La doctora Cole (31 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

—Maldita sea, Gwen, con las esperanzas que tenías.

Gwen se encogió de hombros. Le explicó que al principio parecía todo perfecto: creía en el sistema de la SMS y recibió una bonificación a la firma del contrato. Le garantizaron cuatro semanas de vacaciones pagadas y tres semanas para asistir a encuentros profesionales. En la sociedad había un par de médicos que en su opinión no eran precisamente unos genios, pero desde el primer momento se dio cuenta de que cuatro médicos de la plantilla, tres hombres y una mujer, eran muy buenos.

Sin embargo, uno de los médicos más competentes, un internista, abandonó casi inmediatamente el Centro Highland para irse a trabajar a un hospital cercano a la Administración de Veteranos.

Otro médico, el único tocoginecólogo que había en la SMS

aparte de ella, se marchó poco después a Chicago. Para cuando la otra médica, una pediatra, presentó su dimisión, Gwen ya tenía una idea clara de los motivos del éxodo.

La dirección era muy mala. La empresa poseía nueve SMS

repartidas por diversos estados del Oeste, y en la publicidad aseguraba que su propósito fundamental era ofrecer una atención médica de calidad, pero en la práctica lo que perseguía era un fin lucrativo. El director regional, un antiguo internista llamado Ralph Buchanan, se dedicaba a hacer estudios de rendimiento en lugar de ejercer la medicina. Buchanan revisaba todos los historiales para averiguar en qué «malgastaban» el dinero los médicos contratados. Daba igual que un médico viera algo en un paciente que lo impulsara a investigar más a fondo; si no había «razones de manual» para pedir una prueba, se le llamaba la atención al médico. La empresa tenía algo que llamaban un «árbol de decisión algorítmico».

—Si ocurre A, ir a B; si ocurre B, ir a C. Una medicina aritmética, realmente. Estandarizan la ciencia y te la dictan paso a paso, sin tener en cuenta las variaciones ni las necesidades individuales. La dirección insiste en que los detalles no clínicos de la vida del paciente, el trasfondo que a veces nos revela la auténtica causa del problema, son una pérdida de tiempo y deben dejarse de lado.

No queda el menor margen para practicar el arte de la medicina.

Lo que fallaba no era el sistema de la SMS, recalcó Gwen.

—Aún sigo creyendo que la asistencia médica administrada puede funcionar. Creo que la ciencia médica ha progresado lo suficiente para que podamos trabajar con restricciones de tiempo y análisis establecidos para cada dolencia, siempre y cuando los médicos tengamos derecho a apartarnos «del manual» sin necesidad de perder tiempo y energías defendiéndonos ante la dirección. Pero esta SMS en particular la llevan unos impresentables. -Gwen sonrió-. Y espera, porque no acaba aquí la cosa.

Para compensar la pérdida de tres buenos médicos, le explicó, Buchanan contrató lo que había disponible: un internista de Boise no colegiado al que le habían retirado los privilegios de hospital por mala praxis, un médico de sesenta y siete años sin experiencia porque había dedicado toda su carrera profesional a la investigación, y un joven médico de medicina general procedente de una agencia médica de empleo temporal que ocuparía la plaza hasta que la empresa pudiera encontrar a alguien.

—El único profesional competente que quedaba, sin contar a una servidora, era un médico estilo Nueva Era, de unos treinta y tantos años. Marty Murrow. Iba a trabajar en tejanos y llevaba el pelo largo. Asistía a congresos médicos con el sincero propósito de aprender cosas nuevas. Leía todo lo que le caía en las manos. En resumen, un internista joven enamorado de la medicina. ¿Te acuerdas?

»El caso es que no tardamos en vernos los dos en problemas.

Para ella la cosa empezó cuando la dirección le puso como sustituto en sus días libres al «chapucero de Boise». Eso dio lugar a muchas llamadas suyas a Buchanan, al principio educadas y amistosas pero cada vez más acerbas. Gwen le dijo al director que era una tocoginecóloga colegiada y que no estaba dispuesta a consentir que una persona sin la preparación adecuada compartiera la responsabilidad de sus pacientes; que había heredado muchos casos del anterior tocoginecólogo; que había superado con mucho el límite de casos especificado en su contrato, límite más allá del cual ya no podía seguir ejerciendo una medicina de calidad, y que lo que debían hacer era buscar otro tocoginecólogo que compartiera la carga.

—Buchanan me recordó que allí se trabajaba en equipo y que debía adaptarme al equipo. Le repliqué que podía meterse esa historia por la flexura sacralis recti a no ser que contratase a otro tocoginecólogo titulado, y así fue como pasé a ocupar un honroso lugar en su lista negra.

»Mientras tanto, Marty Murrow se veía metido en peores líos aún.

Su contrato le exigía tratar a mil seiscientas pacientes, y en realidad tenía más de dos mil doscientas. Los impresentables médicos nuevos «atendían» entre cuatrocientas y seiscientas pacientes cada uno. El investigador no sabía mucho de medicina interna; cuando estaba en la Unidad de Cuidados Intensivos, tenía que pedirles a las enfermeras que rellenaran las recetas por él. Duró menos de dos meses.

»Los pacientes no tardaron en darse cuenta de que había unos cuantos médicos incompetentes en el Centro Sanitario Familiar Highland. Cuando Highland se llevó el contrato para prestar asistencia sanitaria a los cincuenta empleados de una pequeña fábrica, cuarenta y ocho eligieron como médico a Marty Murrow.

Él y yo empezamos a alucinar. Nos llegaban muchos historiales clínicos en los que no reconocíamos ni el nombre del paciente.

A menudo nos pedían que firmáramos recetas para pacientes de otros médicos, que recetáramos medicamentos a personas que no conocíamos y de las que ignorábamos los detalles de su enfermedad. Y como los médicos éramos simples empleados, no podíamos hacer nada respecto al bajo nivel de calidad del centro.

Una de las enfermeras, le explicó Gwen, era especialmente incompetente. Marty Murrow descubrió errores repetidos cuando le presentaba renovaciones de recetas para firmar.

—Le recetaba al paciente Zantax en lugar de Zanax, cosas por el estilo. Teníamos que estar muy atentos con ella.

A Gwen no le gustaba que la recepcionista se mostrase grosera y sarcástica con los pacientes que acudían al centro o llamaban por teléfono, ni que a menudo decidiera no hacer llegar a los médicos los mensajes y preguntas de los pacientes.

—Marty y yo poníamos el grito en el cielo y les decíamos de todo

-prosiguió Gwen-. Los dos telefoneábamos regularmente a Buchanan para quejarnos, cosa que a él le gustaba porque le daba ocasión de ponernos en nuestro lugar, no haciéndonos ningún caso. Hasta que un día Marty se puso a escribir una carta para el presidente de la compañía, un urólogo retirado que vive en Los Ángeles. Marty presentaba quejas contra la enfermera, la recepcionista y Buchanan, y le pedía al presidente que sustituyera a los tres.

»Buchanan recibió una llamada telefónica del presidente e informó por escrito a la enfermera y a la recepcionista de las acusaciones que les hacía el doctor Murrow.

Cuando volvió a verlas, las dos le dijeron lo mismo: que el doctor Martin B. Murrow las había acosado sexualmente.

»Imagina lo contento que se debió poner Buchanan. Le mandó al doctor Martin B. Murrow una carta certificada notificándole las acusaciones de acoso sexual e informándole que quedaba suspendido durante dos semanas mientras se realizaba una investigación. Marty tiene una esposa muy atractiva de la que habla constantemente y dos hijas pequeñas que le ocupan cada minuto que puede robarle a la medicina, y le contó a su mujer lo que estaba ocurriendo. Para ellos fue el comienzo de una experiencia terrible. Buchanan les contó a varias personas que había suspendido a Marty, y por qué. Los rumores llegaron inmediatamente a oídos de algunos amigos de los Murrow.

»Marty telefoneó a su hermano mayor Daniel J. Murrow, socio de Golding, Griffey Moore, un bufete de abogados de Wall Street. Y Daniel J. Murrow telefoneó a Buchanan para decirle que efectivamente tenía que abrirse una investigación, como él mismo había anunciado, y que su cliente, el doctor Martin Boyden Murrow, insistía en que se entrevistara a todos los miembros de la oficina.

R.J. se enderezó en el asiento. Aunque le había vuelto la espalda al derecho, una parte de ella respondería siempre a cierto tipo de casos.

—¿Estás segura de que Marty Murrow no...?

Gwen sonrió y asintió con la cabeza.

—La enfermera en cuestión va para los sesenta años y está muy gorda. Yo también estoy más vieja y gorda cada día, así que no se me ocurriría denigrar a las personas de edad ni a las obesas, pero no puedo creer que posean más atractivo sexual que las jóvenes que nunca han tenido que enfrentarse a la celulitis. En cuanto a la recepcionista, tiene diecinueve años, pero es huesuda y antipática. Hay once mujeres que trabajan habitualmente con Marty, y tres o cuatro de ellas son auténticas bellezas.

Todas declararon que el doctor Murrow no las había molestado jamás. Una enfermera recordó que un lunes por la mañana le dijo a Marty que quería someterlo a una prueba. «Si tan bien se le dan los diagnósticos, mire a los ojos a Josie y Francine y díganos cuál de las dos echó un polvo este fin de semana.«

Marty respondió que debía de ser Francine, porque estaba muy sonriente.

—No es una gran incriminación -observó R.J. secamente.

—Fue lo peor que pudieron encontrar contra él. Ninguna de sus dos acusadoras fue capaz de citar detalles concretos, y resultaba evidente que se habían puesto de acuerdo para presentar la acusación después de que él se hubiera quejado de su trabajo. Otras personas de la oficina tenían las mismas quejas sobre su rendimiento laboral, y a consecuencia de la investigación fueron despedidas la enfermera y la recepcionista.

—¿Y Buchanan?

—Buchanan sigue en su puesto.

Las oficinas que dirige rinden ping8es beneficios. Le mandó una carta a Marty diciendo que la investigación no había proporcionado pruebas concluyentes que confirmaran las acusaciones presentadas contra él y que por tanto podía seguir practicando la medicina en el Centro Sanitario Familiar Highland.

»Marty respondió inmediatamente que pensaba presentar una demanda por difamación contra Buchanan y las dos trabajadoras despedidas, y otra contra la SMS por incumplimiento de contrato.

»El presidente de la compañía se desplazó en avión desde California, se reunió con Marty y le preguntó por sus planes inmediatos.

Cuando Marty le explicó que pensaba establecerse por su cuenta, el presidente se ofreció a ayudarle para evitar la publicidad negativa de un litigio. Dijo que la empresa le pagaría el tiempo que restaba de su contrato, cincuenta y dos mil dólares en efectivo, y que además podría llevarse todos los muebles de su despacho y de sus dos salas de visita, así como un electrocardiógrafo y otro aparato para sigmoidoscopia que ningún otro médico del centro se había molestado en aprender a utilizar. Marty aceptó inmediatamente.

A estas alturas, prosiguió Gwen, ella tampoco quería seguir trabajando en la SMS.

—Pero se me presentaba un problema. Mi marido había descubierto que le encantaba enseñar, y yo no quería interponerme en su carrera.

Hasta que en un congreso nacional, que se celebró en Nueva Orleans, Phil conoció al decano de la escuela de administración de empresas de la Universidad de Massachusetts y los dos coincidieron en que Phil sería la persona adecuada para cubrir una vacante que se había producido en esa escuela.

»Así que fui rápidamente a ver a Buchanan con la amenaza de una demanda por incumplimiento de contrato, y después de regatear un poco aceptó pagarnos los gastos del traslado cuando nos mudemos a Massachusetts. Volveremos aquí en septiembre, y Phil dará clases en Amherst.

Gwen dejó de hablar y sonrió al ver que su amiga daba brincos de alegría como una niña feliz.

39

Un bautizo

—Bueno, ¿y qué harás cuando estés aquí? -preguntó R.J.

Gwen se encogió de hombros.

—Sigo creyendo que la asistencia médica administrada es la única posibilidad de que Estados Unidos llegue a tener asistencia sanitaria para todos los ciudadanos. Intentaré colocarme en otra SMS, pero esta vez me aseguraré de que sea buena.

Por la mañana fueron juntas al pueblo. Recorrieron la calle Mayor de extremo a extremo, y Gwen observó pensativa que la gente saludaba a la doctora o le sonreía al pasar. En el consultorio fue de habitación en habitación, examinándolo todo y deteniéndose de vez en cuando para hacer alguna pregunta.

Mientras R.J. atendía a los pacientes, Gwen se acomodó en la sala de espera y leyó revistas de ginecología. A la hora del almuerzo pidieron unos bocadillos del almacén.

—¿Cuántos tocoginecólogos hay en estos pueblos de las colinas?

—Ninguno. Las mujeres tienen que ir a Greenfield, a Amherst o a Northamptost. En Greenfield hay un par de comadronas que suben a las colinas. Todos estos pueblos están creciendo, Gwen, y hay bastantes mujeres para llenar la consulta de un ginecólogo. -Habría sido demasiado esperar que Gwen se instalara en las colinas, y no le sorprendió que se limitara a asentir y pasara a hablar de otra cosa.

Esa noche, Toby y Jan las invitaron a su casa. En el transcurso de la cena sonó el teléfono y alguien advirtió al guarda de pesca y caza que un cazador había herido un águila calva en Colrain.

En cuanto terminó de comer, Jan se disculpó y fue a ver qué ocurría exactamente. A ellas no les importó. Las tres mujeres pasaron a la sala y conversaron amigablemente.

R.J. había comprobado que a veces era peligroso conocer a la amiga íntima de una amiga íntima.

Podían ocurrir dos cosas: que los celos y la rivalidad agriaran el encuentro o que las dos personas recién presentadas vieran en la otra lo que su amiga común veía en cada una de ellas. Por fortuna, Toby y Gwen se cayeron bien.

Toby escuchó todo lo que Gwen quiso contarle de su familia, y luego le habló con franqueza de sus deseos de tener un hijo, y de lo cansados que estaban Jan y ella de tanto esfuerzo infructuoso.

—Esta mujer es la mejor tocoginecóloga que he conocido en mi vida -le dijo R.J. a Toby-. Me quedaría mucho más tranquila si mañana por la mañana te hiciera un examen en el consultorio.

Toby vaciló un momento pero no tardó en aceptar.

—Si no es demasiada molestia...

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