Había otro ordenador encima de la mesa, una estantería llena de libros de historia y de agricultura, y un montón de hojas manuscritas. Al ser preguntado, reconoció que estaba escribiendo una novela sobre la desaparición de las pequeñas granjas en Estados Unidos, y sobre los primeros granjeros que se instalaron en las colinas de Berkshire.
—Siempre he deseado contar relatos. Tras la muerte de Natalie, decidí intentarlo. Tenía que mantener a Sarah, así que seguí trabajando como agente de la propiedad cuando nos mudamos, pero aquí en las colinas no es precisamente un negocio que abrume. Me queda mucho tiempo para escribir.
—¿Y qué tal va?
—Bueno... -Se encogió de hombros, sonriente.
El cuarto de Sarah. Espantosas cortinas multicolores en las ventanas; según le dijo, las había teñido la propia Sarah. Dos pósters de Barbra Streisand. Y por toda la habitación, bandejas llenas de piedras: rocas grandes, guijarros, piedras medianas, todas ellas con la forma aproximada de un corazón. Tarjetas de San Valentín geológicas.
—¿Qué son estas piedras?
Ella las llama piedras corazón, y las viene coleccionando desde muy pequeña. Natalie le dio la idea.
R.J. había estudiado un curso de geología en Tufts. Al examinar las bandejas, identificó cuarzo, esquisto, mármol, arenisca, basalto, feldespato, gneis, pizarra, un granate rojizo, todos en forma de corazón. Había cristales que ni siquiera se imaginaba qué eran.
—Ésta la trasladé en la pala del tractor -le explicó David mientras señalaba una roca de granito en forma de corazón que medía más de medio metro de altura, apoyada en un rincón del cuarto-.
Diez kilómetros, desde el bosque de Frank Parson. Tuvimos que meterla en casa entre tres.
—¿Y las encuentra en el suelo?
—Las encuentra en todas partes. Tiene una especial habilidad.
Yo casi nunca descubro ninguna.
Sarah es muy estricta, y rechaza muchas piedras. No las llama piedras corazón si no tienen auténtica forma de corazón.
—Quizá deberías buscarlas con más atención. Hay millones y millones de piedras ahí fuera. Estoy segura de que podría encontrar algunas piedras corazón para Sarah.
—¿De verdad? Pues tienes veinticinco minutos hasta que sirva la cena. ¿Qué te apuestas?
—Una pizza. En veinticinco minutos creo que habrá tiempo suficiente.
—Si ganas, tienes una pizza.
Si gano yo, me das un beso.
—¡Oye!
—¿Qué ocurre? ¿Es que tienes miedo? -Sonrió, desafiándola-.
Venga, atrévete.
—Queda apostado.
No perdió el tiempo buscando en el patio ni en el camino pues se figuró que las inmediaciones de la casa estarían más que patrulladas.
La pista de acceso estaba sin asfaltar, llena de piedras. La recorrió a paso lento, la cabeza inclinada, estudiando el terreno.
Nunca se había fijado en lo variadas que eran las piedras, en cuántas formas se presentaban, largas, redondas, angulosas, delgadas, planas. De vez en cuando se agachaba y recogía una piedra, pero ninguna era adecuada.
Al cabo de diez minutos se hallaba a medio kilómetro de la casa de troncos y sólo había encontrado una piedra que se parecía remotamente a un corazón, pero incluso ésta era deforme, demasiado desgastada por un lado.
«Una mala apuesta», concluyó.
Deseaba encontrar una piedra corazón; no quería que él pensara que había fracasado a propósito.
Al terminar el tiempo acordado, regresó a la casa.
—He encontrado una -anunció, y la alzó para que la viera.
Él la examinó sonriente.
—A este corazón le falta...
¿Cómo se llama la cavidad superior?
—Aurícula.
—Eso mismo. A este corazón le falta la aurícula derecha. -Se acercó a la puerta y arrojó la piedra al exterior.
Lo que ocurriese a continuación sería importante, se dijo R.J.
Si él utilizaba la apuesta para demostrar su machismo, ya fuera con un fuerte abrazo o con un intercambio de saliva, perdería todo interés por él.
Pero David se inclinó hacia ella y le dio un beso tierno e increíblemente dulce, sin apenas rozarle los labios. «Ooh.»
Le ofreció una cena estupenda, aunque muy sencilla: una ensalada abundante y crujiente preparada exclusivamente con productos de su propio huerto, excepto los tomates, que los había comprado en la tienda porque los suyos aún no estaban maduros. Venía aliñada con la especialidad de la casa, un aderezo de miel con “miso”, e iba acompañada de espárragos que ellos mismos habían cogido y guisado al vapor justo antes de sentarse a la mesa.
Él cultivaba sus propios brotes tiernos con una combinación de semillas y legumbres que le aseguró era secreta, y había preparado unos panecillos crujientes rellenos con pedacitos de ajo que estallaban con todo su sabor al masticarlos.
—Oye, eres todo un cocinero.
—Me gusta trastear en la cocina.
El postre consistió en helado casero de vainilla, con una tarta de arándanos que él había preparado por la mañana. Sin saber cómo, R.J. se encontró hablándole de la mezcla de religiones de su clan.
—Hay Cole protestantes y Regensberg cuáqueros. Y Cole judíos y Regensberg judíos. Y ateos. Y mi prima Marcella Regensberg, que es monja franciscana en un convento de Virginia. Tenemos un poco de todo.
Con la segunda taza de café, R.J. se enteró de un aspecto de su vida que la dejó asombrada: aquellos «estudios de posgrado» sobre los que no había entrado en detalles los cursó en el Seminario Teológico Judío de América, en Nueva York.
—¿Qué has dicho que eres?
—Rabino. O al menos fui ordenado, hace mucho tiempo. Pero ejercí muy poco tiempo.
—¿Por qué lo dejaste? ¿Tenías una congregación?
Era evidente que se trataba de un tema embarazoso para él, como si estuvieran hablando de pornografía dura.
—Bueno, yo... -Se encogió de hombros-. Tenía demasiadas dudas e interrogantes para formar una congregación. Había empezado a recelar, ni siquiera sabía si creía o no creía en Dios, y consideré que una congregación se merecía por lo menos un rabino que hubiera llegado a alguna conclusión sobre este punto.
—¿Y ahora qué piensas? ¿Has llegado a alguna conclusión, desde entonces?
Abraham Lincoln se la quedó mirando fijamente. ¿Cómo unos ojos azules podían volverse tan tristes, reflejar tal chispa de dolor? Al fin, meneó lentamente la cabeza.
—El jurado aún sigue reunido.
David no solía extenderse en detalles. R.J. sólo empezó a enterarse de algunas cosas tras varias semanas de verlo con frecuencia. Al terminar sus estudios en el seminario ingresó inmediatamente en el Ejército, noventa días en la academia de oficiales y directo a Vietnam como capellán, con el grado de subteniente. Tuvo un destino relativamente cómodo en un gran hospital de Saigón, lejos de los peligros del frente. Se pasaba los días entre mutilados y moribundos, y las noches escribiendo a sus familias, y llegó a sentir rabia y miedo mucho antes de resultar herido.
Un día, cuando viajaba en la parte de atrás de un transporte de tropas con dos capellanes católicos, el mayor Joseph Fallon y el teniente Bernard Towers, fueron sorprendidos en plena calle con un ataque de cohetes. El vehículo recibió un impacto directo por delante; en el asiento trasero, la explosión fue selectiva. Bucky Towers, sentado a la izquierda, murió en el acto. Joe Fallon, sentado en el medio, perdió la pierna derecha.
David sufrió una herida grave en la pierna izquierda que le afectó el hueso. Tuvo que pasar por tres operaciones y una larga convalecencia. Le había quedado la pierna izquierda más corta que la derecha, aunque la cojera resultaba imperceptible. R.J. ni siquiera la había advertido.
Al licenciarse regresó a Nueva York y, para obtener trabajo, tuvo que pronunciar un sermón como invitado. Fue en Bay Path, Long Island, en el templo Beth Shalom, la Casa de la Paz. El tema del sermón era el mantenimiento de la paz en un mundo complejo. Iba por la mitad cuando levantó la mirada y se fijó en un cartel colocado por los encargados de la decoración del templo en el que podía leerse el primero de los trece artículos de fe de Maimónides:
«Tengo una fe absoluta en que el Creador, bendito sea su nombre, es el autor y el guía de todo lo creado; y en que sólo Él ha hecho, hace y hará todas las cosas.« Presa de auténtico pánico, vio con claridad que no podía suscribir con plena certeza esa declaración, y acabó el sermón como pudo, a trompicones.
Después de eso solicitó un trabajo en Lever Brothers como aprendiz de agente de la propiedad inmobiliaria. Era un rabino agnóstico demasiado lleno de dudas para ser el pastor de nadie.
—...¿Y todavía puedes casar a la gente?
Él esbozó una atractiva sonrisa.
—Supongo que sí. Quien ha sido rabino una vez...
—Quedaría una estupenda combinación de carteles: «Markus el Casamentero». Justo debajo de «Estoy enamorado de ti, miel».
Una intimidad felina
R.J. no se enamoró de David Markus de repente. La cosa empezó a partir de una pequeña semilla, de cierta admiración hacia su rostro y sus dedos largos y fuertes, cierta respuesta al timbre de su voz, a la suavidad de su mirada. Pero, para su sorpresa e incluso temor, la semilla dio una flor, brotó un sentimiento. No se arrojaron en brazos uno del otro, como si con su misma paciencia, su cautela madura, se estuvieran diciendo algo; pero una lluviosa tarde de sábado, mientras su hija se hallaba en el cine de Northampton con unas amigas, se besaron con una familiaridad que también había ido creciendo.
David se lamentó de que le costaba describir el cuerpo de una mujer en la novela que estaba escribiendo.
—Los pintores y los fotógrafos recurren a una modelo. Es una solución práctica.
—Muy práctica -asintió ella.
—Entonces, ¿querrás posar para mí?
R.J. sacudió la cabeza.
—No. Tendrás que escribir de memoria.
Ya habían empezado a desabrochar botones.
—Eres virgen -afirmó él.
R.J. no le recordó que estaba divorciada ni que tenía cuarenta y tres años-. Y yo nunca he visto una mujer; los dos somos completamente nuevos, una página en blanco.
Y de pronto lo fueron. Se contemplaron con detenimiento. R.J. se dio cuenta de que le costaba respirar; David fue lento y muy tierno; al principio controlaba la urgencia para que todo fuera mejor, y la trataba como si estuviera hecha de una materia frágil y preciosa, explicándole sin palabras cosas que eran importantes. Pero no tardaron en ponerse los dos como locos.
Después yacieron exhaustos, todavía unidos. Cuando al fin R.J. volvió la cabeza, se encontró los ojos verdes de la gata que la miraban sin parpadear. “Agunah” estaba sentada sobre los cuartos traseros en una silla cercana a la cama, observando con fijeza. R.J. tuvo la seguridad de que la gata comprendía exactamente lo que acababan de hacer.
—David, si se trata de una prueba, he fracasado. Sácala de aquí.
Él se echó a reír.
—No es una prueba.
Sacó la gata de la habitación, cerró la puerta y volvió a la cama.
La segunda vez fue más lenta, más sosegada, y llenó a R.J. de felicidad. David se mostró considerado y generoso. Ella le explicó que sus orgasmos tendían a ser largos y completos, pero que después de cada uno, solían pasar varios días antes de que llegara el siguiente. Se sentía azorada al contarlo, segura de que la última amante de David tenía orgasmos múltiples como una traca de petardos, pero le resultó fácil hablar con él.
Al cabo de un rato, David la dejó en la cama y fue a hacer la cena. La puerta quedó abierta de nuevo y la gata volvió a sentarse en la silla, pero a R.J. ya no le importó y permaneció acostada escuchando a David que, muy alegre, cantaba a Puccini con voz desafinada. El olor de su unión se mezcló con el perfume de las tortillas, de los pimientos, cebollas y minúsculos calabacines que se freían hasta quedar dulces como sus besos, ricos como una promesa de vida. Más tarde, mientras David y ella yacían uno junto al otro, dormitando, “Agunah” se acomodó al pie de la cama, entre sus pies.
Una vez acostumbrada, a R.J.
incluso le gustó.
—Gracias por proporcionarme una experiencia maravillosa, llena de detallitos importantes para mi novela.
Ella lo fulminó con la mirada.
—Te arrancaré el corazón.
—Ya lo has hecho -respondió él con galantería.
Uno de cada seis pacientes que llegaban a la consulta no tenía ninguna clase de seguro médico, y entre ellos los había que tampoco tenían los veinte dólares que R.J. había fijado como tarifa para los no asegurados. Aceptó que algunos le pagaran en especies.
Así acumuló una gran pila de buena leña, amontonada detrás de la casa.
Contrató a una mujer que acudía una vez por semana para hacer la limpieza de la casa, y otra para el consultorio. Pronto se encontró con un suministro regular de pollos y pavos preparados para asar, y con varios proveedores de flores, verduras y frutas frescas.
Este intercambio le hacía gracia, pero le inquietaban las deudas.
Elaboró una técnica clínica para trabajar con los pacientes que carecían de seguro, consciente de que debería enfrentarse a dolencias descuidadas durante mucho tiempo.
Pero no eran los pacientes con problemas complicados los que más la preocupaban sino los que ni siquiera iban a verla porque no podían pagar y eran demasiado orgullosos para aceptar caridad. La gente así sólo recurría al médico en el último extremo, cuando ya no se podía hacer nada por ellos: la diabetes había degenerado en ceguera, los tumores habían originado metástasis. R.J. se encontró varios casos así desde el primer momento. Lo único que podía hacer era enfurecerse interiormente contra el sistema, y pese a todo tratarlos.
Confiaba en que la comunicación boca a boca difundiera su mensaje por las colinas: «Cuando estéis enfermos, cuando os hagáis daño, id a la nueva doctora. Si no tenéis seguro, lo del dinero se puede arreglar.»
El resultado fue que algunos de los desvalidos acudieron a ella.
Aun cuando se negaba a aceptar sus regalos, algunos insistían en dárselos. Un enfermo de Parkinson luchó contra los temblores para hacerle un cesto con varillas de fresno; una mujer con cáncer de ovario le estaba tejiendo una colcha. Pero había muchos más dispersos por las colinas, sin seguro ni atención médica de ninguna clase.
R.J. era consciente de ello, y la reconcomía saberlo.