La compra de muebles y material, que hubiera debido resultar entretenida, fue un motivo de preocupación porque había que tener muy presente el saldo bancario. El problema de R.J. era que cuando trabajaba en el hospital se había acostumbrado a encargar lo mejor de todo. Para el nuevo consultorio se conformó con escritorios y sillas de segunda mano, una preciosa alfombra del Ejército de Salvación para la sala de espera, un buen microscopio usado y un autoclave reparado.
Pero también adquirió instrumentos nuevos. Le habían aconsejado que comprara dos ordenadores, el primero para los historiales de los pacientes y el segundo para la facturación, pero decidió a regañadientes arreglarse con uno sólo.
—¿Le han presentado ya a Mary Stern? -le preguntó Sally Howland.
—Me parece que no.
—Es la administradora de correos. Tiene la antigua báscula vertical que había en el despacho del doctor Thorndike. La compró en la subasta que hubo tras la muerte del doctor, hace veintidós años. Dice que está dispuesta a vendérsela por treinta dólares.
R.J. compró la báscula, la limpió a fondo y la hizo comprobar y recalibrar. El aparato pasó a ser parte de su consultorio, un eslabón entre el antiguo médico del pueblo y la nueva doctora.
Había pensado en poner un anuncio de oferta de empleo, pero no hizo falta. Woodfield poseía un sistema informal de comunicaciones que funcionaba con eficacia y a la velocidad de la luz. En muy poco tiempo recibió cuatro solicitudes de otras tantas mujeres que aspiraban a la plaza de recepcionista, y tres solicitudes de enfermeras tituladas. R.J. quiso elegir cuidadosamente, sin precipitarse, pero una de las aspirantes a recepcionista era Toby Smith, la rubia bien parecida que conducía la ambulancia la noche que Freda Krantz resultó herida. Toby le había impresionado favorablemente desde el primer momento y además ofrecía la ventaja de poseer una amplia experiencia en contabilidad, de modo que podía ocuparse de todo el asunto económico. Como enfermera contrató a Margaret Weiler, una excelente mujer de cincuenta y seis años, con el pelo gris, a quien todos llamaban Peggy.
Al hablar de dinero con ellas R.J. se sintió culpable.
—Lo que puedo pagaros al principio es menos de lo que cobraríais en Boston -le advirtió a Toby.
—Mire, no se preocupe por eso -le respondió sin rodeos la nueva recepcionista-. Tanto Peg como yo estamos muy satisfechas de poder trabajar en el pueblo mismo. Esto no es Boston. Aquí en el campo es difícil encontrar trabajo.
David Markus visitaba de vez en cuando el consultorio en ciernes, observaba con mirada experta los trabajos de reforma y en ocasiones le ofrecía sus consejos.
Almorzaron un par de veces juntos en el River Bank, un local especializado en pizzas que se alzaba en las afueras del pueblo; dos veces pagó él, y ella una. Se dio cuenta de que le caía bien, y le comentó que sus amigos la llamaban R.J.
—A mí todo el mundo me llama Dave -dijo él. Luego sonrió-.
Pero mis amigos me llaman David.
Sus tejanos estaban descoloridos, pero siempre parecían recién lavados. El cabello, recogido en una cola de caballo, estaba siempre muy limpio. Al darle la mano, R.J. notó que la tenía musculosa y endurecida por el trabajo, aunque las uñas estaban recortadas y parecían bien cuidadas.
R.J. no estaba segura de si le resultaba sexy o tan sólo interesante.
El último sábado antes de que se mudara desde Boston la invitó a una auténtica cena en un restaurante de Northampton. Al salir del establecimiento, él cogió un puñado de dulces del cuenco que había junto a la puerta, grageas de chocolate recubiertas de azúcar de diferentes colores.
—Mmm. Mejor que los M M -comentó, y le ofreció unos cuantos.
—No, gracias.
Ya en el coche, R.J. se lo quedó mirando mientras él masticaba y al fin fue incapaz de permanecer callada por más tiempo.
—No deberías comer esos dulces.
—Me encantan. Y no engordo.
—A mí también me encantan. Ya te compraré unos cuantos en un envase más limpio.
—¿Eres una maniática de la limpieza? Los he cogido de un restaurante muy limpio.
—Hace poco he leído que hicieron unos análisis sobre los caramelos de los restaurantes. Parece ser que en la mayoría de los casos los caramelos contenían indicios de orina.
Él dejó de masticar y la miró con asombro.
—Los clientes van al servicio.
No se lavan las manos. Al salir del restaurante, meten la mano en el cuenco y...
R.J. se dio cuenta de que él no sabía si escupir o tragar.
«Aquí se acaba esta relación», pensó, mientras él engullía, bajaba la ventanilla del coche y tiraba el resto de las grageas.
—Es horrible decirle esto a alguien. Hace años que disfruto con los dulces de los restaurantes.
Me has estropeado ese placer para toda la vida.
—Ya lo sé. Pero si estuviera comiéndolos yo y tú lo supieras, ¿no me lo habrías dicho?
—Quizá no -dijo, y su risa la contagió. Siguieron riendo durante la mitad del camino.
En el trayecto de vuelta a las colinas, y luego sentados en la furgoneta de él aparcada ante la casa de R.J., se contaron parte de su vida. De joven, David había sido deportista, «lo bastante bueno para recibir un montón de lesiones en un montón de deportes». Cuando llegó a la facultad, estaba tan tocado que no jugó en ningún equipo universitario. Se licenció en inglés en el Hamilton College e hizo unos estudios de posgrado sobre los que no entró en detalles.
Antes de instalarse en las colinas de Massachusetts había sido un alto ejecutivo de Lever Brothers, empresa neoyorquina de bienes raíces, y vicepresidente de la misma durante los dos últimos años que pasó en ella. «La catástrofe completa: el tren de las siete y cinco a Manhattan, una gran casa, piscina, pista de tenis.« A su esposa, Natalie, se le declaró una esclerosis lateral amiotrófica, la enfermedad de Lou Gehrig. Los dos sabían lo que aquello significaba puesto que habían visto morir a una amiga debido a esa misma enfermedad.
Aproximadamente un mes después de que se hubiera confirmado el diagnóstico, David llegó un día a casa y se encontró con que Sarah, que entonces tenía nueve años, estaba en casa de unos vecinos, y que Natalie había colocado toallas húmedas en los resquicios de la puerta del garaje, había puesto el coche en marcha y había muerto escuchando su emisora favorita de música clásica.
David contrató una cocinera y un ama de llaves para que Sarah estuviera atendida, y durante los ocho meses siguientes se dedicó a emborracharse sistemáticamente. Un día que estaba sobrio se dio cuenta de que su brillante hija adolescente estaba fracasando en la escuela y de que empezaba a presentar problemas psicológicos, así como una nerviosa tosecita crónica, y decidió acudir a su primera reunión de Alcohólicos Anónimos.
Dos meses después, David y Sarah se trasladaron a Woodfield.
Un poco más tarde fue él quien escuchó la historia de R.J. en la cocina de ésta, mientras tomaban tres tazas de café cargado.
—Estas colinas están llenas de supervivientes -comentó él.
Horas de oficina
R.J. se mudó desde Cambridge una calurosa mañana de finales de junio, bajo altos nubarrones que prometían rayos y truenos.
Había pensado que se alegraría al abandonar la casa de la calle Brattle; pero en los últimos días, a medida que unos muebles eran vendidos, que otros iban a un almacén y que Tom se llevaba algunos -a medida que iban desapareciendo pieza a pieza, hasta que sus altos tacones resonaban en las habitaciones vacías-, empezó a contemplar la casa con ojos indulgentes de ex propietaria y se dio cuenta de que Tom tenía razón cuando hablaba de su dignidad y esplendor. Pero enseguida recordó que era como un pozo sin fondo al que habían arrojado su dinero y se sintió satisfecha cuando por fin cerró la puerta y se alejó en su automóvil, pasando ante el muro de ladrillo que aún necesitaba reparaciones de las que ella ya no se responsabilizaba.
Durante todo el trayecto hasta Woodfield no dejó de pensar en los aspectos económicos.
Llevaba varios días dándole vueltas a una idea. ¿No se podría organizar el consultorio de manera que funcionara únicamente con pagos en efectivo y prescindir por completo de las compañías aseguradoras, que eran la causa principal de casi todas las cuestiones negativas que a veces volvían desagradable la práctica de la medicina? Si pudiera reducir al máximo sus honorarios por cada consulta -a veinte dólares, por ejemplo-,
¿acudirían suficientes clientes como para mantenerse a flote?
Los enfermos que no estaban protegidos por ningún seguro médico acudirían, pero los que estuvieran cubiertos por Blue Cross-Blue Shield, ¿querrían olvidar que tenían una póliza de seguros ya abonada y estarían dispuestos a pagar en efectivo en el consultorio de la doctora Cole?
Tuvo que reconocer, muy a su pesar, que la mayoría no lo haría.
Al final decidió establecer una cuota no oficial de veinte dólares para quienes no estuvieran asegurados. Las compañías de seguros pagarían la tarifa habitual de cuarenta a sesenta y cinco dólares por cada visita de uno de sus clientes, según la complejidad del problema, con una sobretasa adicional por las visitas a domicilio. Por un examen físico completo cobraría noventa y cinco dólares, y todo el trabajo de laboratorio lo enviaría al Centro Médico de Greenfield.
Puso a Toby a trabajar dos semanas antes de la inauguración oficial del consultorio, para que programara en el ordenador todos los documentos de las compañías de seguros. Aunque casi todos sus tratos serían con las cinco aseguradoras principales, había otras quince compañías en las que estaban asegurados muchos pacientes, y alrededor de treinta y cinco compañías más pequeñas, marginales. Todas ellas debían figurar en el ordenador, con múltiples formularios para cada una. Esta agotadora tarea de programación sólo debía realizarse una vez, pero R.J. sabía por experiencia que habría que actualizarla constantemente, a medida que las aseguradoras prescindieran de algunos impresos, modificaran otros y añadieran otros nuevos.
Era un gasto considerable, un gasto al que su bisabuelo no había tenido que hacer frente.
Una mañana de lunes.
R.J. llegó temprano a la oficina, con el precipitado desayuno de té y tostadas convertido en una bola fría de nerviosismo en la boca del estómago. El lugar olía a pintura y barniz. Toby ya estaba trabajando, y Peg llegó a los dos minutos. Las tres se miraron y sonrieron tontamente.
Aunque la sala de espera era pequeña, a R.J. se le antojó enorme pues se hallaba desierta.
Sólo trece personas habían pedido hora. R.J. pensó que la gente, que llevaba veintidós años sin un médico en la localidad, se habría acostumbrado a ir a otro pueblo, y una vez establecida una relación con un médico, ¿qué necesidad tenían de sustituirlo por otro nuevo?
«¿Y si no viene nadie?«, se preguntó, movida por un pánico que ella misma reconoció que era irracional.
Su primer paciente llegó con quince minutos de adelanto sobre la hora concertada: George Palmer, un hombre de setenta y dos años, obrero retirado de una serrería, con dolor crónico de cadera y tres muñones donde hubiera debido tener dedos.
—Buenos días, señor Palmer -le saludó Toby Smith con tranquilidad, como si llevara años dando la bienvenida a los pacientes que entraban por la puerta.
—Buenos días, Toby.
—Buenos días, George.
—Buenos días, Peg.
Peg Weiler, que sabía exactamente lo que debía hacer, lo condujo a una sala de reconocimiento, rellenó el encabezamiento de su hoja clínica, le tomó las constantes vitales y anotó sus datos.
R.J. disfrutó mientras anotaba con mucha calma la historia clínica de George Palmer. Al principio cada visita exigiría mucho tiempo, porque todos los pacientes eran nuevos para ella y había que redactar un historial completo.
En Boston habría enviado al señor Palmer y su bursitis a un practicante para que le diera una inyección de cortisona, pero aquí le administró la inyección ella misma y le pidió que concertara otra visita.
Cuando se asomó a la sala de espera, Toby le mostró un ramo de flores que le había enviado su padre, y un ficus enorme, regalo de David Markus. Había seis personas en la sala de espera, y tres de ellas no habían concertado hora.
Le pidió a Toby que estableciera un orden de admisión: cualquier paciente que padeciese dolores o estuviera enfermo de gravedad debía pasar lo antes posible; los demás irían entrando por riguroso turno.
R.J. comprendió de pronto, con una extraña mezcla de alivio y pesar, que de todos modos no iba a quedarle tiempo libre. Le pidió a Toby que le trajera un bocadillo de queso y un descafeinado largo.
—Me quedaré trabajando durante la hora del almuerzo.
En aquel momento entró Sally Howland.
—Tengo una cita -anunció, como si creyera que iban a discutírselo, y R.J. tuvo que contenerse para no darle un beso a su gruñona casera.
Tanto Peg como Toby dijeron que ellas también se quedarían a trabajar durante la hora del almuerzo, y que se comprarían bocadillos.
—Ya los pagaré yo -le dijo R.J. a Toby, llena de alegría.
David Markus
La invitó a cenar a su casa.
—¿Estará también Sarah?
—Sarah tiene una cena con el club de cocina de la escuela secundaria -respondió él, y se la quedó mirando pensativo-. ¿Es que no puedes venir a mi casa si no hay presente una tercera persona?
—Claro que iré. Pero me hubiera gustado que Sarah también estuviera.
A R.J. le gustaba la casa de los Markus, el calor y la hospitalidad de las gruesas paredes de troncos y los muebles antiguos y cómodos. Había muchos cuadros colgados, obra de artistas locales cuyos nombres no le decían nada.
David Markus le enseñó toda la vivienda. Una cocina comedor.
Su despacho, lleno de objetos propios de una agencia de la propiedad, un ordenador, un gran gato gris dormido sobre su silla de trabajo.
—¿El gato también es judío, como el caballo?
—La gata, y a decir verdad, también lo es. -Le dirigió una sonrisa-. Nos vino con un gato rijoso y peleón que Sarah decía que era su marido, pero el macho sólo estuvo un par de días por aquí y luego desapareció, así que a la gata la llamé “Agunah”.
En yiddish quiere decir «esposa abandonada».
Su austero dormitorio. Apenas hubo una sombra de tensión sexual mientras ella contemplaba el gran colchón de muelles.