De hecho, Mack llegó antes de que R.J. hubiera sacado la bolsa del coche. Se sentaron en la cocina, y el jefe de policía le explicó que había detenido a los tres hombres y les había hecho pasar la noche en la minúscula celda, parecida a una mazmorra, que había en el sótano del ayuntamiento.
—¿Y siguen allí?
—No, ya no, doctora. No pude acusarlos de incendio premeditado: no habían sacado los materiales incendiarios de la camioneta, y ellos alegaron que iban a quemar maleza y que habían parado en su casa para preguntar cómo se llega a la carretera de Shelburne Falls.
—¿Podría ser cierto?
McCourtney suspiró.
—Me temo que no. ¿Por qué iban a dejar la camioneta sobre el césped, fuera del camino, si sólo querían pedir indicaciones? Y
tenían un permiso para quemar hierba, una burda coartada porque era una autorización para quemarla en Dalton, en el condado de Berkshire, y estaban muy lejos de esa población.
»He comprobado además que sus nombres figuran en la lista del fiscal general de activistas contra el aborto.
—Oh.
El jefe de policía asintió.
—Ya lo ve. La camioneta llevaba placas de matrícula robadas, y el propietario tuvo que comparecer en el juzgado de Greenfield bajo esa acusación. Alguien se presentó inmediatamente con el dinero de la fianza.
Mack tenía sus nombres y direcciones, y le mostró a R.J. las fotografías Polaroid que les había tomado en su oficina.
—¿Reconoce a alguno?
Quizás el obeso y barbudo era uno de los que la habían seguido desde Springfield.
Quizá no.
—No estoy segura.
McCourtney, que de ordinario era un policía apacible y completamente respetuoso de los derechos civiles de los ciudadanos, se había excedido en sus atribuciones, confesó, «y eso podría costarme el puesto si lo comenta usted con alguien».
Cuando tenía a los detenidos en el calabozo, les advirtió con toda claridad que si ellos o alguno de sus amigos volvían a molestar a la doctora Roberta J.
Cole, él personalmente les garantizaba unos huesos rotos y unas lisiaduras permanentes.
—Al menos los tuvimos toda la noche en el calabozo. Es una celda realmente asquerosa -concluyó con satisfacción. Luego, McCourtney se puso en pie, le dio unas palmaditas en el hombro, un tanto cohibido, y se marchó.
David regresó al día siguiente.
Se saludaron de un modo algo forzado, pero cuando ella le contó lo ocurrido, él se acercó y la rodeó entre sus brazos.
David quiso hablar con McCourtney, así que acudieron a su despacho en un cuartito del sótano.
—¿Cómo podemos protegernos?
-le preguntó David.
—¿Tiene pistola?
—No.
—Podría comprarse una. Le ayudaré a conseguir la licencia.
Estuvo usted en Vietnam, ¿verdad?
—Era capellán.
—Comprendo. -McCourtney suspiró-. Procuraré tener vigilada su casa, R.J.
—Gracias, Mack.
—Pero cuando salgo de patrulla he de cubrir un territorio muy grande -añadió.
Al día siguiente, un electricista instaló focos en todos los lados de la casa, con sensores térmicos que encendían las luces en cuanto una persona o un automóvil se acercaban a menos de diez metros. R.J. llamó a una empresa especializada en sistemas de seguridad, y un equipo de operarios se pasó todo un día instalando alarmas que se dispararían si algún intruso abría una puerta exterior, y detectores de calor y de movimiento que activarían la alarma si a pesar de todo alguien conseguía introducirse en la casa. El sistema estaba diseñado para avisar a la policía o a los bomberos en cuestión de segundos.
Poco más de una semana después de instalar todos los artilugios electrónicos, Barbara Eustis contrató a dos médicos con dedicación completa cara la clínica de Springfield y pudo prescindir de R.J., que recobró sus jueves libres.
Al cabo de unos días, tanto David como ella prescindieron en gran medida del sistema de seguridad. R.J. sabía que los activistas ya no se interesarían por ella; al enterarse de la llegada de dos médicos nuevos, pasarían a concentrarse en ellos. Pero aunque volvía a ser libre, a veces no podía creérselo.
Tenía una pesadilla recurrente en la que David no había regresado, o tal vez se había marchado de nuevo, y los tres hombres venían a por ella. Cada vez que despertaba sobresaltada por este sueño, o porque la vieja casa crujía bajo el viento o gruñía como suelen hacer las casas artríticas, extendía la mano hacia el cuadro de mandos situado junto a la cama y pulsaba el botón que llenaba el foso electrónico y sacaba los dragones a patrullar. Y luego buscaba a tientas bajo las sábanas para ver si realmente había sido un sueño.
Para ver si David aún estaba allí.
La contestación a una pregunta
Cuando R.J. escribió a los directores de diversos hospitales para informarles sobre las oportunidades que ofrecía la práctica de la medicina en las colinas de Berkshire, puso de relieve la belleza de la campiña y las posibilidades de caza y pesca. No esperaba un diluvio de respuestas, pero tampoco que su carta no obtuviera ninguna contestación.
Así pues se sintió complacida cuando por fin recibió una llamada telefónica de cierto Peter Gerome, quien le explicó que había realizado una residencia en medicina en el Centro Médico de Nueva Inglaterra y otra especializada en medicina familiar en el Centro Médico de la Universidad de Massachusetts.
—En estos momentos estoy trabajando en un departamento de urgencias mientras busco un lugar para instalarme en el campo. ¿Podría venir a visitarla con mi esposa?
—Vengan en cuanto puedan -contestó R.J.
Concertaron una fecha para la visita y esa misma tarde le envió al doctor Gerome las indicaciones para llegar a su consultorio, transmitiéndoselas por medio de su última concesión a la tecnología, un fax que le permitiría recibir mensajes e historiales clínicos de los hospitales y de otros médicos.
La inminente visita la dejó pensativa.
—Sería mucho pedir que el único que nos ha contestado resultara satisfactorio -comentó con Gwen, aunque de todos modos deseaba que la visita fuese atractiva-. Por lo menos verá el paisaje en su mejor época; las hojas ya han empezado a cambiar de color.
Pero, tal como a veces ocurre en otoño, el día anterior a la llegada de Peter Gerome y su esposa empezó a caer una lluvia torrencial sobre Nueva Inglaterra.
El aguacero tamborileó sobre el tejado de la casa durante toda la noche, y a R.J. no le sorprendió descubrir a la mañana siguiente que los árboles habían perdido casi todo el vistoso follaje.
Los Gerome eran una pareja simpática. Peter Gerome era un joven corpulento que hacía pensar en un osito de peluche, con cara redondeada, bondadosos ojos marrones tras unos gruesos cristales y un cabello casi ceniciento que constantemente le caía sobre el ojo derecho. Su esposa Estelle, a la que presentó como Estie, era una atractiva morena ligeramente gruesa, enfermera anestesista titulada.
Tenía un carácter muy parecido al de su esposo, con una actitud amable y sosegada que a R.J. le gustó desde el primer momento.
Los Gerome llegaron un jueves.
R.J. los llevó a ver a Gwen y luego los condujo por toda la parte occidental del condado, con paradas en Greenfield y Northampton para visitar los hospitales.
—¿Cómo ha ido? -le preguntó Gwen por teléfono al terminar la jornada.
—No sé qué decirte. No es que dieran saltos de entusiasmo.
—Me parece que realmente no son de los que dan saltos -
observó Gwen-. Son de los que piensan.
En cualquier caso, lo que habían visto les gustó lo suficiente para volver de nuevo, esta vez en una visita de cuatro días. R.J.
hubiera querido alojarlos en su casa, pero el cuarto de los invitados se había convertido en el estudio de David. Había partes del manuscrito dispersas por toda la habitación, y él trabajaba febrilmente para terminar el libro. Gwen todavía no estaba lo bastante instalada como para recibir huéspedes, pero los Gerome encontraron sitio en una pensión de la calle Mayor, a dos manzanas del consultorio de R.J., y ésta y Gwen se conformaron con invitarlos a cenar en casa todas las noches.
R.J. empezó a desear que se mudaran a la región. Los dos tenían una preparación y una experiencia ejemplares, y formulaban preguntas prácticas y atinadas cuando se hablaba del grupo médico informal, semejante a una SMS, que Gwen y ella querían establecer en las colinas.
Los Gerome dedicaron los cuatro días a moverse por el condado, deteniéndose a hablar con gente en ayuntamientos, comercios y estaciones de bomberos. La tarde del cuarto día era gélida y nublada, pero R.J. los llevó a pasear por el sendero del bosque, y Peter se fijó en el Catamount.
—Parece un buen río truchero -observó.
R.J. sonrió.
—Es muy bueno.
—¿Nos dará permiso para pescar cuando nos traslademos a vivir aquí?
R.J. se sintió muy complacida.
—Claro que sí.
—Entonces no hay más que hablar -dijo Estie Gerome.
El cambio -más que el mero cambio de estación- flotaba en el aire helado y plomizo. Toby aún no había llegado a los seis meses de embarazo, pero se disponía a dejar el consultorio de R.J. Pensaba dedicar un mes a preparar las cosas para el bebé y ayudar a Peter Gerome a encontrar y arreglar un local adecuado. Después pasaría a ser directora comercial de la Cooperativa Médica de las Colinas y repartiría su tiempo entre el consultorio de R.J. y los de Peter y Gwen, se encargaría de toda la facturación, compraría los libros de cuentas y llevaría las tres contabilidades distintas.
En cuanto a su función como recepcionista, Toby recomendó a su propia sustituta, y R.J. la contrató sin dudarlo porque sabía que Toby tenía muy buen instinto para juzgar a la gente. Mary Wilson había formado parte de la junta de planificación municipal a la que tuvo que acudir R.J. para solicitar el permiso de obras cuando instaló el consultorio. Seguramente Mary sería una recepcionista excelente, pero R.J. era consciente de que echaría de menos ver a Toby todos los días. Para celebrar el nuevo trabajo de Toby, R.J. y Gwen la invitaron a cenar en la hostería de Deerfield.
Se reunieron en el restaurante al terminar la jornada. Toby no podía beber alcohol, debido al embarazo, pero las tres se pusieron rápidamente de buen humor sin necesidad de vino, y brindaron con zumo de arándano por el nuevo bebé y por el nuevo trabajo. R.J. sentía un profundo afecto por sus dos amigas y se lo pasó muy bien.
Durante el viaje de regreso hacia la montaña de Woodfield empezó a llover. Cuando R.J. dejó a Toby en su casa estaba cayendo un fuerte aguacero, y siguió adelante con precaución, la mirada fija en la carretera más allá de los limpiaparabrisas.
Aunque iba concentrada en la conducción, al pasar ante la granja de Gregory Hinton se dio cuenta de que estaba encendida la luz del establo y vislumbró una figura sentada en su interior.
La carretera estaba resbaladiza y en lugar de frenar redujo la velocidad. Cuando llegó a la pista de tierra que conducía al prado de los Hinton dio media vuelta y volvió atrás. Gregory estaba recibiendo un tratamiento combinado de radiación y quimioterapia, y había perdido el cabello y sufría otros efectos secundarios. No haría ningún daño detenerse a saludarlo, pensó R.J.
Llevó el coche hasta la puerta misma del establo y echó a correr bajo la lluvia. Hinton se volvió al oír el ruido de la portezuela.
Estaba sentado en una silla plegable ante una de las casillas del establo, vestido con un mono y una chaqueta de trabajo, la reciente calvicie oculta bajo una gorra publicitaria de una marca de abonos.
—Menuda nochecita. Hola, Greg, ¿cómo se encuentra?
—R.J.... Bueno, ya sabe.
-Meneó la cabeza-. Náuseas, diarrea. Débil como un bebé.
—Es la peor parte del tratamiento. Se encontrará mucho mejor cuando haya terminado. El caso es que no hay otra alternativa; tenemos que impedir que crezca el tumor, y reducirlo si es posible.
—Maldita enfermedad. -Le señaló otra silla plegable con armazón de metal que había en el interior del establo-. ¿Se sienta un rato?
—Sí, me sentaré.
Fue en busca de la silla. Nunca había estado en aquel establo, que se extendía ante ella en la penumbra como un hangar para aviones, con las vacas a ambos lados en sus casillas individuales. Muy por encima, bajo la vasta techumbre, algo descendió en picado y volvió a remontarse con un aleteo, y Greg Hinton vio que dirigía la mirada hacia allí.
—Es sólo un murciélago. Siempre se quedan en lo más alto.
—Menudo establo -comentó ella.
Él asintió con la cabeza.
—En realidad son dos establos juntos. Esta parte es la original.
La parte de atrás era otro establo, trasladado hasta aquí por medio de bueyes hace cosa de cien años. Siempre he pensado instalar esas modernas ordeñadoras mecánicas, pero nunca he llegado a hacerlo. Stacia y yo las ordeñamos a la antigua usanza, con las vacas uncidas a su pesebre para que no se nos echen encima.
Cerró los ojos, y R.J. se aproximó y posó una mano sobre la del hombre.
—¿Cree que algún día encontrarán un remedio para esta maldita enfermedad, R.J.?
—Creo que sí, Greg. Están investigando remedios genéticos para muchas enfermedades, entre ellas diversos tipos de cáncer.
Dentro de pocos años las cosas serán muy distintas. Va a ser un mundo nuevo.
El granjero abrió los ojos y buscó la mirada de R.J.
—¿Cuántos años?
La gran vaca blanca y negra que había en la casilla más cercana mugió de pronto, un sonido fuerte y quejumbroso que la sobresaltó.
¿Cuántos años? Hizo acopio de fuerzas para contestar.
—Oh, Greg, no lo sé. Puede que cinco. Es sólo una suposición.
Gregory Hinton le dirigió una amarga sombra de sonrisa.
—Bien, los que sean. Yo ya no estaré aquí para ver ese mundo nuevo, ¿eh?
—No lo sé. Mucha gente que tiene esta misma enfermedad vive bastantes años. Lo importante es que crea usted, pero que lo crea de veras, que va a ser una de esas personas. Sé que es usted religioso, y no le haría ningún daño rezar mucho en estos momentos.
—¿Querrá hacerme un favor?
—¿De qué se trata?
—¿Rezará usted también por mí, R.J.?
«Te equivocas de número, amigo», pensó, pero le dirigió una sonrisa.
—Bien, eso tampoco puede hacer ningún daño, ¿verdad? -dijo, y le prometió que lo haría.