La doctora Cole (37 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

Los empleados de la funeraria cargaron el ataúd. El director mandó publicar una esquela en el periódico de la mañana, pero poca gente la vio a tiempo para asistir al funeral. En el cementerio Beth Moses de West Babylon, dos chicas que habían ido al colegio con Sarah se cogieron de la mano y se echaron a llorar, y cinco asistentes al funeral que habían conocido a nuestra familia cuando empezaba su andadura en Roslyn contemplaron apesadumbrados cómo despedía a los sepultureros y llenaba la tumba yo mismo.

Las piedras de las primeras paladas resonaron sobre el ataúd; el resto fue sólo tierra sobre tierra hasta que llegó al nivel del suelo, y luego formó un montículo.

»Una mujer obesa a la que me costó reconocer -que en una versión más joven y esbelta había sido la mejor amiga de Natalie- se puso a sollozar y me abrazó, y su marido me pidió que fuera a casa con ellos. Apenas me daba cuenta de lo que les decía.

»Me fui inmediatamente, detrás del coche fúnebre. Conduje un par de kilómetros y me metí en el aparcamiento vacío de una iglesia, donde esperé más de una hora. Cuando regresé al cementerio, todos los asistentes al funeral se habían marchado.

»Las dos tumbas estaban muy próximas. Me senté entre ellas, con una mano en el borde de la tumba de Sarah y otra en la de Natalie. Nadie me molestó.

»Entrada la tarde, subí al coche y me alejé.

»Me movía sin rumbo. Era como si el coche me condujese a mí, por la avenida Wellwood, por autopistas, sobre puentes.

»Entré en Nueva Jersey.

»En Newark me detuve en el Old Glory, un bar de trabajadores justo en la salida de la autopista.

Me tomé tres vasos seguidos, pero empecé a captar las miradas, los silencios. Si hubiera llevado un mono o unos tejanos no habría pasado nada, pero vestía un traje azul marino de Hart Schaffner _& Mark, arrugado y sucio de tierra, llevaba coleta, y ya no era joven.

Así que pagué y salí del bar. Fui andando a una licorería, compré tres botellas de Beefeater y me las llevé al hotel más cercano.

»He oído hablar a centenares de borrachos sobre el sabor del licor.

Algunos lo llaman _«estrellas líquidas_«, _«néctar_«, _«placer de dioses_«. Otros, como yo, no soportan el sabor de los alcoholes de grano y se dedican al vodka o la ginebra. Buscaba el olvido, y bebí hasta caer dormido. Cada vez que despertaba, permanecía unos instantes perplejo, buscando a tientas en la memoria, hasta que los horrendos recuerdos caían sobre mí como una inundación y empezaba a beber de nuevo.

»Era una vieja pauta que había perfeccionado hacía mucho tiempo: beber en habitaciones cerradas con llave en las que estaba a salvo.

Las tres botellas me tuvieron borracho cuatro días. Pasé un día y una noche terriblemente enfermo, y al día siguiente tomé el desayuno más suave que encontré, abandoné el motel y dejé que el coche me llevara a alguna parte.

»Era una rutina que ya había vivido antes; estaba familiarizado con ella y me resultó fácil adaptarme de nuevo. Nunca conducía en estado de embriaguez pues comprendía que lo único que me separaba del desastre era el coche, la cartera con sus tarjetas de plástico y el talonario de cheques.

»Conducía despacio y automáticamente, con la mente nublada, intentando dejar atrás la realidad.

Pero siempre llegaba un momento, más pronto o más tarde, en que la realidad entraba en el coche y viajaba conmigo, y cuando el dolor llegaba a hacerse insoportable, detenía el coche, compraba un par de botellas y me encerraba en una habitación.

»Me emborraché en Harrisburg, Pensilvania. Me emborraché en las afueras de Cincinnati, Ohio, y en sitios de los que nunca llegué a saber el nombre. Pasé el resto del verano entre intervalos de borrachera y lucidez.

»Una cálida mañana de principios de otoño, muy temprano, me encontré conduciendo por una carretera rural, con una resaca muy fuerte. El paisaje era hermoso y ondulado, aunque las colinas eran más bajas que en Woodfield y había más campos cultivados que bosque.

Adelanté una calesa tirada por un solo caballo y conducida por un hombre barbudo con sombrero de paja, camisa blanca y pantalones negros con tirantes.

»Amish.

»Pasé ante una granja y vi a una mujer con vestido largo que ayudaba a dos muchachos a descargar calabazas de invierno de un carro plano. Al otro lado de un maizal, un hombre cosechaba avena con un tiro de cinco caballos.

»Tenía náuseas y me dolía la cabeza.

»Seguí conduciendo lentamente por la región, casas blancas o sin pintar, magníficos graneros, arcas de agua con molinos de viento, campos bien cuidados. Pensé que quizás estaba de nuevo en Pensilvania, tal vez cerca de Lancaster, pero poco después llegué al límite del término municipal y supe que estaba saliendo de Apple Creek, Ohio, para entrar en el término de Kidron. Tenía una sed enorme. Me hallaba a menos de dos kilómetros de una población con tiendas, un motel, Coca-Cola fría, comida.

Pero no lo sabía.

»Fácilmente habría podido pasar de largo ante la casa, pero encontré una calesa vacía con las varas apoyadas en el asfalto de la carretera y unas tiras de cuero rotas que explicaban sin palabras cómo había escapado el caballo.

»Adelanté a un hombre que corría tras una yegua. El animal mantenía la distancia sin dejarse alcanzar, como si supiera muy bien lo que estaba haciendo.

»Sin pensarlo dos veces, atravesé el coche en el camino para cerrarle el paso a la yegua, bajé y me puse a agitar los brazos hacia el animal que se acercaba. A un lado de la carretera había una valla, y al otro una espesa plantación de maíz; cuando la yegua redujo el paso, me adelanté y, hablándole con voz pausada, le sujeté la brida.

»El hombre llegó jadeando, con el rostro encendido.

»—”Danke. Sehr Danke”. Sabe usted tratar a estos animales,

¿eh?

»—Antes teníamos un caballo.

»La cara del hombre empezó a desdibujarse y me apoyé en el automóvil.

»—¿Está usted “krank”? ¿Ayuda necesita?

»—No, estoy bien. Estoy perfectamente. -El vértigo empezaba a ceder. Lo que necesitaba era resguardarme del brillante martillo del sol. Tenía Tylenol en el coche-. Quizá sepa usted dónde podría encontrar un poco de agua.

»El hombre asintió y señaló la casa más cercana.

»—Esa gente le dará agua.

Llame a la puerta.

»La granja estaba rodeada de maizales, pero sus dueños no eran

“amish”: desde donde me hallaba podía ver varios automóviles aparcados en el patio de atrás. Ya había llamado a la puerta cuando me fijé en un pequeño letrero:

“Yeshiva Yisroel”, la Casa de Estudio de Israel. Por las ventanas abiertas me llegó el sonido de un canto en hebreo, inconfundiblemente uno de los salmos: “Bayt Yisroel barachu et-Adonai, bayt Aharon barachu et-Adonai”. Oh, casa de Israel, bendice al Señor; oh, casa de Aaron, bendice al Señor.

»Me abrió la puerta un hombre barbudo al que los pantalones oscuros y la camisa blanca hacían parecer un “amish”, pero llevaba un casquete en la cabeza, tenía el brazo izquierdo arremangado y unas filacterias enrolladas alrededor de la frente y el brazo. Dentro había varios hombres sentados en torno a una mesa.

»Me miró directamente a los ojos.

»—Entre, entre. “Bist ah Yid?”

»—Sí.

»—Le estábamos esperando -dijo en yiddish.

»No hubo presentaciones; las presentaciones vinieron luego.

—Es usted el décimo hombre -me explicó un hombre de barba canosa.

»Comprendí que yo hacía el “minyan”, el número mínimo de personas que les permitía dejar de cantar los salmos y dar comienzo a las oraciones matinales. Uno o dos de ellos sonrieron; otro masculló que, “Gottenyu”, ya era hora. Yo gemí para mis adentros: ni en las mejores circunstancias me apetecía verme atrapado en un servicio ortodoxo.

»Pero ¿qué otra cosa podía hacer? En la mesa había vasos y un frasco de agua, y antes que nada me dejaron beber. Luego, alguien me tendió unas filacterias.

»—No, gracias.

»—¿Cómo? No sea “nahr”, debe ponerse las “tefillin”, no le van a morder -rezongó el hombre.

»Hacía muchos años que no las usaba y tuvieron que ayudarme a enrollar correctamente la fina correa de cuero alrededor de la frente, a través de la palma y en torno al dedo medio, y a sujetar entre los ojos la caja que contenía la Escritura. Mientras tanto, llegaron otros dos hombres, se pusieron las “tefillin” y recitaron la “brocha”, pero nadie me dio prisa.

Luego supe que estaban acostumbrados a recibir judíos irreligiosos que se presentaban de improviso; era un “mitzvah”, ellos consideraban una bendición tener la posibilidad de ofrecer instrucción a alguien. Cuando empezaron las plegarias, descubrí que mi hebreo estaba oxidado, aunque todavía era muy utilizable; en el seminario, en los viejos tiempos, había recibido elogios por mi hermosa pronunciación.

Hacia el final del servicio, tres hombres se pusieron en pie para decir “Kaddish”, las oraciones por los recién fallecidos, y yo me levanté con ellos.

»Después de rezar desayunamos naranjas, huevos duros,

“kichlach” y té cargado. Estaba buscando la manera de escapar cuando retiraron los restos del desayuno y trajeron varios libros enormes en hebreo, las hojas amarillentas y manoseadas, las esquinas de las cubiertas de piel dobladas y gastadas.

»Inmediatamente empezaron a estudiar, sentados en sus sillas de cocina de distinta procedencia, pero no sólo a estudiar sino a debatir, a argumentar, a escuchar con absoluta atención. El tema era en qué medida la humanidad se compone de “yetzer hatov”, buenas inclinaciones, antes que de “yetzer harah”, inclinaciones a hacer el mal.

Me asombró el escaso uso que hacían de los textos extendidos ante ellos; citaban de memoria pasajes enteros de la ley oral que redactó el rabino Judá hace mil ochocientos años. Sus mentes recorrían a toda velocidad los Talmuds de Babilonia y Jerusalén, sin esfuerzo y con elegancia, como muchachos haciendo acrobacias en monopatín.

Se enzarzaban en complejos debates sobre puntos dudosos de

“la Guía de perplejos”, el “Zohar” y una docena de comentarios.

Comprendí que era testigo de una muestra de erudición cotidiana tal como se había practicado durante casi seis mil años en muchos lugares del mundo, en la gran academia talmúdica de Nahardea, en la “beth midresh” de Rashi, en el estudio de Maimónides, en las “yeshivas” de Europa oriental.

»A veces el debate se desarrollaba en ráfagas mercuriales de yiddish, hebreo, arameo e inglés coloquial. Buena parte de él se me escapaba, pero a menudo se volvía más lento, cuando consideraban una cita. Aún me dolía la cabeza, pero me sentía fascinado por lo que alcanzaba a comprender.

»El que dirigía la reunión era un judío anciano de barba y melena blancas, con una barriga prominente bajo el manto de oración, manchas en la corbata y gafas redondas con montura metálica que ampliaban unos ojos azul ágata de mirada intensa.

El rabino permanecía sentado y respondía a las preguntas que de vez en cuando le formulaban.

»La mañana transcurrió rápidamente. Tenía la sensación de ser cautivo de un sueño. A medio día, cuando hicieron una pausa para almorzar, los eruditos fueron en busca de sus bolsas de papel marrón y yo desperté de mi ensueño y me dispuse a partir, pero el rabino me llamó por señas.

»—Venga conmigo, por favor.

Comeremos algo.

»Salimos de la sala de estudio y, después de cruzar dos aulas pequeñas con hileras de pupitres gastados y trabajos infantiles en hebreo colgados de las paredes junto a la pizarra, subimos un tramo de escaleras.

»Era un apartamento pulcro y pequeño, de suelos pintados resplandecientes, con tapetitos de encaje en los muebles de la sala.

Todo se hallaba en su sitio; era evidente que allí no había niños pequeños.

»—Vivo aquí con mi esposa Dvora. Ahora está trabajando en el pueblo de al lado; vende “klayder” de mujer. Soy el rabino Moscowitz.

»—David Markus.

»Nos dimos la mano.

»La vendedora había dejado ensalada de atún y verduras en el frigorífico, y el rabino sacó del congelador unas rebanadas de

“challa” y las metió en la tostadora.

»—”Nu” -dijo después de bendecir la mesa, cuando ya estábamos comiendo-. Y usted, ¿a qué se dedica? ¿Es viajante?

»Vacilé un momento. Si respondía que era vendedor de fincas, suscitaría una curiosidad incómoda sobre lo que podía estar en venta en la zona.

»—Soy escritor.

»—¿De veras? ¿Y sobre qué escribe?

»Era lo que ocurría cuando se tejía un velo enmarañado, me reconvine.

»—Sobre agricultura.

»—Hay muchas granjas por aquí -observó el rabino, y yo asentí con un gesto.

»Comimos en amistoso silencio.

Al terminar, le ayudé a despejar la mesa.

»—¿Le gustan las manzanas?

»—Sí.

»El rabino sacó del frigorífico unas cuantas Macintosh tempranas.

»—¿Tiene algún sitio donde alojarse esta noche?

»—Todavía no.

»—Entonces, quédese con nosotros. Alquilamos la habitación sobrante; no es cara, y por la mañana nos ayudará a hacer el

“minyan”.

¿Por qué no?

»La manzana que mordí era ácida y crujiente. En la pared vi un calendario de un fabricante de “matzoh”, con una fotografía del Muro de las “Lamentaciones”. Estaba muy cansado de ir en coche, y cuando visité el cuarto de baño lo encontré impoluto.

_«Realmente, ¿por qué no?_«, pensé medio mareado.

»El rabino Moscowitz se levantó varias veces durante la noche para ir al baño, arrastrando los pies con juanetes, calzados con zapatillas; conjeturé que padecía de la próstata.

»Dvora, la esposa del rabino, era una mujer pequeña, de pelo canoso, rostro sonrosado y mirada vivaz. Me recordó a una ardilla bondadosa, y por las mañanas cantaba canciones de amor en yiddish con voz dulce y temblorosa mientras preparaba el desayuno.

»No guardé la ropa en los cajones de la cómoda sino que me limité a irla cogiendo de la maleta, porque sabía que no estaría allí mucho tiempo. Cada mañana me hacía la cama y recogía mis cosas. Dvora Moscowitz me dijo que todo el mundo debería tener un huésped así.

»El viernes cenamos lo mismo que me servía mi madre cuando era pequeño: “gefilte” de pescado, sopa de pollo con “mandlen”, pollo asado con “kugel” de patata, compota de frutas y té. El viernes por la tarde, Dvora preparó un “cholent” para el día siguiente, en que estaba prohibido cocinar. Echó patatas, cebollas, ajo, cebada perlada y judías blancas en una cazuela de tierra y lo cubrió todo con agua; luego añadió sal, pimienta y pimentón y lo puso a hervir. Un par de horas antes de que empezara el “sabbath”, añadió un gran “flanken” y metió la cazuela en el horno, donde coció a fuego lento durante todo el

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