R.J. y Toby Smith habían llegado a ser algo más que jefa y empleada. Estaban convirtiéndose en dos buenas amigas que podían hablar en confianza de las cosas verdaderamente importantes. Eso hacía que R.J. se sintiera más vulnerable en lo tocante a su incapacidad para ayudar a Toby y Jan a concebir un hijo.
—Dices que mi biopsia endometrial dio buenos resultados, y que el semen de Jan está bien. Y hemos puesto mucho cuidado en hacer exactamente lo que nos aconsejaste.
—A veces nos resulta imposible saber por qué no se produce el embarazo -contestó R.J. sintiéndose en cierto modo culpable por no haber podido ayudarles-. Creo que deberíais ir a Boston para visitar a un especialista en fertilidad. O a Dartmouth.
—No creo que consiga convencer a Jan para que vaya. Está cansado de todo el asunto. A decir verdad, yo también lo estoy -
replicó Toby en tono irritado-. Hablemos de otra cosa.
Así que R.J. le habló francamente de sus relaciones con David.
Pero Toby apenas comentó nada.
—Me parece que David no te cae demasiado bien.
—No es verdad -protestó Toby-. David le cae bien a casi todo el mundo, pero no sé de nadie que haya intimado con él. Es como... como si viviera encerrado en sí mismo, no sé si lo entiendes.
R.J. lo entendía perfectamente.
—La pregunta importante es: ¿te gusta a ti?
—Sí que me gusta, pero ésa no es la pregunta importante. La pregunta importante es: ¿lo quiero?
Toby enarcó las cejas.
—¿Y cuál es la respuesta importante?
—No lo sé. Somos completamente distintos. Dice que tiene dudas religiosas, pero vive en un mundo muy espiritual, un mundo tan espiritual que yo jamás lo podré compartir con él. Yo antes sólo tenía fe en los antibióticos. -Esbozó una sonrisa pesarosa-. Ahora ni siquiera en eso.
—Entonces... ¿hacia dónde os dirigís?
R.J. se encogió de hombros.
—Tendré que tomar una decisión dentro de poco para no ser injusta con él.
—No te imagino siendo injusta con alguien.
—Te llevarías una sorpresa -replicó R.J.
David estaba terminando los últimos capítulos de su libro. Eso los obligaba a verse con menos frecuencia, pero David estaba llegando al final de un largo y duro camino, y R.J. se alegraba por él.
El escaso tiempo libre de que disponía lo pasaba a solas. Un día que paseaba por la orilla del río encontró los cimientos del aserradero de Harry Crawford, unos grandes bloques de piedra desbastada. Árboles y arbustos envolvían y ocultaban los cimientos, y varios bloques de piedra se habían deslizado al lecho del río. A R.J. le hubiera gustado que David estuviera libre para enseñarle los restos del aserradero.
Junto a uno de los bloques encontró una pequeña piedra corazón, de un mineral azul que no supo identificar. No le pareció muy probable que pudiera encerrar ninguna magia.
Impulsivamente, telefoneó a Sarah.
—¿Quieres venir conmigo al cine?
—Ah..., bueno.
«Una idea tonta», se dijo con severidad. Pero, con gran placer por su parte, la cosa salió bien.
Fueron a Pittsfield en su coche, cenaron en un restaurante tailandés y vieron una película.
—Tenemos que repetirlo otro día -le propuso, con intención de cumplirlo-. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Pero se acumuló el trabajo y fueron pasando los días. Varias veces se cruzó con Sarah en la calle Mayor, y Sarah sonreía al verla. Cada vez le resultaba más agradable encontrársela por casualidad.
Un sábado por la tarde, tres o cuatro semanas después, le sorprendió ver a Sarah por el camino de acceso a su casa. Iba a lomos de “Chaim”, y al llegar le ató las riendas en la barandilla del porche.
—Hola. Qué grata sorpresa.
¿Quieres un té?
—Hola. Sí, gracias.
R.J. sirvió también unas pastas que acababa de sacar del horno y que había hecho siguiendo una receta de Eva Goodhue.
—Puede que les falte algún ingrediente -comentó indecisa-. ¿A ti qué te parece?
Sarah sopesó una pasta.
—Podrían ser más ligeras...
Oye, ¿hay muchas cosas que puedan retrasar la regla? -le preguntó, y R.J. olvidó sus problemas de cocina.
—Bueno, sí. Muchas cosas.
Ës la primera vez que se retrasa?
¿Es sólo una falta?
—Varias faltas.
—Comprendo -dijo en tono jovial, con su voz más controlada de doctora amiga-. ¿Hay otros síntomas?
—Náuseas y vómitos -respondió Sarah-. Lo que se llama malestar matutino, supongo.
—¿Todo esto me lo preguntas para una amiga? ¿Por qué no le dices que venga a verme al consultorio?
Sarah cogió otra pasta, la examinó como si no supiera si comérsela o no, y por fin la devolvió al plato. Luego miró a R.J.
de forma muy parecida a como había mirado la pasta. Cuando se decidió a hablar, su voz encerraba sólo una sombra casi imperceptible de amargura, y apenas un levísimo temblor.
—No lo pregunto para una amiga.
LAS PIEDRAS DEL CORAZÓN
La petición de Sarah
Ese año Sarah llevaba el pelo al estilo de docenas de jóvenes modelos y artistas de cine, en largos y enmarañados tirabuzones. Los gruesos cristales de las gafas hacían mayores y más luminosos sus ojos tiernos y preocupados. La boca, de labios carnosos, le temblaba ligeramente, y los hombros tensos y encorvados parecía que esperaban los golpes vengativos de un Dios castigador. Le habían vuelto a salir los granos de la barbilla, y tenía otro más junto a la aleta de la nariz. Incluso en aquellos momentos en que contenía cuidadosamente la desesperación, seguía pareciéndose a la madre muerta cuyas fotos R.J. había examinado con disimulo, aunque Sarah era más alta y había heredado algunas facciones de David, más pronunciadas; en conjunto encerraba la promesa de una belleza más interesante que la que se revelaba en las fotografías de Natalie.
Bajo el minucioso interrogatorio de R.J., lo que Sarah había descrito como «varias faltas» resultaron ser tres.
—¿Por qué no viniste a verme antes? -le preguntó R.J.
—Siempre tengo unas reglas muy irregulares, y pensaba que ya me vendría.
Además, añadió Sarah, le había costado mucho tomar una decisión.
Los bebés eran maravillosos. Se había pasado muchas horas tendida en la cama, imaginando la dulce suavidad, la desvalida ternura de un bebé.
¿Cómo había podido ocurrirle a ella?
—¿No utilizabais anticonceptivos?
—No.
—Pero, Sarah. ¿Y todos los programas sobre el sida que os dieron en la escuela? -le preguntó R.J. con mal disimulada amargura, sin poderse contener.
—Sabíamos que no íbamos a coger el sida.
—¿Cómo podíais estar seguros de una cosa así?
—Porque ninguno de los dos había hecho nunca el amor con otra persona. La primera vez Bobby utilizó un preservativo, pero la siguiente no teníamos ninguno.
No sabían nada de nada. R.J.
hizo un esfuerzo por mantenerse serena.
—Dime, ¿has hablado de esto con Bobby?
—Está muerto de miedo -respondió Sarah categóricamente.
R.J. asintió.
—Dice que podemos casarnos, si quiero.
—¿Y tú qué dices?
—Me gusta mucho, R.J. Incluso lo quiero mucho. Pero no lo quiero para toda la vida, ¿comprendes? Sé que es demasiado joven para ser un buen padre, y yo soy demasiado joven para ser una buena madre. Quiere ir a la universidad a estudiar derecho y ser un abogado importante en Springfield, como su padre. -Se apartó un mechón de la frente-. Yo quiero ser meteoróloga.
—¿Ah, sí? -Debido a su afición a coleccionar piedras, R.J.
tenía la impresión de que le interesaba la geología.
—Siempre me fijo en el parte meteorológico de la televisión.
Algunos de esos hombres del tiempo son unos gilipollas, unos payasos que no tienen ni idea de nada. Los científicos están descubriendo constantemente cosas nuevas sobre el clima, y creo que una mujer inteligente que trabaje mucho puede llegar muy lejos.
A pesar de su estado de ánimo, R.J. esbozó una sonrisa, aunque fue una sonrisa fugaz. Veía con claridad hacia dónde se encaminaba la conversación, pero quería que fuera la propia Sarah quien llevara la iniciativa.
—¿Cuáles son tus planes, entonces?
—No puedo criar un hijo.
—¿Has pensado en darlo en adopción?
—Lo he pensado muchísimo. En otoño empezaré el último curso. Es un año importante. Necesito una beca para ir a la universidad, y si tengo que ocuparme de un embarazo no podré conseguirla. Quiero abortar.
—¿Estás segura?
—Sí. No lleva mucho tiempo, ¿verdad?
R.J. suspiró.
—No, no mucho, siempre que no se presenten complicaciones.
—¿Suelen presentarse?
—No es muy frecuente. Pero, en realidad, en cualquier cosa que hagas pueden surgir complicaciones.
Se trata de un procedimiento agresivo.
—Pero tú puedes llevarme a un sitio bueno, bueno de verdad,
¿a que sí?
Las pecas resaltaban sobre la tez pálida de Sarah y le daban una apariencia tan joven y vulnerable que a R.J. le costó hablar con normalidad.
—Sí, podría llevarte a un sitio bueno de veras, si es lo que finalmente decides. ¿Por qué no lo hablamos con tu padre?
—¡No! ¡Él no tiene que enterarse de nada! Ni una palabra, ¿me entiendes?
—Estás cometiendo un grave error, Sarah.
—Eso tú no puedes decirlo.
¿Te crees que conoces a mi padre mejor que yo? Cuando murió mi madre, se volvió un borracho que no se tenía en pie. Esto podría hacerle beber de nuevo, y no quiero correr ese riesgo.
Mira, R.J., eres muy buena con mi padre y te aseguro que tiene un gran concepto de ti, pero a mí también me quiere, y tiene...
tiene una imagen irreal de mí. Tengo miedo de que esto sea demasiado para él.
—Pero se trata de una decisión muy importante, Sarah, y no deberías tomarla tú sola.
—No estoy sola. Te tengo a ti.
Eso obligó a R.J. a pronunciar cuatro palabras muy duras:
—No soy tu madre.
—No necesito una madre. Lo que necesito es una amiga -Sarah la miró-. Lo haré igualmente con o sin tu ayuda, R.J. Pero te necesito a mi lado.
R.J. la miró a su vez y finalmente hizo un gesto de asentimiento.
—Muy bien, Sarah. Seré tu amiga. -Algo en la expresión o en las palabras reveló su dolor, y la muchacha le cogió la mano.
—Gracias, R.J. ¿Tendré que pasar la noche en la clínica?
—Por lo que me has dicho, creo que has entrado en el segundo trimestre. Un aborto de segundo trimestre es un procedimiento de dos días. Y luego habrá hemorragia, seguramente más que un flujo menstrual intenso. Piensa que tendrás que pasar al men o s u n a n o ch e fu era d e ca sa . P er o , S a ra h , en Massachusetts, una menor de dieciocho años necesita el consentimiento de los padres para abortar.
Sarah la contempló fijamente.
—Puedes hacerme el aborto aquí.
—No, de ninguna manera.
-R.J. le cogió la otra mano y percibió la tranquilizadora energía juvenil-. Aquí no tengo medios para practicar un aborto, y las dos queremos que se haga de la mejor manera posible. Si estás absolutamente segura de que quieres abortar, sólo tienes dos alternativas: puedes ir a una clínica de otro estado o puedes pedir a un juez que te autorice a abortar en éste sin el consentimiento paterno.
—Oh, Dios. ¿Tengo que presentarme en público?
—No, de ninguna manera. Verías al juez en la intimidad de su despacho; a solas los dos.
—¿Tú qué harías si estuvieras en mi lugar?
Se sintió acorralada por esta pregunta directa. No era posible evadirla, y le debía una respuesta a la joven.
—Iría a hablar con el juez -respondió decidida-. Podría concertar la entrevista en tu nombre.
Casi nunca niegan la autorización.
Y luego podrías ir a una clínica de Boston; estuve trabajando allí algún tiempo y sé que es muy buena.
Sarah sonrió y se enjugó los ojos con las yemas de los dedos.
—Entonces, lo haremos así.
Pero ¿cuánto costará?
—Un aborto de primer trimestre cuesta trescientos veinte dólares.
Un aborto de segundo trimestre, como el que tú necesitas, es más complicado y más caro. Quinientos cincuenta dólares. No tienes ese dinero, ¿verdad?
—No.
—Yo pagaré la mitad. Y tienes que decirle a Robert Henderson que ha de pagar el resto. ¿De acuerdo?
Sarah asintió con un gesto.
Por primera vez empezaron a temblarle los hombros.
—Pero lo primero que necesitas es un examen físico.
A pesar de lo que había dicho antes, y aunque R.J. no consideraba que Sarah fuera realmente su hija, era alguien con quien tenía una estrecha relación personal. Se sentía tan incapaz de hacerle un examen interno a Sarah Markus como si ella misma hubiera sufrido los dolores de dar a luz a Sarah, o hubiera estado en el ascensor de los grandes almacenes cuando Sarah se orinó sobre la moqueta, o la hubiera acompañado a la escuela por primera vez.
Descolgó el teléfono, llamó al consultorio de Daniel Noyes en Greenfield y concertó una visita para Sarah.
El doctor Noyes concluyó que, en la medida en que él podía afirmarlo, Sarah llevaba catorce semanas de embarazo.
Demasiado tiempo. El firme y joven abdomen de la muchacha apenas estaba abultado, pero no seguiría mucho tiempo así.
R.J. sabía que cada día que pasara las células se multiplicarían, el feto crecería y el aborto resultaría más complicado.
Solicitó una audiencia judicial con el honorable Geoffrey J.
Moynihan. Llevó a Sarah al juzgado en su automóvil, le dio un beso antes de dejarla en el despacho del juez y se sentó a esperar en el duro banco de madera pulida que había en el pasillo de mármol.
El objeto de la audiencia consistía en convencer al juez Moynihan de que Sarah era lo bastante madura para someterse a un aborto.
Para R.J., la audiencia misma era una cuestión intrincada: si Sarah no era bastante madura para abortar, ¿cómo podía serlo para dar a luz y criar un hijo?
La entrevista con el juez duró doce minutos. Al salir, Sarah hizo un gesto afirmativo con expresión sombría.
R.J. le pasó un brazo por los hombros y se dirigieron juntas hacia el coche.
Una pequeña excursión
«Después de todo, ¿qué es una mentira? No es sino la verdad enmascarada», escribió Byron. R.J.