La doctora Cole (40 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

—Dettinger me ha dicho que no piensa dedicarse a la apicultura y que se conformaría con un tarro de miel de vez en cuando. Es un buen tipo.

—Desde luego -corroboró R.J.

—¿Te importaría que volviera a vender miel desde aquí?

Ella sonrió.

—No, es una buena idea.

—Tendré que colgar el rótulo.

—Me gusta ese rótulo.

David hizo dos agujeros en la parte inferior del cartel que colgaba ante la casa de R.J., atornilló sendas armellas y colgó su rótulo bajo el de ella.

Desde entonces, todo el que pasaba ante la casa recibía una andanada de mensajes.

La Casa del Límite Dra.R.J. Cole «Estoy enamorado de ti»

Miel R.J. empezó a confiar en el futuro. David volvía a asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Una tarde lo acompañó, y ocupó un lugar en la sala de reuniones de una elegante iglesia episcopal de piedra, junto a unas cuarenta personas más.

Cuando le tocó el turno, David se puso en pie ante las miradas de curiosidad de la gente.

—Me llamo David Markus y soy alcohólico. Vivo en Woodfield y soy escritor -declaró.

No se peleaban nunca. Se llevaban a la perfección, y sólo un hecho afligía a R.J., un hecho que no podía barrer a un rincón oscuro donde no hiciera falta examinarlo.

David nunca le hablaba de Sarah.

Una tarde David salió a desenterrar, partir y trasplantar las duras y viejas raíces de ruibarbo que ya eran viejas cuando R.J.

compró la casa. Al cabo de un rato entró de pronto y lavó algo en el fregadero de la cocina.

—Mira esto -dijo mientras lo secaba.

—¡Oh, David! ¡Es asombroso! Era una piedra corazón. El fragmento de pizarra rojiza semejaba un corazón irregular, pero lo que lo hacía maravilloso era la clara impresión de un antiguo fósil incrustado en la superficie, ligeramente descentrado.

—¿Qué es?

—No lo sé. Parece una especie de molusco, ¿no?

—No se parece a ningún molusco que yo haya visto jamás -

objetó R.J.

El fósil en sí no alcanzaba los ocho centímetros de longitud y presentaba una cabeza ancha con prominentes cuencas oculares, ahora vacías. La porción que correspondía al cuerpo, de contorno oval, estaba compuesta por numerosos segmentos lineales agrupados en tres claros lóbulos verticales.

Consultaron la enciclopedia.

—Creo que es éste -opinó R.J., al tiempo que señalaba un trilobites, un artrópodo que había vivido más de doscientos veinticinco millones de años atrás, cuando un mar cálido y poco profundo cubría buena parte de Estados Unidos.

El pequeño animal había muerto en el barro. Mucho antes de que éste se endureciera hasta convertirse en roca, su carne se había descompuesto y carbonizado, dejando una resistente película química sobre la huella que un día sería descubierta bajo una raíz de ruibarbo.

—¡Qué descubrimiento, David! Es imposible que haya una piedra corazón mejor que ésta. ¿Dónde la pondremos?

—No quiero exhibirla en casa.

Quiero enseñársela a un par de personas.

—Buena idea -asintió ella.

El tema de las piedras corazón le hizo recordar algo: entre el correo de esa mañana había una carta para David remitida por el cementerio Beth Moses de West Babylon, Long Island. R.J.

había leído en el periódico que los días anteriores a la festividad judía de Yom Kippur era una época tradicional para visitar los cementerios.

—¿Por qué no vamos a visitar la tumba de Sarah?

—No -replicó él secamente-.

Todavía no lo he superado. Estoy seguro de que lo comprendes -

añadió y, tras guardarse la piedra corazón en el bolsillo, salió al cobertizo.

49

Invitaciones

—¿Diga?

—¿R.J.? Soy Samantha.

—¡Sam! ¿Cómo estás?

—Estoy especialmente bien, y por esa razón te llamo. Quiero reunirme contigo y con Gwen para daros una sorpresita, una buena noticia.

—¡Sam! Vas a casarte.

—Vamos, R.J., no empieces ahora a hacer suposiciones descabelladas, porque si no mi sorpresa parecerá una simple minucia. Quiero que vengáis las dos a Worcester. Ya he hablado con Gwen, para darle la bienvenida a Massachusetts después de su ausencia, y me ha dicho que el próximo sábado tienes el día libre, y que si tú vienes ella también vendrá. Dime que vendrás.

R.J. consultó la agenda y vio que todavía le quedaba el sábado libre, aunque tenía docenas de cosas por hacer.

—De acuerdo.

—Espléndido. Las tres juntas de nuevo. Estoy impaciente por veros.

—Se trata de un ascenso, ¿no?

¿Profesora titular? ¿Una cátedra de patología?

—R.J., sigues siendo una pesada de mucho cuidado. Adiós. Te quiero.

—Yo también te quiero -respondió R.J., y colgó el aparato con una sonrisa en los labios.

Dos días después, cuando volvía del trabajo, vio a David caminando por la carretera. Le había salido al encuentro, bajando por la carretera de Laurel Hill y luego por la de Franklin, pues sabía que era el camino que ella tenía que seguir.

Estaba a más de tres kilómetros de la casa cuando lo divisó, y al ver que le enseñaba el pulgar como un autoestopista, sonrió de oreja a oreja y le abrió la portezuela.

David se sentó a su lado, radiante de alegría.

—No podía esperar a que llegaras para decírtelo. Me he pasado la tarde hablando por teléfono con Joe Fallon. La Divinidad Pacífica ha recibido una subvención de la Fundación Thomas Blankenship.

Mucho dinero, el suficiente para establecer y mantener un centro en Colorado.

—David, eso es maravilloso para Joe. Blankenship, ¿el editor inglés?

—Neozelandés. Revistas y periódicos. Es maravilloso para todos los que queremos la paz. Joe nos ha pedido que vayamos allí con él, dentro de un par de meses.

—¿Qué quieres decir?

—Un pequeño grupo de personas vivirá y trabajará en el centro, y participará en las conferencias interreligiosas sobre la paz como núcleo permanente. Joe nos invita a los dos a formar parte de ese grupo.

—¿Por qué habría de invitarme a mí? Yo no soy teóloga.

—Joe considera que serías valiosa. Podrías proporcionar un punto de vista médico, análisis científicos y legales... Además, le interesa tener un médico que atienda a los miembros.

Trabajarías en lo tuyo.

R.J. meneó la cabeza mientras tomaba el desvío de Laurel Hill.

No tuvo necesidad de expresarlo con palabras.

—Ya sé -dijo David-. Ya trabajas en lo tuyo, y es aquí donde quieres estar. -Extendió la mano y le tocó la cara-. Es una oferta interesante. Me sentiría tentado a aceptarla si no fuera por ti. Si es aquí donde tú quieres estar, aquí es donde yo quiero estar.

Pero por la mañana, cuando R.J. despertó, él se había marchado. Sobre la mesa de la cocina había una hoja de papel con unas palabras garabateadas:

Querida R.J.:

Tengo que irme. Hay algunas cosas que debo hacer. Calculo que dentro de un par de días estaré de vuelta. Te quiero, David Por lo menos esta vez había dejado una nota, se dijo ella.

50

Las tres juntas

Samantha bajó al vestíbulo del centro médico en cuanto la recepcionista llamó para anunciarle que habían llegado R.J. y Gwen. El éxito le había conferido una tranquila seguridad. Su negra cabellera, que llevaba corta y aplastada sobre la cabeza de hermosos contornos, tenía una gruesa mecha blanca encima de la oreja derecha; una vez Gwen y R.J. la acusaron de ayudar a la naturaleza con productos químicos para obtener un efecto espectacular, pero las dos sabían que no era así. Se trataba del modo en que Samantha aceptaba lo que la naturaleza le había dado, y sacaba el mejor partido posible de ello.

Las abrazó dos veces a cada una, por turno, con una energía exuberante.

El programa que les presentó empezaba con un almuerzo en el mismo hospital, seguido de una visita comentada al centro médico, cena en un magnífico restaurante y conversación hasta altas horas en su apartamento. Gwen y R.J. se quedarían a pasar la noche con ella y emprenderían el regreso hacia las colinas del oeste a primera hora de la mañana.

Apenas se habían sentado a almorzar cuando R.J. clavó en Samantha su mirada de abogada.

—Muy bien, señora. Hemos viajado durante dos horas para escuchar la noticia, y ha llegado el momento de que la sepamos.

—La noticia -dijo Samantha con calma-. Bien, ésta es la noticia: me han ofrecido el puesto de jefa de patología en este hospital.

Sus dos amigas dieron muestras de alegría y la felicitaron.

—Lo sabía -dijo R.J.

—No lo ocuparé hasta dentro de un año y medio, cuando Carroll Hemingway, el actual jefe, se marche a la Universidad de California. Pero ya me han ofrecido el cargo, y lo he aceptado porque es lo que siempre había deseado. -Hizo una pausa y sonrió-. De todos modos... ésa no es la noticia.

Hizo girar el anillo de oro que llevaba en el dedo medio de la mano izquierda para dejar al descubierto la piedra. El diamante azul que había en el engaste no era grande, pero estaba magníficamente tallado, y R.J. y Gwen se levantaron de sus asientos para volver a abrazar a su amiga.

Estaban emocionadas. Por la vida de Samantha habían pasado varios hombres, pero siempre había permanecido soltera, y aunque se había labrado una vida envidiable sin ayuda de nadie, les alegraba que hubiera encontrado a alguien con quien compartirla.

—A ver si lo adivino -dijo Gwen-. Me jugaría cualquier cosa a que también es médico, profesor de universidad o algo por el estilo.

R.J. meneó la cabeza.

—Yo no voy a intentar adivinarlo. No tengo ni idea, Sam.

Cuéntanos algo de él.

Samantha hizo un ademán negativo.

—Él mismo os lo contará. Vendrá a conoceros a la hora de los postres.

Dana Carter resultó ser un hombre alto de cabellos blancos, un corredor compulsivo de setenta kilómetros por semana, tan delgado que casi parecía desnutrido, con la piel de color café y ojos juveniles.

—Estoy muy nervioso -les confesó-. Sam me advirtió que la reunión con su familia en Arkansas iba a ser fácil, pero que la verdadera prueba sería satisfaceros a vosotras dos.

Era el director de recursos humanos de una compañía de seguros de vida, viudo, con una hija ya mayor que estudiaba en la Universidad de Brandeis, y era tan divertido como afectuoso.

Las conquistó inmediatamente; era evidente que estaba lo bastante enamorado como para satisfacer incluso a las amigas íntimas de Samantha.

Cuando las dejó era ya media tarde, y ellas se pasaron una hora más interesándose por los detalles de su historia -había nacido en Bahamas pero se había criado en Cleveland- y diciéndole a Samantha cuánta suerte tenía y lo «condenadamente afortunado» que era Dana.

Sam parecía muy feliz cuando las acompañó por el centro médico, enseñándoles primero su departamento y luego el centro de urgencias dotado de helipuerto, la biblioteca con las más recientes publicaciones y los laboratorios y aulas de la facultad de medicina.

R.J. se preguntó si le envidiaba a Samantha el éxito profesional.

Era fácil darse cuenta de que todo lo que su amiga prometía de estudiante había llegado a cumplirse; R.J. observó la deferencia con que se dirigían a ella en el centro médico, la manera en que la escuchaban cuando decía algo y cómo se apresuraban a poner en práctica sus indicaciones.

—Creo que deberíais venir a trabajar aquí las dos. Es el único gran centro médico del estado que cuenta con un departamento de medicina familiar -le explicó Sam a R.J.-. ¿Os imagináis trabajar las tres en el mismo edificio -añadió en tono anhelante-, y vernos todos los días? Estoy segura de que ninguna de las dos tendría problemas para encontrar un buen sitio aquí.

—Yo ya tengo un buen sitio -protestó R.J., con un asomo de brusquedad, quizá sintiéndose tratada con condescendencia, molesta porque todo el mundo parecía empeñado en que cambiara de vida.

—Oye -dijo Samantha-, ¿qué tienes en las colinas que no puedas tener aquí? Y no me vengas con esas historias del aire limpio y de formar parte de una comunidad.

Respiramos muy bien aquí, y yo soy tan activa en mi comunidad como tú en la tuya. Sois dos profesionales de primera, y deberíais estar participando en la medicina del futuro. En este hospital trabajamos en la vanguardia de la medicina. ¿Qué podéis hacer como médicas en un pueblo de las montañas que no podáis hacer aquí?

Las otras dos le sonrieron, esperando a que se le acabara la cuerda. R.J. no se sentía con ganas de discutir.

—Me gusta practicar la medicina allí donde estoy -respondió con calma.

—Y yo noto que voy a sentir lo mismo -añadió Gwen.

—Os diré una cosa: tomaos el tiempo que necesitéis para responder a mi pregunta -dijo Samantha con altivez-. Si se os ocurre una sola respuesta, la que sea, me mandáis una carta.

¿De acuerdo, doctora Cole?

R.J. le sonrió.

—Tendré mucho gusto en complacerla, profesora Potter -

respondió.

Lo primero que vio R.J. cuando entró en el camino de acceso a su casa, a la mañana siguiente, fue un coche patrulla de la policía estatal de Massachusetts aparcado junto al garaje.

—¿Es usted la doctora Cole?

—Sí. ¿Ocurre algo?

—Buenos días, señora. Soy el agente Burrows. No se alarme, pero anoche hubo algún problema.

El jefe McCourtney nos pidió que estuviéramos atentos a su regreso y que lo avisáramos por radio cuando usted llegara.

Se inclinó hacia su automóvil e hizo precisamente lo que había dicho, llamar a Mack McCourtney para anunciarle que la doctora Cole había llegado a casa.

—¿Qué clase de problema?

Poco después de las seis de la tarde, Mack McCourtney había pasado ante la casa vacía y había visto una camioneta azul desconocida, una vieja Dodge, parada en el césped entre la casa y el cobertizo. Al ir a inspeccionar, le explicó el agente, encontró a tres hombres detrás de la casa.

—¿Habían entrado?

—No, señora. No tuvieron ocasión de hacer nada; por lo visto, el jefe McCourtney pasó en el momento justo. Pero en la camioneta había una docena de latas llenas de queroseno, y materiales con los que hubieran podido fabricar un detonador de efecto retardado.

—¡Dios mío!

R.J. tenía muchas preguntas, y el agente de la policía estatal pocas respuestas.

—McCourtney podrá contestarle mejor que yo. Llegará dentro de un par de minutos, y entonces me marcharé.

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