia. A continuación se sentaron en la sala de espera junto con R.J., Hank y el policía.
Éste dijo que se llamaba Maurice A. McCourtney, y que era el jefe de policía de Woodfield.
—Me llaman Mack -le explicó a R.J. con gravedad.
Los cuatro se hallaban visiblemente abatidos; habían realizado su trabajo y ahora acusaban la reacción.
Hank Krantz les expresaba a todos su remordimiento. Eran los coyotes, les contó, que llevaban casi una semana merodeando por su granja, de manera que había decidido limpiar su arma de cazar ciervos para matar un par de ellos y ahuyentar así la manada.
—Es un Winchester, ¿no? -preguntó Mack McCourtney.
—Sí, un antiguo Winchester 94 de palanca, calibre 30-30.
Debe de hacer dieciocho años que lo utilizo, y nunca había tenido ningún accidente con él. Lo dejé encima de la mesa con un poco de brusquedad y se disparó solo.
—¿No estaba puesto el seguro?
-quiso saber Steve Ripley.
—Bueno, es que nunca dejo una bala en la recámara. Siempre lo vacío cuando termino de usarlo, pero la última vez debí de olvidarme. La verdad es que de un tiempo a esta parte me olvido de todo.
-Fulminó al técnico con la mirada-. Y vaya descaro tienes, Ripley, preguntando si había recibido más de un tiro. ¿Crees que he disparado contra mi mujer?
—Escucha, ella se encontraba allí en el suelo, sangrando a chorros. Necesitaba saber rápidamente si tenía más de una herida que atender.
La mirada de Hank se ablandó.
—Lo siento, no debería reprochártelo. Le has salvado la vida, espero.
Ripley meneó la cabeza.
—Quien de veras le ha salvado la vida es la doctora. Si no hubiera encontrado el punto de presión cuando lo hizo, en estos momentos lo lamentaríamos todos muchísimo.
Krantz se volvió hacia R.J.
—No lo olvidaré nunca. -Sacudió la cabeza-. ¡Mire lo que le he hecho a mi Freda!
Toby Smith se inclinó hacia él, le dio unas palmadas en la mano y luego dejó la suya encima.
—Escucha, Hank, todos la cagamos. Todos cometemos los errores más idiotas. A Freda no le va a ayudar lo más mínimo que te eches la culpa de lo ocurrido.
El jefe de policía frunció el entrecejo.
—Pero tú ya no tienes vacas lecheras. Sólo tienes unas cuantas reses para carne, ¿verdad? No sabía que los coyotes se metieran con unos animales tan grandes.
—No, con los novillos no se atreven, pero la semana pasada le compré cuatro becerros a Bernstein, ese tratante de ganado que hay en Pittsfield.
Mack McCourtney asintió.
—Entonces eso lo explica todo.
Son capaces de destrozar un becerro, pero no un novillo.
—Sí, por lo general no suelen acercarse a los novillos -coincidió Hank.
McCourtney se retiró, pues el coche de policía debía patrullar por Woodfield.
—Vosotros también tendréis que marcharos -le dijo Hank a Ripley.
—Bueno, los pueblos vecinos pueden cubrir la tarea un rato.
Esperaremos. Tendrás que hablar con el médico.
Transcurrió otra hora y media antes de que el cirujano saliera del quirófano. Le explicó a Hank que había reparado la arteria y que había insertado una espiga metálica para unir los fragmentos del fémur roto.
—Freda se recuperará perfectamente. Tendrá que quedarse en el hospital unos cinco días; entre cinco días y una semana.
—¿Puedo verla?
—Está en recuperación. Se pasará toda la noche con sedantes.
Será mejor que se vaya usted a casa y procure dormir un poco.
Podrá verla por la mañana. ¿Quiere que le mande un informe a su médico de cabecera?
Hank hizo una mueca.
—Bueno, en estos momentos no tenemos ninguno. Nuestro médico acaba de retirarse.
—¿Era el doctor Hugh Marchant, el de la calle Mayor?
—Sí, el doctor Marchant.
—Cuando tenga un nuevo médico, dígame quién es y le mandaré el informe.
—¿Cómo es que se desplaza hasta Greenfield para visitar a un médico? -le preguntó R.J. a Hank durante el viaje de regreso.
—Bueno, porque no hay ninguno más cerca. Hace veinte años que no tenemos médico en Woodfield, desde que se murió el viejo doctor.
—¿Cómo se llamaba?
—Thorndike.
—Sí. Cuando empecé a venir aquí lo oí mencionar varias veces.
—Craig Thorndike. Todo el mundo lo quería. Pero cuando murió, ningún otro médico quiso instalarse en Woodfield.
Era casi medianoche cuando la ambulancia dejó a Hank y a R.J.
en el camino de acceso de los Krantz.
—¿Está usted bien? -le preguntó R.J.
—Sí. No podré dormir, eso es seguro. Supongo que limpiaré toda esa sangre de la cocina.
—Le echaré una mano.
—No, de ninguna manera -rehusó él con firmeza, y de pronto R.J.
se alegró de que lo hiciera, porque estaba muy cansada.
Hank vaciló.
—Le estoy muy agradecido. Sólo Dios sabe qué hubiera ocurrido si no llega a estar usted aquí.
—Me alegro de haber estado aquí. Y ahora, intente descansar.
Las estrellas eran grandes y blancas. En la noche flotaba el recuerdo del invierno, un helor de primavera, pero mientras regresaba a casa en su automóvil, R.J. entró en calor.
La llamada
A la mañana siguiente despertó temprano y permaneció en la cama, repasando los acontecimientos de la noche anterior. Se figuró que la manada de coyotes que Hank quería ahuyentar se había marchado ya por iniciativa propia para cazar en algún otro lugar, porque a través de la ventana del dormitorio veía tres ciervos de cola blanca que pacían en el prado, agitando la cola mientras desmochaban el trébol. Llegó un coche por la carretera y las colas se irguieron, mostrando sus banderas blancas de alarma. Cuando el coche se alejó, las colas descendieron y se agitaron de nuevo, y los ciervos siguieron paciendo.
Al cabo de diez minutos pasó una motocicleta rugiendo, y los ciervos se lanzaron hacia el bosque con largos y temerosos saltos, a un mismo tiempo poderosos y delicados.
Cuando se levantó de la cama y llamó al hospital, le dijeron que el estado de Freda se mantenía estable.
Era domingo. Después de desayunar, R.J. fue lentamente en su coche hasta la tienda de Sotheby, donde compró “The New York Times” y “The Boston Globe”. Al salir del establecimiento se cruzó con Toby Smith e intercambiaron saludos.
—Se la ve a usted descansada, después de haber trabajado anoche hasta tan tarde -comentó Toby.
—Estoy acostumbrada a trabajar hasta muy tarde. ¿Tiene un par de minutos para charlar, Toby?
—Claro que sí.
Se acercaron al banco que había en el porche de la tienda y tomaron asiento.