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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

La doctora Cole (36 page)

Al pasar ante la ventana, ha sacado eso de la bolsa y lo ha tirado.

«Eso» era una piedra del tamaño de una pelota de béisbol que reposaba sobre el escritorio de Barbara. R.J. advirtió que había ido a dar contra una esquina de la mesa y la había astillado.

—Menos mal que no te dio en la cabeza. ¿Te han herido los vidrios?

Eustis negó con un gesto.

—En ese preciso momento estaba en el aseo. He tenido suerte, una urgencia providencial.

—Y ese chico, ¿era hijo de algún manifestante?

—No lo sabemos. Echó a correr calle arriba y se metió por un callejón que desemboca en la avenida Forbes. La policía lo ha estado buscando, pero no lo han visto.

Seguramente lo esperaba algún coche.

—Dios mío. Ahora usan a niños. ¿Qué va a pasar, Barbara?

¿Adónde irá a parar todo esto?

—Al mañana, doctora. El Tribunal Supremo ha refrendado la legalidad del aborto, y el Gobierno ha dado luz verde a las pruebas sobre la píldora del aborto.

—¿Crees que cambiará alguna cosa?

—Creo que cambiarán muchas cosas. -Eustis arrojó unos pedazos de vidrio a la papelera, lanzó una maldición y se chupó un dedo-. Supongo que la RU-486 pasará bien las pruebas en Estados Unidos, porque ya hace años que se usa en Francia, Suecia e Inglaterra.

»Cuando los médicos puedan administrar la píldora y hacer el seguimiento en la intimidad de sus consultorios, la guerra estará ganada, más o menos. Mucha gente seguirá oponiendo graves objeciones morales al aborto, naturalmente, y harán manifestaciones de vez en cuando. Pero cuando las mujeres puedan interrumpir el embarazo con una simple visita al médico de la familia, la batalla del aborto habrá terminado. No pueden manifestarse en todas partes.

—¿Y eso cuándo ocurrirá?

—Yo diría que dentro de un par de años. Mientras tanto, tendremos que aguantar como sea. Cada día hay menos médicos dispuestos a trabajar en las clínicas. En todo el estado de Misisipi sólo hay un hombre que haga abortos. En Dakota del Norte, sólo una mujer. Los médicos de tu edad no quieren hacer este trabajo. Muchas clínicas permanecen abiertas simplemente porque hay médicos mayores, ya retirados, que trabajan en ellas. -Sonrió-.

Los médicos viejos tienen más cojones que los jóvenes. ¿Por qué será?

—Quizá porque tienen menos que perder que los jóvenes. Los jóvenes aún tienen familias que mantener y carreras de que preocuparse.

—Sí. Bien, demos gracias a Dios por los mayores. Tú eres una verdadera excepción, R.J. Daría cualquier cosa por encontrar otro médico como tú... Pero dime, ¿de qué querías hablarme?

R.J. arrojó unos trozos de vidrio a la papelera y meneó la cabeza.

—Se está haciendo tarde y tengo que ir a trabajar. No era importante, Barbara. Ya hablaremos en otro momento.

El viernes por la noche, cuando estaba salteando verduras para la cena y escuchando por la radio el “Concierto para violín” de Mozart, recibió una llamada telefónica de Toby.

—¿Estás viendo la televisión?

—No.

—Ay, Dios, enciéndela.

En Florida, un médico de sesenta y siete años llamado John Bayard Britton había sido asesinado ante la clínica de abortos en la que trabajaba. Un ministro protestante fundamentalista llamado Paul Hill había disparado el arma, una escopeta de caza. El asesinato se había producido en la ciudad de Pensacola, la misma en que Michael Griffin había matado al doctor David Gunn el año anterior. R.J. se sentó ante el televisor y escuchó inmóvil los distintos detalles. Cuando el olor a col quemada la arrancó de su trance, se precipitó a apagar el fuego y arrojó la masa humeante al fregadero, para volver de inmediato ante el televisor.

El asesino Hill se acercó al coche del médico cuando aparcaba ante la clínica y disparó la escopeta a bocajarro contra el asiento delantero del coche.

La puerta y la ventanilla estaban acribilladas, y el médico había muerto al instante. Dentro del coche iban también dos acompañantes voluntarios, un hombre de más de setenta años que iba junto al doctor Britton en el asiento delantero, que también resultó muerto, y la esposa del hombre, ahora hospitalizada, en el asiento de atrás.

El presentador dijo que al doctor Britton no le gustaba el aborto, pero que trabajaba en la clínica para que las mujeres pudieran tener una elección.

Mostraron imágenes del reverendo Paul Hill entrevistado en anteriores manifestaciones, en las que elogiaba a Michael Griffin por haber eliminado al doctor Gunn.

Algunos dirigentes religiosos antiabortistas repudiaron la violencia y el asesinato en las entrevistas que se les hicieron. El líder de una organización antiabortista de ámbito nacional aseguraba en unas declaraciones que su grupo lamentaba el asesinato, pero la emisora mostró a continuación al mismo hombre exhortando a sus seguidores a rezar para que cayera la desgracia sobre todos los médicos que practicaban abortos.

Un analista de actualidad recapituló los últimos retrocesos que había sufrido el movimiento antiabortista en Estados Unidos. «A la luz de estas nuevas leyes y actitudes, son de esperar nuevos actos de violencia por parte de los elementos y grupos más extremistas del movimiento», concluyó.

R.J. permaneció sentada en el sofá, abrazándose con mucha fuerza, como si no pudiera entrar en calor.

Ni siquiera el concurso al que dio paso las noticias consiguió hacerla reaccionar.

Durante todo el fin de semana se preparó para lo peor.

Permaneció dentro de la casa, con las puertas y ventanas cerradas, escasamente vestida a causa del calor, tratando de leer y de dormir.

El domingo por la mañana salió de casa temprano para hacer una visita domiciliaria urgente. Al regresar, volvió a cerrar la puerta con llave.

El lunes, cuando fue al trabajo, aparcó en una calle lateral y se dirigió a pie hacia el consultorio. Tres casas antes de llegar se metió por un acceso particular; los patios de atrás carecían de vallas, de modo que pudo entrar en el consultorio por la puerta trasera.

Durante todo el día le costó concentrarse en el trabajo. Por la noche fue incapaz de dormir, hecha un manojo de nervios porque habían cesado las llamadas amenazadoras.

Se asustaba por cualquier ruido, cada vez que la vieja casa crujía o el motor del frigorífico se ponía en marcha.

Finalmente, a las tres de la madrugada, se levantó de la cama y abrió todas las puertas y ventanas.

Salió descalza con una silla plegable y la colocó junto a las eras elevadas del huerto. Luego volvió a la casa, sacó la viola da gamba y se sentó bajo las estrellas, los dedos de los pies hundidos en la hierba, para arrancarle al instrumento una chacona de Marais que había estado practicando.

La melodía sonaba maravillosamente en el negro aire de la madrugada.

R.J. se imaginaba un ciervo que dejaba de ramonear por unos instantes y erguía la cabeza, una ardilla deslizándose desde lo alto de un árbol con el descenso de las trémulas notas, el gran oso negro de sus temores amansado por aquel arco sin flecha.

Se equivocó varias veces, pero no importaba; era una serenata dedicada a las lechugas.

La música le infundió valor, y a partir de ese momento R.J.

pudo actuar con serenidad. Al día siguiente fue en su coche al consultorio y lo aparcó en el sitio de costumbre. Atendió a los pacientes con normalidad. Cada mañana buscaba tiempo para pasear por el sendero antes de ir a trabajar, y al volver por la tarde escardaba el huerto. Replantó las judías y las escarolas que se habían malogrado.

El miércoles llamó Barbara Eustis para anunciarle que había dispuesto que unos voluntarios fueran a recogerla y la acompañaran a la clínica.

—No. Nada de voluntarios.

—¿Por qué no?

—No va a ocurrir nada, lo presiento. Además, los voluntarios no le sirvieron de mucho a ese médico de Florida.

—De acuerdo. Pero entra con el coche hasta el aparcamiento de la clínica; habrá una persona guardándote el sitio más próximo a la puerta. Además nunca se había visto por aquí tanto coche de la policía, así que estamos muy seguras.

—Muy bien -dijo ella.

El jueves volvió el pánico.

R.J. se sintió agradecida al ver que un coche patrulla la esperaba en los límites de Springfield y la seguía discretamente, un par de vehículos más atrás, por las calles de la ciudad.

No había manifestantes. Una de las secretarias de la clínica estaba guardándole el sitio de aparcamiento, como Barbara le había prometido.

El día resultó tranquilo y sin complicaciones, y cuando dieron por terminado el último caso, incluso Barbara se mostraba visiblemente relajada. La policía volvió a seguirla hasta el límite del municipio, y de pronto R.J. pasó a ser una más entre los numerosos conductores que se dirigían hacia el norte por la I-91.

Al llegar a casa tuvo una agradable sorpresa: George Palmer le había dejado en el porche una bolsita con patatas nuevas del tamaño de una pelota de golf, y una nota aconsejándole que se las comiera hervidas y aderezadas con mantequilla y un poco de eneldo fresco.

Las patatas pedían a gritos el acompañamiento de una trucha, así que R.J. desenterró unas cuantas lombrices y fue en busca de la caña de pescar.

Hacía el calor propio de la estación. Al internarse en el bosque, el frescor fue como una bienvenida. El sol que se filtraba por el dosel de árboles proyectaba un intrincado dibujo moteado.

Cuando el hombre surgió de entre las sombras más profundas, fue como si se cumplieran sus temores de ser atacada por el oso. R.J.

tuvo tiempo de ver que era grande, con barbas y melenas como Jesucristo, y de pronto empezó a golpear frenéticamente con la caña de pescar el pecho del desconocido.

La caña se partió, pero ella siguió golpeándole porque había descubierto quién era.

Los poderosos brazos se cerraron en torno a ella, y la presión de su barbilla le hizo daño en la cabeza.

—Ten cuidado, se ha soltado el anzuelo. Se te puede clavar en la mano. -Hablaba con los labios hundidos entre sus cabellos-.

Has terminado el sendero.

LIBRO IV

LA DOCTORA RURAL

45

El relato del desayuno

Minutos después de que David le hubiera dado un susto de muerte en el sendero del bosque, se sentaron en la cocina de R.J. y se contemplaron mutuamente, todavía con un poco de temor. Les resultó muy difícil empezar a hablar. La última vez que habían estado juntos se habían mirado por encima del cadáver de su hija.

Ninguno de los dos era como el otro lo recordaba. «Es como si se hubiera disfrazado», pensó ella, que echaba de menos la coleta y se sentía intimidada por la barba.

—¿Quieres hablar de Sarah?

—No -se apresuró a responder David-. Es decir, ahora no.

Quiero hablar de nosotros.

—¿Por qué has venido?

—No podía dejar de pensar en ti.

—Cuánto honor... Así, sin más. Ni una palabra durante un año, y de pronto «Hola, mi querida R.J. He vuelto». ¿Cómo sé que el primer día que tengamos una discusión no te meterás en el coche y desaparecerás durante otro año? ¿O cinco, o siete años?

—Porque yo te lo digo. ¿Querrás pensarlo, al menos?

—Oh, sí, lo pensaré -replicó con tanta amargura que él apartó la cara.

—¿Puedo quedarme a pasar la noche?

R.J. estuvo a punto de negarse, pero se dio cuenta de que no podía.

—¿Por qué no? -contestó, y se echó a reír.

—Me tendrías que acompañar al coche. Lo he dejado en la carretera del pueblo y he venido andando por la finca de los Krantz para coger el sendero del bosque desde el río.

—Bueno, pues vete andando a buscarlo mientras yo preparo la cena -respondió con hostilidad y alzando un poco la voz, y él asintió sin decir nada y salió de la casa.

A su regreso, R.J. ya se había dominado. Le indicó que dejara la maleta en el cuarto de los huéspedes, hablándole cortésmente como lo haría con cualquier invitado, y le ofreció una cena que no se podía considerar un festín para celebrar la llegada del hijo pródigo: hamburguesas recalentadas, patatas al horno del día anterior y compota de manzana en lata.

Se sentaron a cenar, pero antes de dar el primer bocado R.J. se levantó de la mesa y se precipitó a su habitación, cerrando la puerta tras de sí. David le oyó conectar el televisor, y luego rumor de risas pregrabadas, una reposición de “Seinfeld”.

También oyó a R.J. Tuvo la intuición de que no estaba sollozando por ellos, y se acercó a la puerta y llamó suavemente.

Estaba tendida en la cama, y él se arrodilló a su lado.

—Yo también la quería -susurró R.J.

—Ya lo sé.

Lloraron juntos como hubieran debido hacer un año atrás, y ella se apartó para dejarle sitio. Los primeros besos fueron tiernos y con sabor a lágrimas.

—Pensaba en ti todo el tiempo.

Cada día, a cada instante.

—No me gusta la barba -dijo ella.

Por la mañana, R.J. experimentó la extraña sensación de haber pasado la noche con alguien al que acababa de conocer. Y no eran sólo el pelo facial y la ausencia de la coleta, pensó mientras preparaba zumos, de pie en la cocina.

Los huevos revueltos y las tostadas ya estaban a punto cuando entró David.

—Esto tiene muy buen aspecto.

¿Qué hay en la jarra?

—Mezclo zumo de naranja con zumo de arándano.

—Antes nunca lo hacías.

—Bueno, pues ahora sí. Las cosas cambian, David... ¿Se te ha ocurrido pensar que quizás he conocido a otra persona?

—¿Es verdad eso?

—Ya no tienes derecho a saberlo. -Estalló toda su ira-. ¿Por qué en vez de ponerte en contacto con Joe Fallon no conectaste conmigo? ¿Por qué no me llamaste ni una vez? ¿Por qué esperaste tanto tiempo para escribirme? ¿Por qué no me dijiste que estabas bien?

—No estaba bien -replicó él.

Los huevos se enfriaban en los platos, pero David empezó a hablar, a contarle.

«Después de la muerte de Sarah, el color del aire me parecía extraño, como si todo estuviera teñido de un amarillo muy claro.

Una parte de mí podía funcionar.

Llamé a la funeraria de Roslyn, Long Island, arreglé el entierro para el día siguiente, conduje con mucho cuidado hasta Nueva York detrás del coche fúnebre.

»Me alojé en un motel. El funeral, que se celebró a la mañana siguiente, fue muy sencillo. El rabino de nuestro antiguo templo era nuevo; no había conocido a Sarah, y le pedí que fuera muy breve.

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