La doctora Cole (45 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

Para ella fue un momento terrible, pero el mensaje que recibió de las manos de su padre le dibujó una sonrisa en la cara y, cuando se adelantó para darle un beso, él esbozó una fugaz sonrisa de alivio.

El Día de Acción de Gracias, Susan y ella se hicieron servir sendas comidas de hospital en la habitación de su padre.

—Esta mañana, mientras pasaba visita, me he encontrado con Sumner Kellicker -comentó Susan-.

Está muy satisfecho de tu estado y dice que dentro de dos o tres días te dará de alta.

R.J. sabía que debía regresar con sus pacientes.

—Tendremos que buscar a alguien para que se instale en el apartamento contigo durante unos días.

—De ninguna manera. Te alojarás en mi casa, ¿verdad, Robert?

—No lo sé, Susan. No quiero que pienses en mí como un paciente.

—Creo que ya es hora de que pensemos el uno en el otro de todas las maneras posibles -adujo Susan.

Al final, él aceptó ir a su casa.

—Tengo una buena cocinera que va todos los días entre semana a preparar la cena. Vigilaremos la dieta de Robert y nos encargaremos de que haga tanto ejercicio como le convenga. No debes preocuparte por él -dijo, y R.J. le prometió que no se preocuparía.

Al día siguiente embarcó en el vuelo de las seis y veinte de la tarde con destino a Hartford, en Connecticut. Cuando sobrevolaban el aeropuerto de llegada, el piloto anunció:

—La temperatura en tierra es de cinco grados y medio bajo cero.

Bienvenidos al mundo real.

El aire nocturno era cortante y duro, el aire de Nueva Inglaterra a fines de otoño.

R.J. subió al coche y condujo lentamente hacia Massachusetts, hacia las colinas.

Cuando llegó ante el camino de entrada notó que algo había cambiado.

Detuvo el coche unos instantes y examinó la oscura casa que abrazaba el límite, pero todo le pareció igual. Hasta la mañana siguiente, cuando miró por la ventana hacia el rótulo que colgaba junto a la carretera, no se dio cuenta de que las dos armellas de la parte inferior estaban vacías.

54

La siembra

En la helada oscuridad, antes del amanecer, el viento soplaba desde las alturas y barría el prado para azotar la casa. En duermevela, R.J. oía con agrado las ráfagas del viento. La despertó la luz del día en ciernes. Se arrebujó bajo la cálida colcha doble para perderse en largos pensamientos hasta que se obligó a levantarse de la cama y meterse de un salto bajo la ducha.

Mientras se secaba cayó en la cuenta de que se le estaba retrasando mucho la regla, y sopesó malhumorada una posibilidad que luchaba por abrirse paso hasta su conciencia: amenorrea premenopáusica.

Eso le hizo afrontar el hecho de que muy pronto su cuerpo empezaría a cambiar, a medida que fueran apagándose los órganos que ya habían cumplido su función, anunciando el cese permanente de los períodos; pero enseguida se quitó esa idea de la cabeza.

Era jueves, su día libre.

Cuando el sol se elevó por completo en el cielo y empezó a calentar la casa, R.J. desconectó el termostato y encendió la estufa de leña. Era agradable volver a preparar fuegos de leña, pero secaban el aire y producían una fina ceniza gris que se posaba sobre todas las superficies como una eflorescencia, y las piedras corazón que había por todas partes convertían la tarea de quitar el polvo en un trabajo ímprobo.

Sin saber cómo se encontró contemplando una piedra de río, gris y redondeada. Finalmente dejó el trapo del polvo y fue al armario donde guardaba la mochila. Echó la piedra gris en su interior y empezó a recorrer la casa, recogiendo las piedras corazón.

Cuando la mochila estuvo casi llena, la arrastró por la puerta de atrás hasta la carretilla, donde la vació ruidosamente. Después volvió adentro y siguió recogiendo piedras corazón. Sólo conservó las tres que Sarah le había regalado y las dos que ella le había dado a Sarah, la de cristal y la pequeña de basalto negro.

Necesitó cinco viajes con la mochila llena para vaciar la casa de piedras. Luego se vistió con prendas de invierno -anorak de plumón, gorro de lana, guantes de trabajo-, salió al patio y empezó a empujar la carretilla, llena en más de una tercera parte. Las piedras pesaban mucho más de lo que R.J.

podía manejar cómodamente y tuvo que emplearse a fondo para cruzar los ocho metros de césped, pero cuando hubo entrado en el sendero del bosque, el terreno empezó a descender hacia el río y la carretilla se deslizó como por propia voluntad.

La escasa luz que atravesaba el dosel de ramas salpicaba las densas y profundas sombras con bellas motas de color. Dentro del bosque hacía frío, pero los árboles protegían a R.J. de las ocasionales rachas de viento, y el neumático de la carretilla siseaba suavemente sobre la húmeda y compacta pinaza del camino hasta que llegó a los tablones espaciados del puente Gwendolyn Gabler.

R.J. se detuvo a la orilla de la corriente, rápida y crecida tras las lluvias del otoño. Al llegar al río cogió la mochila, que había dejado sin vaciar sobre las piedras de la carretilla, y echó a andar por el sendero.

La ribera estaba bordeada de árboles y matorrales, pero había espacios entre los troncos, y de vez en cuando R.J. hacía una pausa, sacaba una piedra corazón de la mochila y la arrojaba al río.

Como mujer práctica y metódica que era, no tardó en adoptar un sistema de distribución: las piedras pequeñas las echaba con cuidado junto a la orilla, mientras que los ejemplares de mayor tamaño iban a aguas más profundas, casi siempre en los remansos que ocasionalmente formaba la corriente. Cuando hubo vaciado la mochila volvió a la carretilla y la empujó por el sendero, río arriba. Después llenó de nuevo la mochila y siguió desprendiéndose de las piedras corazón.

La piedra más pesada de la carretilla era la que había recogido de una zanja en Northampton. Con la espalda en tensión y los hombros encorvados, la trasladó hasta el remanso más profundo, justo debajo de un dique de gran tamaño que habían hecho los castores. La piedra era demasiado pesada para tirarla, y tuvo que cargar con ella a lo largo del dique cubierto de matojos hasta el centro del estanque. Al poco rato dio un resbalón y se le llenó la bota de agua helada, pero poco a poco consiguió llegar a un lugar de su agrado, dejó caer la piedra corazón como una bomba y se quedó mirando cómo se hundía hasta reposar sobre la arena.

Le gustó ver la piedra allí, donde no tardaría en cubrirse de hielo y nieve con los fríos del invierno. Quizás en primavera las cachipollas pusieran sus huevos sobre ella, y las truchas se comieran las larvas y luego se refugiaran de la corriente detrás de la piedra. Se imaginó que en el silencio secreto de las noches del estío los castores podrían colgar suspendidos sobre la roca y unirse a la luz de la luna en las aguas transparentes como pájaros que se acoplan en el aire.

Retrocedió por el dique hasta llegar a la orilla y siguió vaciando en el tramo de río que pasaba por sus tierras las restantes piedras de la carretilla, como si dispersara cenizas funerarias.

Había convertido casi un kilómetro de hermoso río de montaña en reliquia de Sarah Markus.

Ahora era un río en el que uno podría encontrar una piedra corazón cuando la necesitara.

Volvió a la casa empujando la carretilla vacía y la guardó en su lugar.

Sin pasar del zaguán donde se quedaba toda la ropa mojada y sucia de barro, se quitó las prendas exteriores, las botas y los calcetines empapados. Fue descalza en busca de unos calcetines de lana secos y se los puso. Después, con los pies enfundados en los calcetines, limpió el polvo de todas las habitaciones de la casa, empezando por la cocina.

Cuando terminó fue a la sala de estar. La casa estaba vacía y resplandeciente, sin otro sonido que el de su propia respiración.

No había ningún hombre, no había ninguna gata, no había ningún fantasma. Volvía a ser exclusivamente su casa, y se acomodó en la sala, en el silencio y la creciente oscuridad, en espera de lo que fuera a ocurrirle a continuación.

55

La llegada de la nieve

Noviembre se convirtió en diciembre bajo un cielo turbio y encapotado. En los bosques, los árboles de hoja caduca estaban desnudos, las ramas principales como brazos levantados, las más pequeñas como dedos extendidos hacia lo alto. R.J. había recorrido el sendero sin temor durante todo el verano, pero ahora que casi todos los osos estaban hibernando se veía perversamente afligida por el miedo a encontrarse el gran oso cara a cara en el angosto sendero. En la primera ocasión que fue a Greenfield, se detuvo en una tienda de artículos deportivos y compró una bocina náutica, un pequeño bote con un pulsador que al ser apretado emitía un sonoro trompetazo.

Desde entonces, siempre que se internaba en el bosque llevaba el ruidoso aparato en una bolsa a la cintura, pero el único animal que vio fue un gamo de buen tamaño que había sobrevivido a la temporada de caza y que pasó por el bosque no muy lejos de ella, sin olfatearla; si R.J.

hubiera sido un cazador, el gamo habría muerto.

Por primera vez, R.J. fue plenamente consciente de su soledad.

Todos los árboles que bordeaban el sendero tenían ramas bajas muertas, y un día fue al bosque con una sierra de podar provista de un mango largo y, con manos enguantadas, empezó a aserrar, liberando un árbol tras otro de ramas secas y descortezadas. Le gustaba el aspecto de los troncos podados, que se erguían limpiamente como columnas naturales, y decidió podar todos los árboles de los márgenes del camino, un proyecto a largo plazo.

La nieve llegó el tercer día de diciembre, una cerrada tormenta que descargó de improviso, sin previas neviscas de advertencia.

Nevó durante todo el día y la mayor parte de la noche, y al día siguiente R.J. sintió deseos de esquiar por el sendero, pero tuvo que hacer frente al miedo irracional e indefinido que la acosaba desde hacía unas semanas. Descolgó el teléfono y llamó a Freda Krantz.

—¿Freda? Soy R.J. Voy a esquiar por el sendero del bosque.

Si dentro de una hora y media no te vuelvo a llamar, ¿querrás pedirle a Hank que venga a buscarme?

No creo que pase nada, pero...

—Muy bien pensado -respondió Freda con firmeza-.

Naturalmente que lo haré, si no me llamas. Que lo pases bien en el bosque, R.J.

El sol estaba alto en un firmamento azul. Le deslumbraba la nieve recién caída, la cual fue perdiendo resplandor a medida que ella se internaba en el bosque. Los esquís se deslizaban siseantes; la nevada era demasiado reciente para ver muchas huellas, pero aun así distinguió las de un conejo, las de un zorro y las de unos ratones.

Sólo había un declive pronunciado y difícil en todo el circuito del sendero, y al descender por él perdió el equilibrio y cayó pesadamente, aunque sobre una profunda capa de nieve virgen.

Permaneció tendida en la fría blandura con los ojos cerrados, vulnerable a cualquier cosa que pudiera abalanzarse sobre ella desde la cercana espesura: un oso, un asaltante, un David Markus barbudo.

Pero no sucedió nada de todo eso, y al poco rato se incorporó y siguió esquiando. Al llegar a casa telefoneó a Freda.

La caída no le había causado ninguna lesión, no tenía ninguna rotura, ningún esguince, ni siquiera magulladuras, pero le dolían los pechos y los tenía sensibles.

Aquella noche, por primera vez en mucho tiempo, antes de acostarse conectó la alarma de seguridad.

Decidió comprarse un perro.

Empezó consultando libros de la biblioteca para informarse sobre las diversas razas. Todas las personas con las que habló tenían distintas preferencias, pero dedicó varios fines de semana a visitar tiendas de animales y perreras, y fue reduciendo la lista hasta llegar a la conclusión de que quería un schnauzer gigante, una raza creada varios siglos atrás para obtener perros grandes y resistentes capaces de pastorear el ganado y proteger a las vacas de los predadores. Los criadores habían cruzado el hermoso e inteligente schnauzer común con perros ovejeros y mastines; uno de los libros afirmaba que el resultado era «un magnífico perro guardián, grande, fuerte y fiel».

En Springfield encontró una perrera especializada en schnauzers gigantes.

—Lo mejor es comprar un cachorro que se familiarice con usted desde pequeño -le recomendó el vendedor-. Tengo justo lo que le conviene.

R.J. quedó cautivada por el cachorro desde el primer momento.

Era pequeño y torpón, con unas zarpas enormes, pelaje negro y gris, mandíbula robusta y cuadrada, y bigotes cortos y tiesos.

—Cuando crezca llegará a medir más de medio metro y pesará unos cuarenta kilos -le advirtió el dueño de la perrera-. Tenga en cuenta que comerá mucho.

El perro tenía un ladrido ronco y excitado que a R.J. le recordó a “Andy” Levine, un actor de voz resollante que aparecía en las películas antiguas que a veces veía por televisión a última hora de la noche. Le llamó Andy por primera vez durante el viaje de regreso a casa, cuando lo regañó por orinarse en el asiento del coche.

Toby padecía unos tremendos dolores de espalda. La mañana de Navidad se las arregló para ir a la iglesia, pero luego R.J. asó un pavo y preparó una cena navideña en la cabaña de los Smith. Había comprado deliberadamente un pavo enorme para que los Smith pudieran alimentarse con los restos durante unos cuantos días. Varias amigas de Toby habían estado llevándole comidas hechas en casa; era algo que solía hacerse en Woodfield en caso de necesidad, una de las costumbres de pueblo que R.J. más admiraba.

Después de cenar se pusieron a cantar villancicos, con R.J.

sentada ante el viejo piano de los Smith. Luego se acomodó soñolienta ante el fuego del hogar, sorprendida por su propio cansancio.

De vez en cuando se producían largos y gratos silencios, y Toby hizo un comentario al respecto:

—No es necesario que hablemos.

Podemos quedarnos aquí sentados y esperar a que nazca mi hijo.

—Puedo esperar en casa -replicó R.J., y los besó a los dos y les deseó una feliz Navidad.

En casa recibió su mejor regalo: una llamada telefónica desde Florida. A juzgar por la voz, firme y alegre, su padre parecía encontrarse en buen estado.

—Susan me está machacando para que vuelva a trabajar la semana que viene -le explicó-. Espera un momento. Queremos decirte algo.

Susan se puso al teléfono supletorio y los dos a la una le dijeron que habían decidido casarse en primavera.

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