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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

La doctora Cole (20 page)

Woodfield... ¡cuántos cambios habrá visto usted en Woodfield!

—No tantos como pueda imaginarse -objetó Eva-. El automóvil, naturalmente. Ahora todas las carreteras importantes están asfaltadas. Y la electricidad llega a todas partes. Recuerdo cuando pusieron las farolas en la calle Mayor. Yo tenía catorce años. Cuando terminé mis tareas en la granja, que estaba a diez kilómetros, vine andando hasta el pueblo para ver las luces encendidas. Aún pasaron diez o veinte años antes de que los cables eléctricos llegaran a todas las casas del pueblo. Ni siquiera conocimos las ordeñadoras mecánicas hasta que yo tenía cuarenta y siete años. ¡Ese sí que fue un cambio agradable!

Apenas dijo nada sobre la muerte de Helen. R.J. abordó el tema porque creyó que le haría bien hablar de ello, pero Eva se limitó a mirarla con ojos cansados, tan profundos e insondables como un lago.

—Era un alma bendita, la hija única de mi hermano Harold.

Claro que la notaré a faltar. Los echo de menos a todos, o a casi todos.

Y luego añadió:

—He vivido más que todas las personas que conocía.

25

Instalarse

Un suave día de mediados de octubre, al salir del hospital de Greenfield, R.J. vio a Susan Millet en el aparcamiento, hablando con un hombre calvo y rubicundo.

Era alto y fornido, aunque algo encorvado, como si tuviera la columna de hojalata retorcida, y el hombro izquierdo estaba más bajo que el derecho. «Escoliosis crónica», pensó R.J.

—¡Hola, R.J.! Venga, quiero presentarle a alguien. Doctor Daniel Noyes, le presento a la doctora Roberta Cole.

Se estrecharon la mano.

—Así que usted es la doctora Cole. Me parece que lo único que les he oído últimamente a estas tres comadronas es su nombre.

Por lo visto es usted toda una especialista en hormonas.

—Yo no diría tanto. -Le explicó que había trabajado en la unidad del Hospital Lemuel Grace, y él movió afirmativamente la cabeza.

—No me contradiga. Eso la convierte en la mayor especialista en hormonas que hemos tenido jamás por aquí.

—Tengo intención de asistir partos, dentro de una medicina familiar completa, y necesito la cooperación de un tocoginecólogo que pertenezca a la plantilla del centro médico.

—Conque sí, ¿eh? -dijo él con frialdad.

—Sí.

Se miraron fijamente.

—¿Me está pidiendo acaso que trabaje con usted?

Era un hombre gruñón, pensó R.J., tal como las comadronas lo habían descrito.

—Sí, ésa es la idea. Comprendo que usted no me conoce. ¿Tiene la hora del almuerzo libre, por casualidad?

—No hace falta que malgaste el dinero invitándome a almorzar.

Ya me lo han contado todo sobre usted.

¿Le han dicho que pienso dar fin a mi carrera dentro de doce meses y medio?

—Sí, me lo han dicho.

—Bueno, pues si todavía quiere contar conmigo por tan poco tiempo, por mí no hay inconveniente.

—Magnífico. Lo digo en serio, se lo aseguro.

El médico empezó a sonreír.

—Bueno, eso ya está arreglado.

Y ahora, ¿qué le parece si la invito a almorzar en la mejor cantina que queda en el mundo y le cuento algunas batallitas sobre la práctica de la medicina en el oeste de Massachusetts?

Realmente era un vejete encantador, advirtió R.J.

—Me gustaría muchísimo.

El doctor Noyes se volvió hacia Susan, que exhibía una expresión satisfecha.

—Supongo que usted también querrá venir -le dijo con voz hosca.

—No, tengo un compromiso, pero vayan ustedes -replicó Susan.

Mientras se dirigía hacia su coche iba riendo para sí.

R.J. estaba muy atareada, trabajaba muchas horas y, por lo general, cuando tenía un poco de tiempo libre se sentía cansada y sin ganas de hacer nada. El sendero del bosque no había avanzado mucho más allá de los estanques de los castores.

Cuando quería ir al río, aún tenía que vérselas con un largo trecho a través de la espesura.

Una vez entrado el otoño, David y ella tuvieron que abstenerse de visitar los bosques, que estaban llenos de cazadores con la escopeta cargada y el dedo nervioso en el gatillo. R.J. se estremecía al ver, una y otra vez, ciervos de cola blanca muertos, tirados sobre la capota de coches y camiones. En las colinas había mucha gente que cazaba. Toby y Jan Smith invitaron a cenar a R.J. y David, y les sirvieron un impresionante asado de venado.

—Encontré un macho joven, de cuatro puntas, justo en la cresta que hay encima de la casa -les explicó Jan-. Siempre salgo con mi tío Carter Smith el primer día de la temporada. He cazado con él desde muchacho.

Le contó que cuando él y su tío cazaban un ciervo siempre seguían una tradición de la familia Smith: le arrancaban el corazón al ciervo allí donde había caído, lo partían en rodajas y se lo comían crudo.

Se complació en compartir ese detalle con ellos y a lo largo del relato fueron captando el sentimiento de amor y camaradería que había entre Jan y su tío.

R.J. reprimió su repugnancia.

No pudo dejar de imaginar qué enfermedades parasitarias podían haberse metido en el cuerpo con el corazón del ciervo, pero desterró tales pensamientos de la cabeza.

Tuvo que reconocer que el venado estaba exquisito, y cantó sus alabanzas mientras comía hasta saciarse.

Se había insertado en una cultura que a ella le resultaba considerablemente extraña. A veces tenía que tragar saliva y adaptarse a tradiciones ajenas a su experiencia.

Había unas cuantas familias que llevaban muchas generaciones en el pueblo -los antepasados de Jan Smith llegaron con sus vacas a Woodfield a finales del siglo Xvii, caminando desde Cape Cody se habían casado entre sí, de manera que daba la impresión de que todos eran primos de todos. Algunos miembros de las antiguas familias de Woodfield acogían bien a los recién llegados, pero otros no.

R.J. observó que los que se sentían más o menos satisfechos consigo mismos, por lo general se abrían a nuevas amistades.

En cambio los que no tenían más esperanza de distinguirse que sus antepasados y su condición de nativos tendían a mostrarse críticos y fríos con «los nuevos».

La mayoría de la gente del pueblo se alegraba de tener allí a la doctora. No obstante, era un ambiente extraño para R.J., quien a menudo tenía la sensación de ser la exploradora de una nueva frontera.

Ser una médica rural era como hacer acrobacias sin red. En Boston, en el Hospital Lemuel Grace, tenía a mano la tecnología diagnóstica y de laboratorio; aquí estaba sola. Seguía existiendo la alta tecnología, pero sus pacientes y ella tenían que hacer un esfuerzo para alcanzarla.

Nunca enviaba a sus pacientes fuera de Woodfield si no era indispensable pues prefería confiar en sus conocimientos y aptitudes.

Pero había ocasiones en las que contemplaba a un paciente, y un silencioso timbre de alarma sonaba con crudeza en su mente y se daba cuenta de que necesitaba ayuda; en tales casos enviaba el paciente a Greenfield, a Northampton o a Pittsfield, o incluso a Boston, New Haven o Hanover, donde la especialización y la tecnología eran mayores. Aún se movía a tientas, pero ya empezaba a conocer íntimamente a algunos pacientes, a escrutar los rincones de sus vidas que influían en su salud, de la manera en que podía hacerlo un médico de pueblo.

Una noche, a las dos de la madrugada, la despertó una llamada de Stacia Hinton, la esposa de Greg Hinton.

—Doctora Cole, nuestra hija Mary y nuestros dos nietos han venido de Nueva York a hacernos una visita. La más pequeña, Kathy, tiene dos años. Es asmática, y ahora ha cogido un resfriado muy malo. Le cuesta muchísimo respirar; se le ha puesto la cara roja y estamos asustados. No sabemos qué hacer.

—Cúbrale la cabeza con una toalla y que haga vahos. Ahora mismo salgo hacia ahí, señora Hinton.

R.J. metió un equipo para traqueotomía en el maletín, pero cuando llegó a casa de los Hinton se dio cuenta de que no iba a necesitarlo. Los vahos le habían ido bien a la pequeña; aún tenía una tos seca, pero le llegaba aire a los pulmones y le había desaparecido la rojez de la cara. R.J. hubiera querido hacerle una radiografía para saber si era epiglotitis, pero un atento examen le reveló que la epiglotis no estaba afectada.

Había una inflamación de las mucosas de la laringe y la tráquea.

Kathy se pasó todo el reconocimiento llorando, y cuando R.J. lo hubo terminado recordó algo que le había visto hacer a su padre con los pacientes de pediatría.

—¿Quieres que te haga un triciclo?

Kathy asintió con la cabeza y contuvo el llanto. R.J. le enjugó las lágrimas de las mejillas y a continuación cogió un depresor para la lengua limpio y dibujó en él un triciclo con su bolígrafo.

La pequeña lo cogió y la miró interesada.

—¿Quieres un payaso?

Kathy volvió a asentir, y no tardó en tener un payaso.

—Ahora Big Bird.

Sus recuerdos de la televisión eran vagos, pero consiguió dibujar un avestruz con sombrero, y la niña sonrió.

—¿Tendrá que ir al hospital?

-preguntó Stacia Hinton.

—No lo creo -respondió R.J.

Dejó algunas muestras farmacéuticas y dos recetas para ir a recogerlas por la mañana, cuando abriera la farmacia de Shelburne Falls-. Que siga haciendo vahos.

Si volviera a empeorar, llámenme enseguida -les indicó. Luego anduvo pesadamente hacia el coche, condujo soñolienta hasta llegar a casa y se desplomó en la cama.

Al día siguiente por la tarde, Greg Hinton se presentó en el consultorio y le dijo a Toby que quería hablar con la doctora en persona. Permaneció sentado, leyendo una revista, hasta que R.J. pudo atenderlo.

—¿Cuánto le debo por lo de anoche?

Cuando se lo dijo, asintió con un gesto y extendió un cheque.

R.J. vio que cubría todo lo que le debía por las visitas anteriores.

—Anoche no lo vi -observó ella.

Él asintió de nuevo.

—Me pareció mejor no estar presente. Me he portado como un idiota con usted, y me resultaba violento hacerle venir a mi casa en plena noche después de lo que le había dicho.

R.J. sonrió.

—No se preocupe por eso, señor Hinton. ¿Cómo está Kathy?

—Mucho mejor. Y gracias a usted. ¿No me guarda rencor?

—No le guardo rencor -dijo ella y estrechó la mano que le tendía.

Con su rebaño de ciento setenta y cinco vacas, Greg Hinton podía permitirse de sobras pagar los servicios de un médico, pero R.J. también atendía a Bonnie y Paul Roche, una pareja joven con dos hijos pequeños que luchaba por sobrevivir con una granja de dieciocho vacas lecheras.

—Cada mes llamo al veterinario -le contó Bonnie Roche- para que haga los análisis a las vacas y les ponga inyecciones, pero no nos alcanza para pagar un seguro médico para nosotros.

Hasta que llegó usted, las vacas recibían mejor atención médica que mis hijos.

Los Roche no eran un caso aislado en Estados Unidos. En noviembre, R.J. fue al antiguo edificio del ayuntamiento y depositó un voto para llevar a Bill Clinton a la presidencia de la nación. Clinton había prometido que proporcionaría un seguro médico a todos los que careciesen de él.

La doctora Roberta Cole pretendía recordarle esta promesa, y echó la papeleta como si estuviera rompiendo una lanza contra el sistema de atención sanitaria.

26

La línea de la nieve

—Sarah ha tenido relaciones sexuales.

Tras un breve silencio, R.J.

preguntó con cautela:

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho ella.

—David, es maravilloso que puedas hablar con tu hija de una cosa tan íntima. Vuestra relación debe ser muy buena.

—Estoy desolado -dijo él con voz contenida, y R.J. se dio cuenta de que era verdad-. Quería que esperase hasta estar preparada.

Era más fácil antes, cuando las mujeres conservaban la virginidad hasta la noche de bodas.

—Tiene diecisiete años, David. Hay quien diría que ya pasa de la edad. He tratado a niñas de once años que ya habían tenido relaciones sexuales. Sarah tiene un cuerpo de mujer, y hormonas de mujer. Cierto que algunas mujeres esperan a casarse antes de tener relaciones sexuales, pero se han convertido en una especie rara.

Incluso en los años en que las solteras debían conservarse vírgenes, muchas no lo eran.

David hizo un gesto de asentimiento. Había estado toda la velada callado y taciturno, pero en aquel momento empezó a hablar de su hija con ternura. Le contó que Natalie y él habían hablado con Sarah sobre la sexualidad antes y después de que su hija llegara a la pubertad, y que se consideraba afortunado porque ella aún quería hablar con él abiertamente.

—Sarah no me concretó con quién lo había hecho, pero como únicamente sale con Bobby Henderson, creo que no es difícil imaginarlo. Dijo que fue como un experimento, que el chico y ella son muy amigos y que les pareció que ya era hora de zanjar el asunto.

—¿Quieres que hable con ella sobre control de natalidad y esas cosas? -Tenía unos deseos enormes de que David le dijera que sí, pero vio que se alarmaba.

—No, no creo que sea necesario. No quiero que sepa que he hablado de ella contigo.

—Entonces me parece que deberías hablarle tú de esas cosas.

—Sí, lo haré. -Se animó un poco-. De todos modos, me dijo que el experimento ha terminado. Valoran demasiado su amistad para arriesgarse a estropearla, y han decidido seguir siendo sólo buenos amigos.

R.J. asintió, aunque no muy convencida. Había observado que en cuanto los jóvenes tenían relaciones sexuales, casi siempre repetían la experiencia.

El día de Acción de Gracias cenó en la cabaña de los Markus.

David había asado el pavo y preparado patatas rellenas al horno, y Sarah había hecho un postre a base de ñames con jarabe de arce, acompañados de una salsa con sus propias frutas y bayas. R.J. llevó tartas de calabaza y de manzana que había confeccionado con pasta congelada del supermercado y un relleno improvisado por ella misma a las tres de la madrugada.

Fue una cena de Acción de Gracias tranquila y muy agradable.

R.J. se alegró de que ni David ni Sarah hubiesen invitado a nadie más. Dieron cuenta de la apetitosa cena, bebieron sidra caliente con azúcar y especias e hicieron palomitas de maíz sobre el fuego del hogar. Para completar su imagen de cómo sería un día de Acción de Gracias perfecto, el cielo encapotado se volvió casi negro al caer la tarde y derramó gruesos copos blancos.

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