Read La doctora Cole Online

Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

La doctora Cole (29 page)

En tres lugares, otros tantos árboles caídos bloqueaban la senda.

R.J. regresó al cobertizo en busca de una sierra de arco de fabricación sueca y trató de despejar el camino, pero la sierra era inadecuada y el trabajo demasiado lento.

Había algunas cosas para las que necesitaba un hombre, se dijo con amarga resignación.

Durante unos días estuvo pensando en contratar a alguien para que despejara el camino del bosque y quizá lo prolongara a lo largo del río. Pero una tarde se encontró en su tienda habitual de material agrícola dispuesta a informarse a fondo sobre las sierras mecánicas.

Su aspecto era mortífero, y ella sabía bien que podían ser tan peligrosas como lo parecían.

—Me dan un miedo de muerte -le confesó al vendedor.

—Eso es bueno. Pueden cortarle un brazo o una pierna con tanta facilidad como cortan una rama -respondió el hombre alegremente-.

Pero mientras les tenga usted miedo, son perfectamente seguras. Los únicos que se hacen daño son los que se acostumbran tanto a ellas que les pierden el respeto y las manejan con descuido.

Las sierras, de distintas marcas y modelos, se diferenciaban por el peso y la longitud de la hoja.

El vendedor le mostró el modelo más pequeño y ligero.

—Muchas mujeres se deciden por éste -señaló, pero al saber que la quería para abrir un sendero en el bosque, meneó la cabeza y le ofreció otra sierra-. Ésta es más pesada. Se le cansarán los brazos más deprisa y tendrá que parar más a menudo que con la sierra pequeña, pero adelantará mucho más el trabajo.

R.J. hizo que le enseñara media docena de veces cómo se ponía en marcha, cómo se paraba, cómo había que graduar el freno automático para que la vertiginosa cadena no le abriera la cabeza si la sierra se encallaba con algo y rebotaba hacia atrás.

Mientras la llevaba a casa, con una lata de aceite y un pequeño bidón de gasolina, casi se arrepentía de haberla comprado.

Después de cenar leyó atentamente el manual de instrucciones y se dio cuenta de que había cometido una locura: la sierra era demasiado complicada, perversamente destructiva, y ella nunca tendría el valor de internarse sola en el bosque con una herramienta tan peligrosa. Lo dejó todo en un rincón del cobertizo y decidió olvidarse del asunto.

Dos días después, cuando llegó a casa del trabajo, recogió como de costumbre el correo del buzón, instalado a pie de carretera, y se lo llevó consigo por el largo camino de acceso hasta la casa.

Sentada a la mesa de la cocina, lo distribuyó en varios montones: cosas de las que se ocuparía más tarde, como facturas, catálogos que deseaba leer y revistas; cartas personales y, por último, «correo basura» para tirar de inmediato.

El sobre era cuadrado, de tamaño mediano, azul claro, y estaba escrito a mano. En cuanto vio la letra, el aire de la habitación se volvió más denso y caluroso, y se hizo más difícil de respirar.

En lugar de abrirla inmediatamente, la trató como si fuera una carta explosiva y la sometió a un cuidadoso examen por las dos caras.

No llevaba la dirección del remitente. El matasellos era de tres días atrás, y la habían echado al correo en Chicago.

Cogió el abrecartas y rasgó pulcramente el sobre por el borde superior.

Era una tarjeta de felicitación: «Te deseo una Pascua feliz.« En el interior observó la inclinada y casi ilegible caligrafía de David.

Mi querida R.J.:

Apenas sé qué decir, cómo empezar.

Supongo que ante todo debo decirte que lo lamento muchísimo si te he causado alguna preocupación innecesaria.

Quiero que sepas que estoy vivo y sano. Llevo algún tiempo sobrio, y me esfuerzo por seguir así.

Estoy en un lugar seguro, rodeado de buena gente, y empiezo a aceptar la vida como es.

Espero que en tu corazón puedas pensar cariñosamente en mí, como yo pienso en ti.

Sinceramente, David «¿Pensar cariñosamente en mí?» «¿Te deseo una Pascua feliz?»

Arrojó la tarjeta y el sobre sobre la repisa de la chimenea.

Vagó por la casa, presa de una cólera fría, y al fin salió afuera y se dirigió al cobertizo. Cogió la sierra mecánica todavía por estrenar y avanzó a grandes pasos por el camino del bosque hasta llegar al primer árbol derribado.

Hizo lo que había aprendido del vendedor y del manual: se arrodilló; colocó el pie derecho sobre el mango posterior de la sierra, sujetándola contra el suelo; puso en posición el protector de las manos; graduó la alimentación y accionó el interruptor de encendido; sostuvo firmemente el mango delantero con la mano izquierda y tiró del cable de arranque con la derecha. No ocurrió nada, ni siquiera después de varios intentos, y cuando se disponía a dejarlo y tiró por última vez, la sierra se puso en marcha con una tos y un tartamudeo.

Accionó el pulsador, le dio gas y la sierra empezó a rugir. Se volvió hacia el árbol caído, accionó el pulsador de nuevo y apoyó la hoja contra el tronco. La cadena giró vertiginosamente, desgarrando la madera con los dientes, y partió el tronco con facilidad y rapidez.

El ruido le sonaba a música celestial.

«¡Qué poder! -pensó-. ¡Qué poder!»

Al poco rato el árbol quedó reducido a trozos que podía apartar del camino sin ayuda de nadie. El crepúsculo la encontró con la sierra rugiente en la mano, reacia a apagarla, ebria de éxito, dispuesta a destrozar de aquel modo todos sus problemas. Ya no temblaba. No le tenía miedo al oso. Sabía que el oso huiría a toda prisa ante el ruido de sus vibrantes y desgarradores dientes. Podía hacerlo, pensó entusiasmada. Los espíritus del bosque eran testigos de que una mujer podía hacer cualquier cosa.

37

Otro puente que cruzar

Se pasó dos tardes seguidas en el bosque, con la sierra mecánica, y venció los otros dos árboles caídos. Luego, el jueves, su día libre, se internó temprano en el bosque, cuando los árboles silenciosos y druídicos aún estaban fríos y húmedos, y empezó a prolongar el sendero.

No había una gran distancia desde el final del camino hasta el Catamount, y consiguió llegar al río justo antes de detenerse para almorzar. Le resultó emocionante doblar el recodo y empezar a desbrozar la orilla, río abajo.

La sierra era pesada. De tanto en tanto tenía que hacer una pausa, y aprovechaba los intervalos para recoger las ramas que había cortado, amontonándolas a los lados del camino para que los conejos y otros animales pequeños hicieran allí sus madrigueras. Aún había manchas de nieve a lo largo de las orillas, pero el agua corría como cristal líquido, abundante y veloz.

Justo detrás de unas matas de arísaro que se abrían paso a través de la nieve, vio una piedra con forma de corazón en el lecho poco profundo del río. Se arremangó el jersey y al sumergir la mano en el agua sintió como si el brazo también se le cristalizara. La sacudida del frío le recorrió el cuerpo hasta los dedos de los pies. La piedra estaba bien formada y, tras secarla cariñosamente con el pañuelo, se la metió en el bolsillo.

Durante toda la tarde, mientras iba abriendo camino, notó la magia de la piedra corazón que le daba fuerza y poder.

Por las noches escuchaba la serenata de los coyotes, con sus aullidos de soprano, y el rugido barítono del río crecido. Por las mañanas, mientras desayunaba en la cocina, hacía la cama, ordenaba la sala, veía desde las ventanas un puerco espín, halcones, un búho, milanos, los grandes cuervos del norte que se habían instalado en sus tierras como si tuvieran un contrato indefinido. Había muchos conejos y algunos ciervos, pero no se veía ni rastro de las dos pavas que había alimentado durante el invierno, y R.J. temía que estuvieran muertas.

Todos los días, al terminar la jornada, se apresuraba a volver a casa, se cambiaba de ropa y cogía la sierra mecánica del cobertizo.

Trabajaba con denuedo, con una satisfacción que era casi regocijo interior, extendiendo el gran circuito del sendero en dirección a la casa.

Había una nueva suavidad en el aire. Cada día tardaba más en caer la oscuridad, y de la noche a la mañana las carreteras apartadas se convirtieron en barrizales. R.J.

iba conociendo mejor el entorno, y ahora sabía cuándo debía aparcar el Explorer y seguir adelante a pie para efectuar una visita a domicilio, y no utilizaba el torno eléctrico ni necesitaba que remolcaran el coche para sacarlo del fango.

Los músculos de los brazos, la espalda y los muslos se tensaron con el esfuerzo y le quedaron tan doloridos que a veces gruñía al dar un paso, pero el cuerpo acabó por fortalecerse y adaptarse al trabajo constante. Al meter la sierra entre las ramas para acercar la hoja al tronco de los árboles, sufrió numerosos arañazos y heridas superficiales en brazos y manos.

Probó a ponerse guantes y mangas largas, pero las mangas se enganchaban y los guantes no le permitían sujetar la sierra con suficiente firmeza, así que cada noche se desinfectaba cuidadosamente las heridas después del baño y las ostentaba como otras tantas condecoraciones.

A veces alguna urgencia, alguna visita a domicilio o la necesidad de desplazarse al hospital para ver a un paciente le impedía trabajar en el sendero. Se volvió avara con su tiempo libre, que pasaba íntegramente en el bosque. Había un largo trecho hasta el final del sendero, y se volvía aún más largo cada vez que disponía de unas horas para trabajar. Aprendió a dejar latas de gasolina y aceite en el bosque, bien envueltas en bolsas de plástico. A veces veía señales que la inquietaban. En un lugar en el que había estado trabajando la tarde anterior, encontró dispersas las plumas largas y el suave plumón interior de un pavo capturado por algún predador durante la noche, y confió tontamente que no fuera ninguno de «los suyos». Y una mañana se encontró en el camino un montón descomunal de excrementos de oso, como una carta con mensaje especial.

Sabía que los osos negros se pasaban todo el invierno dormitando sin comer ni defecar; al llegar la primavera se atiborraban de comida hasta producir una enorme defecación, que expulsaba un duro y compacto tapón fecal. R.J. había leído algo sobre ese tapón y se detuvo a examinarlo; el grueso calibre del excremento indicaba que procedía de un animal muy grande, probablemente el mismo oso cuyas huellas había visto en la nieve.

Era como si el oso hubiera defecado en el sendero para hacerle saber que aquel territorio era suyo y no de ella, lo que reavivó su antiguo temor a trabajar sola en el bosque.

Durante todo el mes de abril siguió abriendo camino hacia la casa, despejando aquí un par de metros difíciles, allí un trecho más fácil. Finalmente llegó al último desafío de importancia, un arroyo que había que salvar. En el curso del tiempo, el arroyo había excavado un profundo surco en el suelo del bosque, llevándose la hierba mojada hacia el río. David había construido tres puentes de madera en otros lugares donde eran necesarios, pero R.J. no sabía si ella sería capaz de hacer el cuarto: quizá se precisaría más fuerza física y más experiencia de construcción de las que ella poseía.

Un día, tras regresar a casa del trabajo, estudió las altas riberas y visitó después los puentes que había construido David, para analizar lo que tendría que hacer.

Se dio cuenta de que la tarea le llevaría por lo menos una jornada completa y que tendría que esperar a su día libre para emprenderla, así que decidió tomarse unas vacaciones durante las horas de luz que pudieran quedar. El río bajaba rápido y crecido, demasiado tumultuoso todavía para pescar, pero volvió a casa en busca de la caña y desenterró media docena de lombrices junto al montón de estiércol vegetal. Echó el anzuelo en el mayor de los estanques de los castores y se dedicó alternativamente a vigilar el corcho y a admirar la obra de los castores, que habían construido el dique y derribado un n]mero impresionante de árboles.

Antes de que el corcho se moviera en lo más mínimo, acudió un martín pescador que, tras burlarse de ella con su chillido, se zambulló en el estanque y emergió con un pez.

R.J. se sintió inferior al pájaro, pero finalmente pescó dos hermosas truchas de arroyo que se comió durante la cena, acompañadas de un revoltijo de brotes tiernos de helecho cocidos al vapor, plantas silvestres que llevaban en sí todo el sabor de la estación.

Después de la cena, mientras sacaba la basura, descubrió una pequeña piedra corazón de color negro en el lugar donde había desenterrado las lombrices, y se abalanzó sobre ella como si fuera a escapar. La lavó bien, la frotó para sacarle brillo y la colocó encima del televisor.

Cuando la tierra quedó desnuda de nieve, fue como si R.J.

hubiera sido elegida para heredar el talento de Sarah Markus para encontrar, sin proponérselo, piedras en forma de corazón.

Allí donde iba, sus ojos las localizaban como si los guiara el espíritu de Sarah. Tenían todas las formas posibles: piedras con los arcos superiores del corazón curvados como una pera y limpiamente divididos como unas posaderas perfectas, piedras de contornos angulosos pero equilibrados, piedras con una punta inferior afilada como el destino o redondeada como el arco de un columpio de parvulario.

Un día compró una bolsa de tierra para jardín en la que encontró una piedra minúscula como un suave lunar marrón, y en la base de un muro medio desmoronado en el límite occidental de la finca halló otra del tamaño de un puño. Las descubría mientras trabajaba en el bosque, mientras caminaba por la carretera de Laurel Hill, mientras iba a hacer alguna diligencia en la calle Mayor.

Los habitantes de Woodfield no tardaron en observar el interés de la doctora por las piedras cardiáceas y empezaron a buscarlas, a llevárselas a casa o al consultorio con una sonrisa complacida, a ayudarla en su afición. R.J. se acostumbró a vaciarse los bolsillos de piedras en cuanto llegaba a casa, o a sacar piedras del bolso o de bolsas de papel. Las lavaba, las secaba y a veces se quedaba sin saber dónde ponerlas. La colección pronto se hizo demasiado grande para el cuarto de los huéspedes; en poco tiempo las piedras corazón invadieron también la sala: los estantes de la pared, la repisa de la chimenea, las mesas auxiliares y la mesita de café. Había también piedras corazón en la encimera de la cocina, en el cuarto de baño del primer piso, en la cómoda del dormitorio y sobre el depósito del váter de la planta baja.

Las piedras le hablaban, le transmitían un triste mensaje sin palabras que le recordaba a Sarah y a David. R.J. no quería oírlo, pero aun así las coleccionaba de un modo compulsivo.

Other books

The Pershore Poisoners by Kerry Tombs
The Perfect Daughter by Gillian Linscott
Space by Stephen Baxter
Fighting Slave of Gor by John Norman
Sunscream by Don Pendleton
Antarctic Affair by Louise Rose-Innes
One Last Weekend by Linda Lael Miller
La reina de las espadas by Michael Moorcock