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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

La doctora Cole

 

La doctora Cole es una mujer de nuestro tiempo. Tiene cuarenta años, ha sufrido un divorcio reciente y ejerce su profesión, la medicina, con dedicación absoluta. Fiel a la tradición familiar, que ha hecho de la medicina un sacerdocio, la doctora R.J. Cole decide dejar Boston para volver al campo y trabajar como médico rural. Ahí, en las colinas de Massachussets, podrá recobrar ese don de adivinación tan peculiar que ya distinguió a sus antepasados y volverá a descubrir aquellos placeres que la gran ciudad le había arrebatado.

Noah Gordon

La doctora Cole

ePUB v1.1

Zalmi90
13.09.11

LIBRO I

LA REGRESIÓN

1

Una cita

R.J. despertó.

Por más tiempo que viviera, de vez en cuando abriría los ojos en mitad de la noche y escrutaría la oscuridad con la tensa certidumbre de que todavía era una médica residente agobiada de trabajo en el hospital bostoniano de Lemuel Grace, echando una cabezada en cualquier habitación vacía en medio de un turno de treinta y seis horas.

Bostezó mientras el presente le inundaba la conciencia y recordó con gran alivio que hacía varios años que había terminado su período como médica residente. Pero cerró la mente a la realidad porque las manecillas luminosas del reloj le indicaban que aún tenía dos horas, y durante aquella época lejana había aprendido a aprovechar hasta el último instante de sueño.

Dos horas después volvió a despertar con una luz grisácea y sin la menor sensación de pánico, y estiró el brazo para desconectar la alarma del despertador. Invariablemente abría los ojos antes de que sonara, pero de todos modos siempre lo conectaba la noche anterior, por si acaso. El chorro de la ducha, golpeándole el cráneo casi dolorosamente, le resultaba tan reconfortante como una hora más de sueño. El jabón se deslizó por un cuerpo más voluminoso de lo que hubiera deseado, y eso le hizo pensar que ojalá tuviera tiempo para ir a correr un poco, pero no lo tenía.

Mientras se pasaba el secador por la corta cabellera negra, todavía abundante y en buen estado, se examinó el rostro. La tez era blanca y transparente, la nariz estrecha y algo larga, la boca amplia y carnosa. ¿Sensual? Amplia, carnosa y no besada en mucho tiempo. Tenía ojeras.

—Bueno, ¿y tú qué quieres, R.J.? -le preguntó con aspereza a la mujer del espejo.

«A Tom Kendrick ya no», se dijo. De eso estaba segura.

Antes de acostarse había elegido la ropa que iba a ponerse, y ésta esperaba ahora al lado del armario: blusa y pantalones sastre, y zapatos elegantes pero cómodos.

Al salir al pasillo vio que la puerta del dormitorio de Tom estaba abierta y que el traje que había llevado el día anterior aún seguía en el suelo, donde él lo había tirado por la noche. Tom se había levantado antes que ella y hacía mucho que había salido de casa pues necesitaba estar en el quirófano a las siete menos cuarto.

En la planta inferior, se sirvió un vaso de zumo de naranja y se obligó a beberlo poco a poco. Luego se puso el abrigo, recogió el maletín y cruzó la cocina, que nunca utilizaban, para salir al garaje. El pequeño BMW rojo era un capricho de ella, tal como la grandiosa casa de época lo era de Tom.

Le gustaba el ronroneo del motor, la precisión con que respondía el volante.

Durante la noche había caído una ligera nevada, pero las brigadas que mantenían despejadas las calles de Cambridge ya habían entrado en acción y no tuvo problemas cuando hubo cruzado la plaza Harvard y el bulevar JFK. Conectó la radio y escuchó a Mozart mientras se desplazaba con la marea de tráfico que descendía por Memorial Drive, y luego tomó el puente de la Universidad de Boston para cruzar el río Charles hacia la orilla de Boston.

Pese a que era muy temprano, el aparcamiento para el personal del hospital estaba casi lleno. Deslizó el BMW en un espacio libre contiguo a la pared, para reducir el riesgo de que quien estacionase a su lado abriera la portezuela descuidadamente y le dañara la carrocería, y se encaminó hacia el edificio a paso vivo.

El guardia de seguridad hizo un gesto con la cabeza.

—Buenos días, doctora Cole.

—Hola, Louie.

En el ascensor saludó a varias personas. Bajó a la tercera planta y se dirigió rápidamente al despacho 308. Por las mañanas siempre llegaba con hambre al trabajo. Tom y ella rara vez comían o cenaban en casa, y nunca desayunaban; en el frigorífico sólo había zumo, cerveza y refrescos. Durante cuatro años, R.J. se había detenido cada mañana en la atestada cafetería del hospital, hasta que Tessa Martula pasó a ser su secretaria e insistió en hacer por ella lo que sin duda habría rehusado hacer por un hombre. «De todos modos he de ir a por mi café, así que es absurdo que no le traiga el suyo», había insistido Tessa.

R.J. se enfundó una bata blanca limpia y empezó a repasar las historias clínicas que le habían dejado sobre el escritorio, y a los siete minutos apareció Tessa llevando una bandeja con un bollo de crema de queso y café cargado.

Mientras daba cuenta del desayuno, Tessa le entregó el programa de visitas y lo revisaron Juntas.

—Ha llamado el doctor Ringgold. Quiere hablar con usted antes de que empiece la jornada.

El director médico tenía su despacho en una esquina de la cuarta planta.

—Ya puede usted pasar, doctora Cole. Está esperándola -le dijo la secretaria.

El doctor Ringgold la saludó con la cabeza al entrar en su despacho, le señaló una silla y cerró la puerta con firmeza.

—Max Roseman sufrió ayer una apoplejía mientras participaba en el encuentro sobre enfermedades contagiosas, en Columbia.

Está ingresado en el hospital de Nueva York.

—¡Oh, Sidney! Pobre Max.

¿Cómo está?

El médico se encogió de hombros.

—Sobrevive, pero podría estar mejor. Parálisis profunda y pérdida sensorial en cara, brazo y pierna contralaterales, para empezar.

Veremos qué sucede en las próximas horas. Acabo de recibir una llamada de cortesía de Jim Jeffers, de Nueva York. Dice que me tendrá al corriente, pero va a pasar mucho tiempo antes de que Max se incorpore al trabajo. A decir verdad, y teniendo en cuenta su edad, dudo que lo haga.

R.J. asintió con un gesto, repentinamente alerta. Max Roseman era director médico adjunto.

—Una mujer como tú, buena médica, y con tus conocimientos de derecho, daría un nuevo impulso al departamento como sucesora de Max.

R.J. no tenía ningún deseo de ser directora médica adjunta, una tarea con numerosas responsabilidades y escaso poder.

Fue como si Sidney Ringgold le hubiera leído el pensamiento.

—Dentro de tres años cumpliré sesenta y cinco, la edad del retiro obligatorio. El director médico adjunto tendrá una enorme ventaja sobre los demás candidatos a sucederme.

—¿Estás ofreciéndome el puesto, Sidney?

—No, R.J., eso no. A decir verdad, pienso hablar del asunto con otras personas. Pero tú serías una buena candidata.

R.j. asintió.

—Muy bien. Gracias por informarme.

Pero la mirada del doctor Ringgold la retuvo en el asiento.

—Otra cosa -prosiguió-. Hace tiempo que vengo pensando que deberíamos tener un comité de publicaciones que estimulara a los médicos del hospital a escribir y publicar más. Me gustaría que te ocuparas de organizarlo y dirigirlo.

Ella meneó la cabeza.

—Imposible -replicó sencillamente-. Ya tengo que multiplicarme para cumplir con mi programa.

Era verdad, y él tenía que saberlo, pensó R.J. con cierto resentimiento. Los lunes, martes, miércoles y viernes se ocupaba de los pacientes en su consulta del hospital. Los martes por la mañana iba a la Escuela de Médicos y Cirujanos de Massachusetts para dar una clase de dos horas sobre la prevención de las enfermedades yatrógenas, es decir, trastornos o lesiones causados por un médico o un hospital. Los miércoles por la tarde daba conferencias en la facultad de medicina sobre cómo evitar los juicios por negligencia profesional y cómo sobrevivir a ellos. Los jueves practicaba abortos de primer trimestre en el Centro de Planificación Familiar de Jamaica Plain. Los viernes por la tarde trabajaba en una unidad para el síndrome premenstrual que, como el curso sobre enfermedades yatrógenas, se había puesto en marcha gracias a su persistencia y a pesar de los reparos de los médicos más conservadores del hospital.

Tanto ella como Sidney Ringgold eran muy conscientes de la deuda que R.J. tenía con él. Había apoyado los proyectos y ascensos de R.J. a pesar de la oposición política, aunque al principio la contemplaba con cautela: una abogada convertida en médica, especialista en las enfermedades causadas por los errores de médicos y hospitales, alguien que examinaba el trabajo de sus iguales y los juzgaba, y que a menudo les hacía perder dinero. En sus comienzos, algunos de sus colegas la llamaban «la doctora Chivata», sobrenombre que ella ostentaba con orgullo. El director médico vio cómo la doctora Chivata sobrevivía y prosperaba hasta que llegó a convertirse en la doctora Cole, aceptada porque era honrada y tenaz. Ahora tanto sus conferencias como sus consultorios se habían vuelto políticamente correctos, tan valiosos para el hospital que Sidney Ringgold con frecuencia se anotaba el mérito.

—¿No podrías recortar alguna otra actividad? -Los dos sabían que se refería a los jueves en el Centro de Planificación Familiar.

El doctor Ringgold se inclinó hacia ella e insistió-: Me gustaría que lo hicieras, R.J.

—Lo pensaré seriamente, Sidney.

Esta vez logró levantarse de la silla. Mientras salía, se enojó consigo misma al darse cuenta de que ya había empezado a hacer cábalas sobre quiénes serían los otros nombres de la lista.

2

La casa de la calle Brattle

Ya antes de casarse, Tom había intentado convencer a R.J. de que debía explotar la combinación de derecho y medicina para obtener unos ingresos anuales óptimos.

Cuando, a pesar de sus consejos, ella volvió la espalda al derecho para concentrarse en la medicina, Tom le recomendó con insistencia que abriera un consultorio particular en algún barrio rico; y cuando compraron la casa se quejó del sueldo que ella ganaba en el hospital, casi un veinticinco por ciento inferior a los ingresos que le hubiera proporcionado un consultorio particular.

Fueron a pasar la luna de miel a las islas Vírgenes, una semana en una islita no lejos de St. Thomas. A los dos días de su regreso empezaron a buscar vivienda, y el quinto día de búsqueda una agente de la propiedad inmobiliaria los llevó a ver una casa distinguida aunque ruinosa en la calle Brattle de Cambridge.

R.J. la contempló con desinterés. Era demasiado grande, demasiado cara, estaba en demasiado mal estado y pasaba demasiado tráfico ante la puerta principal.

—Sería una locura.

—No, no, no -susurró él.

R.J. recordaba lo atractivo que estaba aquel día, con el cabello color paja cortado a la moda y un traje nuevo que le caía a la perfección-. No sería ninguna locura.

Tom Kendrick veía una hermosa casa de estilo georgiano en una elegante calle tradicional con aceras de ladrillo rojo que habían pisado filósofos y poetas, hombres que se citaban en los libros de texto. A menos de un kilómetro calle arriba se alzaba la casa señorial en la que había vivido Henry Wadsworth Longfellow, y un poco más allá estaba la Divinity School. Tom ya era más bostoniano que Boston, con el acento preciso y los trajes cortados por Brooks Brothers, pero en realidad era un hijo de campesinos del Medio Oeste que había asistido a la Universidad Bowling Creen y a la estatal de Ohio, y le fascinaba la idea de ser vecino de Harvard, casi parte de Harvard.

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