—Considero que a toda mujer se le ha de reconocer el derecho de salvar su propia vida y de salvaguardar su salud o su futuro, pero..., para mí, un bebé es una cosa muy seria.
—Naturalmente. Y para mí también. Conservar la vida, hacerla mejor... ése es mi trabajo.
Le explicó lo que sentía cuando lograba ayudar a alguien, cuando conseguía suprimirle el dolor o prolongarle la vida.
—Es como un orgasmo cósmico.
David también la oyó rememorar los momentos angustiosos, las ocasiones en que había cometido un error, en que se había dado cuenta de que alguien que acudía a ella en busca de ayuda había salido perjudicado por sus esfuerzos.
—¿Alguna vez has dado fin a una vida?
—¿Si he apresurado la muerte que estaba en la puerta? Sí.
A ella le gustó que no hiciera algún comentario banal. David se limitó a mirarla a los ojos, asintió con la cabeza y le cogió la mano.
A veces David estaba de mal talante. La compraventa de fincas pocas veces influía en su estado de ánimo, pero R.J. le notaba enseguida qué tal marchaba la novela.
Cuando iba mal, él se refugiaba en el trabajo físico. En ocasiones, los fines de semana le permitía compartir con él los cuidados del jardín, y R.J. arrancaba hierbas y hundía las manos en el suelo, disfrutando con el contacto áspero de la tierra sobre la piel. Aunque recibía una abundante provisión de verduras frescas, R.J. decidió cultivar ella misma las suyas.
David la convenció de que lo mejor sería plantarlas en eras elevadas, y le indicó dónde podía comprar unas cuantas vigas usadas de granero para construir los armazones.
Eligieron una zona del prado que descendía en suave pendiente, orientada a mediodía, y retiraron la capa herbosa de dos rectángulos de terreno, trozo a trozo, como esquimales construyendo un iglú, y amontonaron los terrones boca abajo en el estercolero para que se fueran convirtiendo en abono. A continuación depositaron piedras planas sobre la tierra descubierta para formar la base de las eras, de un metro veinte por dos metros y medio cada una, utilizando un nivel de agua para asegurarse de que quedaban bien colocadas. David construyó los armazones de las eras sobre esta base de piedra, con dos capas de vigas de roble para cada una.
Las vigas eran difíciles de manejar y trabajar. «Pesadas, como un muerto», rezongó David, pero pronto tuvo hechos los rebajos de las esquinas y los aseguró con largos clavos galvanizados para formar los armazones.
David dejó el mazo de hierro y cogió a R.J. de la mano.
—¿Sabes qué es lo que más me gusta?
—¿Qué? -preguntó ella con el corazón palpitante.
—La mierda de caballo y de vaca.
El estiércol a su disposición provenía del establo para vacas de los Krantz. Lo mezclaron con turba y tierra y llenaron las eras a rebosar, y luego echaron encima una capa de un par de palmos de heno suelto.
—Se asentará un poco. La próxima primavera sólo tendrás que apartar el heno y plantar las semillas. Luego deberás echar más estiércol con paja para proteger las plantas según vayan creciendo -le explicó David, y ella sintió deseos de que llegara el momento de hacerlo, con la impaciencia de una niña.
Hacia finales de julio empezó a ver algunas tendencias en la economía del consultorio. Se le hizo dolorosamente claro que algunos pacientes dejaban crecer su deuda sin ninguna intención real de abonarla. El pago por tratar a pacientes asegurados, aunque lento en llegar, estaba garantizado. De los no asegurados, algunos eran indigentes, y sin vacilación ni pesar dio por canceladas sus facturas.
Pero había unos cuantos pacientes que se mostraban reacios a pagar, aunque era evidente que podían hacerlo. Por ejemplo, Gregory Hinton, el próspero propietario de una granja lechera, había sido atentido por una serie de forúnculos ulcerados en la espalda. El granjero acudió tres veces a su consultorio, y en cada ocasión le dijo a Toby que «ya mandaría un cheque», pero aún no lo habían recibido.
Un día que pasaba en coche ante su granja, R.J.lo vio entrar en el granero y metió el Explorer por su camino de acceso. El hombre la saludó cortésmente, aunque con cierta curiosidad.
—Me alegra poder decirle que no necesito sus servicios. Los forúnculos ya se han curado.
—Eso es bueno, señor Hinton.
Me alegro de oírlo. Pero estaba pensando..., bueno, si no podría pagarme la factura de las tres visitas.
—¿Por eso ha venido? -La fulminó con la mirada-. ¡Santo Dios!
¿Es necesario hostigar a los pacientes? ¿Qué clase de doctora es usted?
—Una doctora que acaba de abrir un consultorio.
—Debería usted saber que el doctor Thorndike siempre daba a la gente un buen margen de tiempo para pagar.
—El doctor Thorndike hace mucho tiempo que no está, y yo no puedo permitirme ese lujo. Le agradecería que pagara usted su deuda -replicó, y le dio los buenos días con toda la cortesía de que fue capaz.
Aquella noche, David meneó lentamente la cabeza cuando ella le refirió este encuentro.
—Hinton es un viejo tacaño, y terco como una mula. Siempre hace esperar a todo el mundo antes de pagar, sacar el mayor partido de los intereses del dinero que tiene en el banco. Lo que debes comprender, y lo que tus pacientes también deben comprender, es que además de atenderlos estás llevando un negocio.
Tenía que establecer un sistema de cobros, le aconsejó David.
Las reclamaciones debía hacerlas alguien que no fuera ella, para así «conservar su imagen de santa».
Cobrar deudas venía a ser siempre igual, fuera cual fuese el negocio, comentó él, y entre los dos elaboraron un programa que a la mañana siguiente R.J. le explicó a Toby, la cobradora delegada, que una vez al mes se encargaría de enviar las facturas.
Toby conocía bien a la gente del pueblo, y sería ella quien determinaría si un paciente era realmente pobre o no lo era.
Quien no tuviera dinero, podría pagar en especies o con su trabajo. Si alguien no podía pagar en dinero ni en especies, no se le pasaría factura.
En cuanto a los que Toby consideraba en condiciones de pagar, se programaron en el ordenador distintas categorías: retrasos de hasta treinta días, retrasos de sesenta a noventa días y retrasos de más de noventa días. Cuarenta y cinco días después de echar al correo la primera factura, se enviaba la carta número uno en la que se solicitaba al paciente que se pusiera en contacto con la doctora si tenía alguna duda sobre su cuenta.
A los sesenta días, Toby llamaba por teléfono para recordarle al paciente el estado de su cuenta, y tomaba nota de la respuesta.
A los noventa días, se enviaba la carta número dos, una solicitud de pago en términos más firmes y para una fecha determinada.
David le sugirió que después de cuatro meses entregara la cuenta a una agencia de cobros. R.J. frunció la nariz con repugnancia; eso no concordaba con su idea de las relaciones que quería establecer en una pequeña población. Aunque se daba cuenta de que debía aprender a ser una empresaria además de una sanadora, Toby y ella acordaron que por el momento se abstendrían de tratar con una agencia de cobros.
Una mañana Toby se presentó en el trabajo con un pedazo de papel que entregó con una sonrisa a R.J. El papel estaba amarillento y quebradizo, y venía dentro de una funda de plástico transparente.
—Mary Stern la encontró en los archivos de la Sociedad Histórica -dijo Toby-, y como iba dirigida a un antepasado de mi marido, el hermano de su tatarabuela, la trajo a casa para enseñárnosla.
Era, una factura de médico, extendida a nombre de Alonzo S.
Sheffield, en concepto de «Visita en consultorio, gripe: cincuenta centavos». El nombre impreso encima era el del doctor Peter Elias Hathaway, y la fecha de la factura el 16 de mayo de 1889.
—Ha habido varias docenas de médicos en Woodfield antes de usted -le comentó Toby a R.J.- Déle la vuelta.
En el reverso había un poema impreso:
“Justo en el momento del peligro, pero no antes,
a Dios y al médico adoramos por igual;
una vez pasado el peligro, por igual se lo pagamos:
Dios olvidado, y el médico desdeñado.”
Toby devolvió la factura a la Sociedad Histórica, pero no sin antes copiar el poema y meterlo en el ordenador, en Cuentas Pendientes.
David hablaba con frecuencia de Sarah, y R.J. le animaba a hacerlo. Una noche sacó cuatro gruesos álbumes de fotografías que registraban la vida de una niña: Sarah de recién nacida, en brazos de su abuela materna, la difunta Trudi Kaufman, una mujer rolliza con una amplia sonrisa; Sarah en su andador, contemplando con gravedad a su joven padre mientras éste se afeitaba. Muchas fotografías daban pie a una anécdota.
—¿Ves este mono acolchado?
Azul marino, su primer mono para la nieve. Acababa de cumplir un año, y Natalie y yo estábamos muy contentos porque hacía poco que ya no necesitaba pañales. Un sábado la llevamos a A S, Abraham Strauss, unos grandes almacenes en el centro de Brooklyn. Era el mes de enero, justo después de fiestas, y hacía mucho frío. ¿Sabes lo que es vestir a una criatura para el frío? ¿Sabes las capas y capas de ropa que hay que ponerle?
R.J. asintió con una sonrisa.
—Llevaba tantas capas que parecía una cebolla. Bueno, pues estábamos en el ascensor de A S, y en cada planta el ascensorista iba anunciando las mercancías.
Yo la llevaba en brazos, pero la dejé en el suelo y Natalie y yo le cogimos una mano cada uno. Y me fijé en la cara del ascensorista mientras recitaba las mercancías y seguí la dirección de su mirada.
Entonces me di cuenta que alrededor de esos dos zapatitos blancos de bebé había un gran círculo de humedad en la moqueta del ascensor.
Las perneras de Sarah eran de un azul más oscuro y estaban más mojadas que el resto del mono.
»Llevábamos ropa para cambiarla en el coche, así que fui corriendo al aparcamiento a buscarla. Tuvimos que quitarle todas las capas de ropa mojada y ponerle más capas de ropa seca, pero el mono para la nieve estaba empapado, y tuvimos que ir a la sección de ropa infantil y comprarle otro.
Sarah en su primer día de escuela. Una delgaducha Sarah de ocho años excavando en la arena durante unas vacaciones en la playa de Old Lyme, en Connecticut.
Sarah con alambre en los dientes y una sonrisa exagerada para exhibirlos.
En algunas fotografías estaba también David, pero R.J. pensó que por lo general estaba detrás de la cámara ya que Natalie aparecía en muchas de ellas. R.J. la examinó con disimulo: una joven bonita y segura de sí misma, con una larga cabellera negra, asombrosamente familiar porque su hija de dieciséis años se le parecía muchísimo.
Había algo de impropio -de enfermizo incluso- en envidiar a una muerta, pero R.J. envidiaba a la mujer que estaba viva cuando se tomaron todas aquellas instantáneas, la mujer que había concebido y dado a luz una hija, que había educado a Sarah, que le había dado su amor. Tuvo que reconocer a su pesar que parte de su interés por David Markus se debía a su propio anhelo de tener una hija, a que codiciaba a la muchacha que David Markus y Natalie Kaufman Markus habían traído al mundo.
De vez en cuando, en sus desplazamientos de un lado a otro, se acordaba de Sarah y de su colección y procuraba estar atenta por si veía alguna piedra corazón, pero siempre sin éxito. Por lo general estaba demasiado atareada para acordarse, y demasiado escasa de tiempo para dedicar unos agradables minutos a examinar las piedras del suelo.
Ocurrió por azar, en un momento de suerte. Un caluroso día de verano, R.J. se internó en el bosque y se descalzó en la orilla del río. Se arremangó los pantalones por encima de la rodilla y echó a andar por las frías aguas del Catamount. Muy pronto llegó a un remanso y vio que estaba lleno de truchas de arroyo o truchas pardas, que permanecían en suspenso en el agua transparente. Entonces, justo debajo de las truchas, vio una piedra blancuzca y no muy grande.
Aunque los anteriores desengaños le habían enseñado a no hacerse ilusiones, avanzó unos pasos hacia agua más profunda, ahuyentando a los peces en todas direcciones, y extendió la mano hasta que sus dedos se cerraron sobre el guijarro.
Una piedra corazón.
Un cristal, seguramente cuarzo, de unos cinco centímetros de diámetro, con una superficie lisa que innumerables años de agua corriente y arena habían vuelto opaca hasta darle exactamente la forma adecuada.
R.J. se la llevó a casa con una sensación de triunfo. Sacó un estuche de joyería de un cajón del escritorio, quitó los pendientes de perlas y acomodó el cristal sobre el forro de terciopelo. Luego cogió la caja y cruzó el pueblo en su automóvil.
Por fortuna, la casa de troncos estaba vacía cuando llegó. Sin parar el motor del Explorer, bajó del coche y dejó el estuchito en el centro del peldaño superior, ante la puerta de Sarah Markus.
Acto seguido corrió al coche y emprendió la fuga con tanto alivio como si acabara de atracar un banco.
Encontrar el camino
R.J. no le dijo nada a Sarah sobre la piedra corazón que le había dejado, ni Sarah dijo nada que diera a entender que había encontrado el cristal en su estuche de joyería.
Pero el siguiente miércoles por la tarde, cuando R.J. llegó a casa al terminar el trabajo, se encontró una cajita de cartón ante la puerta. Dentro había una piedra brillante de color verde oscuro, con una grieta irregular que empezaba en la depresión superior y llegaba a medio camino de la punta inferior.
A la mañana siguiente, en su precioso día libre, R.J. acudió a un cascajal de las colinas que utilizaba el departamento de carreteras del pueblo. Millones de años antes había pasado por allí un gran torrente de hielo que arrastraba consigo tierra, guijarros y rocas; y de él se habían desprendido grandes fragmentos helados que, al derretirse en un río de agua, habían arrastrado el material de aluvión hasta formar una morrena que ahora proporcionaba grava para las carreteras de Woodfield.
R.J. se pasó toda la mañana revolviendo montones de piedras, hurgando en ellos con las manos.
Las piedras presentaban un sinfín de colores, matices y combinaciones: marrón, beige, blanco, azul, verde, negro y gris.
Había piedras de todas las formas, y R.J. inspeccionó y desechó miles de ellas sin encontrar lo que buscaba. Hacia mediodía, quemada por el sol y malhumorada, emprendió el regreso a casa. Al pasar ante la granja de los Krantz vio a Freda que, desde el huerto, hacía señales con el bastón para que detuviera el coche.