La doctora Cole (46 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

—En principio, la última semana de mayo.

—Oh, papá..., Susan. Me alegro mucho por vosotros.

Su padre carraspeó.

—R.J., estábamos pensando...

¿Podríamos casarnos ahí arriba, en tu casa?

—Sería maravilloso, papá.

—Si el tiempo acompaña, nos gustaría casarnos al aire libre, en el prado, con esas colinas tuyas como telón de fondo.

Invitaríamos a unas cuantas personas de Miami, algunos amigos míos de Boston y un par de los parientes más cercanos de Susan. Calculo que unos treinta invitados en total. Todos los gastos correrían de nuestra cuenta, por descontado, pero nos gustaría que lo organizaras tú todo, si te es posible. Ya sabes, buscar un buen proveedor para el banquete, un capellán, todas esas cosas.

R.J. les prometió que lo haría. Terminada la conversación, se sentó ante la chimenea encendida y trató de tocar la viola, pero no podía concentrarse en la música.

Fue en busca de papel y pluma y empezó a confeccionar la lista de todo lo que se iba a necesitar.

Música, quizá cuatro piezas; por fortuna, en el pueblo había músicos maravillosos. La comida exigiría una cuidadosa reflexión, y consultas. Flores... A finales de mayo habría lilas por todas partes, y tal vez rosas tempranas. Se tendría que adelantar un poco la primera siega del prado. Alquilaría una tienda, no muy grande, con los lados abiertos...

¡Organizar la boda de papá!

Hicieron falta varias semanas de severa determinación para adiestrar a Andy a hacer sus necesidades fuera, y aun después de conseguirlo, el cachorro a veces perdía el control de los esfínteres cuando se excitaba. R.J. decidió que lo instalaría en el sótano, y le preparó una blanda cama junto a la caldera. Sólo cedió la noche de Año Nuevo. Sola en casa, sin pareja, se pasó la velada luchando por no entregarse a la autocompasión.

Finalmente, bajó al sótano en busca de Andy, que se sintió muy complacido de tenderse ante el fuego junto a su butaca. R.J.

brindó con su taza de cacao.

—Por nosotros dos, Andy. La ancianita y su perro -le dijo, pero el cachorro se había quedado dormido.

La epidemia anual de catarros y gripe no se hizo esperar, y durante toda la semana la sala de espera del consultorio estuvo abarrotada de gente que tosía y estornudaba. R.J. se había librado de resfriarse, pero se encontraba fatigada e irritable; le seguían doliendo los pechos y los músculos.

El martes, durante la hora del almuerzo, entró en la pequeña biblioteca de piedra para devolver un libro y se quedó mirando fijamente a Shirley Benson, la bibliotecaria.

—¿Cuánto hace que tienes esa mancha negra en la nariz?

Shirley hizo una mueca.

—Un par de meses. ¿Verdad que es fea? He intentado quitármela por todos los medios, pero no hay manera.

—Le diré a Mary Wilson que te pida hora para que te vea inmediatamente un dermatólogo.

—No, doctora Cole, no quiero.

-Hizo una pausa y se ruborizó-.

No puedo gastar dinero en una cosa así. Sólo estoy empleada por horas, y por tanto el ayuntamiento no me paga un seguro médico. Mi hijo está en el último curso de secundaria, y nos preocupa mucho cómo vamos a pagar la universidad.

—Mira, Shirley, sospecho que esa mancha puede ser un melanoma.

Puede que me equivoque, y entonces habrás gastado un dinero en vano, pero si tengo razón podría desarrollar metástasis muy deprisa. Estoy segura de que quieres estar presente para ver a tu hijo en la universidad.

—Muy bien. -Un brillo de humedad asomó a los ojos de Shirley.

R.J. no supo si las lágrimas eran de temor o de ira por su despotismo.

El miércoles por la mañana hubo mucho trabajo en el consultorio.

R.J. hizo varios exámenes físicos anuales y le cambió la medicación a Betty Patterson para contrarrestar su tendencia a la infección por insulina. Luego se sentó a comentar con Sally Howland lo que indicaba el ecocardiograma sobre su taquicardia. Polly Strickland acudió a la consulta porque le había venido una regla tan abundante que estaba asustada.

Tenía cuarenta y cinco años.

—Podría ser el principio de la menopausia -opinó R.J.

—Yo creía que entonces se retiraba la regla.

—A veces, cuando empieza, se vuelven muy abundantes, y luego irregulares. No siempre ocurre del mismo modo. En un pequeño porcentaje de mujeres, la menstruación desaparece sin más, como si se cerrara un grifo.

—Qué suerte.

—Sí...

Antes de salir en busca del almuerzo, R.J. leyó varios informes de patología. Entre ellos había uno que decía que el neoplasma extirpado de la nariz de Shirley Benson era un melanoma.

Después de cerrar el consultorio, R.J. tuvo la sensación de que necesitaba comer, y se dirigió al restaurante de Shelbourne Falls. Una vez allí, pidió una ensalada de espinacas, pero cambió de idea al instante y le dijo a la camarera que trajera un solomillo grande, medio hecho.

Se comió el solomillo con puré de patatas, calabacín, una ensalada griega y panecillos. Pidió tarta de manzana de postre, y luego café.

Durante el trayecto de vuelta a Woodfield, se le ocurrió pensar qué haría ella si se le presentara una paciente con los mismos síntomas que estaba mostrando desde hacía varias semanas: irritabilidad y cambios repentinos de humor, dolores musculares, un apetito feroz, pechos sensibles y doloridos y ausencia de la regla.

Era una idea absurda. Se había pasado años intentando concebir un hijo, sin el menor éxito.

Aun así...

Sabía lo que haría si se tratara de otra paciente, y en vez de ir a casa pasó por el consultorio y aparcó junto a la puerta.

El edificio estaba cerrado y a oscuras, pero abrió con su llave y encendió las luces. Se quitó el abrigo y empezó a bajar todas las persianas, tan nerviosa como si fuera una adicta a punto de inyectarse.

Encontró una aguja de mariposa, que sabía era fácil de usar, y después de conectarle un tubo en el extremo se hizo un torniquete en el brazo izquierdo. Se frotó la parte interior del codo con un algodón empapado en alcohol y apretó el puño.

Aunque sus gestos eran algo desmañados, consiguió encontrar la vena cubital y extrajo el oscuro líquido pardo rojizo.

Tuvo que utilizar los dientes para deshacer el torniquete. Luego desprendió el tubo, lo tapó y lo depositó dentro de un sobre de papel marrón. Se puso nuevamente el abrigo, cerró la puerta después de apagar las luces y subió al coche con la muestra de sangre.

Tomó de nuevo el caminó Mohawk, pero esta vez sin detenerse hasta llegar a Greenfield.

El hospital tenía abierto el laboratorio para análisis de sangre las veinticuatro horas del día.

RJ. sólo encontró a una flebotomista de guardia, que cubría ella sola el turno de noche.

—Soy la doctora Cole. Querría dejarle una muestra.

—Naturalmente, doctora. ¿Es una emergencia? A estas horas de la noche sólo hacemos trabajos de laboratorio si se trata de una urgencia.

—No es ninguna urgencia. Es una prueba de embarazo.

—Bueno, en ese caso recogeré la muestra y mañana ya harán la prueba. ¿Ha rellenado el impreso?

—No.

La técnica asintió con un gesto y sacó un impreso en blanco de un cajón. R.J. se sintió tentada a poner un nombre falso en el apartado «paciente» y firmar el papel con su propio nombre como médica de cabecera, pero enseguida se sintió enojada consigo misma y escribió su nombre dos veces, como paciente y como médica.

Le entregó el impreso a la flebotomista y vio que el rostro de la joven se convertía en una cautelosa máscara de inexpresividad al leer el mismo nombre dos veces.

—Me gustaría que llamaran a mi número particular para darme el resultado, no al del consultorio.

—Lo haremos con mucho gusto, doctora Cole.

—Gracias.

Subió al coche y volvió a casa lentamente, como si acabara de correr un largo trecho.

—¿Gwen? -dijo por teléfono.

—Sí. ¿Eres R.J.?

—Sí. Ya sé que es un poco tarde para llamar...

—No, aún estamos levantados.

—¿Podríamos cenar juntas mañana? Tengo que hablar contigo.

—Pues mira, no puedo, estoy a medio hacer la maleta. Todavía me faltan catorce puntos de educación continuada para renovar la licencia, y he decidido seguir tu ejemplo. Mañana por la mañana salgo hacia Albany, para asistir a un encuentro sobre el parto por cesárea.

—Ah... Buena idea.

—Sí. No tengo ningún paciente hasta dentro de dos semanas, y Stanley Zinck me sustituirá si surge algún imprevisto. Oye,

¿tienes algún problema? ¿Quieres que hablemos ahora? Si quieres puedo cancelar el viaje. No es imprescindible que asista a ese encuentro.

—No te preocupes. En realidad, no es nada importante.

—Llegaré a casa el domingo por la noche. ¿Qué te parece si quedamos el lunes para cenar pronto, después del trabajo?

—Estupendo, me parece muy bien... Y conduce con cuidado.

—Bueno, pues entonces hasta el lunes. Buenas noches, preciosa.

—Buenas noches.

56

Descubrimientos

Una noche agitada.

El jueves se levantó temprano, falta de sueño e irritable. Los cereales del desayuno le supieron a trocitos de cartón. Tardaría horas en recibir noticias del laboratorio; quizá le habría resultado más fácil soportarlo si no hubiera sido su día libre, quizás el trabajo la habría ayudado a distraerse. Decidió enfrascarse en tareas domésticas y empezó fregando el suelo del zaguán. Tuvo que frotar con empeño para eliminar la suciedad y el barro acumulados, pero al final el viejo linóleo acabó resplandeciente.

Al consultar el reloj, vio que sólo habían transcurrido tres cuartos de hora.

Las dos cajas para leña estaban casi vacías, y fue a la leñera en busca de troncos. Cogió tres o cuatro en cada viaje y los fue depositando en la gran caja de pino situada junto a la chimenea y en la caja de cerezo que había al lado de la estufa. Cuando estuvieron llenas, barrió las astillas y el serrín.

Poco después de las diez y media sacó el limpiametales y extendió el servicio de plata sobre la mesa de la cocina. Acto seguido puso un compacto de Mozart, el “Adagio” para violín y orquesta.

Por lo general el violín de Itzhak Perlman conseguía elevarla por encima de cualquier cosa, pero esa mañana el concierto le sonó desafinado, y al poco rato se lavó el limpiametales de las manos y apagó el aparato.

Nada más cesar la música, sonó el teléfono. R.J. respiró hondo y descolgó el aparato.

Pero era Jan.

—R.J., Toby tiene unos dolores de espalda tremendos, peores que nunca, y además calambres.

—Déjame hablar con ella, Jan.

—Se encuentra demasiado mal para ponerse al teléfono; está llorando.

A Toby aún le faltaban tres semanas y media para cumplir.

—En ese caso me acercaré por vuestra casa.

—Gracias, R.J.

Encontró a Toby muy agitada, vestida con un camisón de franela con minúsculas rosas estampadas, paseando de un lado a otro con los pies enfundados en unos calcetines de rombos que Peggy Weiler le había regalado por Navidad.

—Estoy muy asustada, R.J.

—Siéntate, por favor. Vamos a ver qué te ocurre.

—Si me siento, aún me duele más la espalda.

—Bien, pues acuéstate. Quiero tomarte las constantes vitales -

respondió R.J. con naturalidad pero a la vez con decisión, sin dar pie a discusiones.

Toby respiraba un poco aceleradamente. La presión sanguínea era de 14,8 y estaba a noventa y dos pulsaciones, nada mal teniendo en cuenta que se hallaba excitada.

R.J. no se molestó en tomarle la temperatura. Al palparle el abdomen notó una contracción inconfundible, y le cogió una mano a Toby y se la puso allí para que comprendiera.

R.J. se volvió hacia Jan.

—¿Quieres llamar a la ambulancia y decirles que tu esposa está de parto, por favor? Y luego llama al hospital. Diles que vamos hacia allí y que avisen al doctor Zinck.

Toby se echó a llorar.

—¿Es bueno?

—Pues claro que es bueno; Gwen nunca consentiría que la sustituyese un médico cualquiera.

R.J. se puso unos guantes esterilizados. Toby tenía los ojos muy abiertos. R.J. tuvo que pedirle varias veces, la última con brusquedad, que alzara las rodillas. El examen digital no reveló nada inquietante; apenas se había dilatado, quizá tres centímetros.

—Tengo mucho miedo, R.J.

R.J. la abrazó.

—Todo saldrá bien, te lo prometo.

La mandó al cuarto de baño para que vaciara la vejiga antes de la llegada de la ambulancia.

Jan volvió de telefonear.

—Tendrá que llevarse algunas cosas -le advirtió R.J.

—Hace cinco semanas que tiene la bolsa preparada.

En la ambulancia estaban Steve Ripley y Dennis Stanley, más alerta que nunca porque Toby era de los suyos. Cuando llegaron, R.J. acababa de comprobar las constantes vitales por segunda vez, y le tendió a Steve la hoja donde las había anotado.

Jan y Dennis salieron en busca de la camilla.

—La acompañaré -anunció R.J.-. Está asustada. Iría bien que su marido viniera también con nosotros.

La ambulancia estaba repleta.

Steve permanecía de pie tras la cabeza de Toby, cerca del conductor y del radioteléfono; Jan se hallaba a los pies de su esposa, y R.J. en el centro, los tres balanceándose y tratando de mantener el equilibrio, sobre todo cuando el vehículo dejó atrás las carreteras secundarias y empezó a correr por la sinuosa carretera. Dentro de la ambulancia hacía calor, porque la calefacción era potente. Casi al comienzo del trayecto le habían retirado las mantas a Toby, y R.J. le había levantado el camisón por encima del abultado vientre. Al principio, R.J. la cubrió por pudor con una sábana ligera, pero los pataleos de Toby la hicieron caer al suelo.

Toby había empezado el viaje pálida y silenciosa, pero su cara no tardó en enrojecer con el esfuerzo de combatir los dolores, y poco después comenzó a lanzar una serie de gruñidos y quejidos, con algún que otro grito agudo.

—¿Le doy oxígeno? preguntó Steve.

—No puede hacerle ningún daño -contestó R.J.

Pero tras unas pocas inhalaciones, Toby se arrancó la mascarilla de la cara.

—¡R.J.! -chilló frenéticamente, y de su interior brotó un gran chorro de líquido que salpicó las manos y los tejanos de R.J.

—No pasa nada, Toby; acabas de romper aguas, eso es todo -la tranquilizó R.J., y extendió la mano hacia una toalla. Toby abrió mucho la boca y sacó la lengua como si intentara dar un gran grito, pero no surgió ningún sonido. R.J.

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